miércoles, abril 24 2024

Relatos Falaces —01 by Félix Molina

1—Imaginen que un burro…

Imaginen que un burro, perfectamente muerto, se interponga entre ustedes y la puerta de sus casas. Que este burro, gloriosamente tendido en el felpudo —y muerto, no lo olviden— suponga un obstáculo a sus justas necesidades de descanso (llegan acaso, extenuados, de una fiesta o, afligidos, de un funeral). Que por este burro, en la inocencia de su muerte, se vean impelidos a tomar decisiones exactas, que estas decisiones afecten de tal modo a sus vidas que, en el transcurso de ellas, lleguen a maldecir al burro, a su muerte y al felpudo de su descanso. Si ello es así, conviene que tengan la cabeza fría, que estén al cabo de las opciones con las que cuentan en estos casos. Lo que sigue es, por supuesto, una enumeración restringida. Con un mínimo adiestramiento, ustedes mismos podrán suplir la infinitud de situaciones que faltan. Esa es nuestra esperanza. 

Puede sucederles, antes de nada, que se entreguen a la resignación y decidan esperar, sentados en frente del burro. Ahora bien, esperar ¿a qué? La muerte del burro seguirá siendo la misma, todo lo más se sucederán los distintos estadios de su putrefacción y el ciclo de la luna y las estrellas. Podrán sentarse y contemplar al burro bajo una media luna, o una luna creciente, o una luna llena. Acabarán exhaustos, rendidos por el sueño, cansados del burro y de la luna, aburridos y alunados, en fin, indefectiblemente maldecidos por sus amigos y familiares, que achacarán este estado a la locura. Es amargo decirlo, pero, en tal caso, la muerte del burro solo será un prólogo de las suyas. Acabarán muriendo, y sus huesos ni siquiera reposarán sobre un felpudo. Terminarán por enterrarlos juntos, al burro y a usted, y ambos serán partícipes de una eternidad atroz, de un recuerdo sarcástico. 

Pero no se preocupen. También podría suceder que, advertidos por una luz vecina, se dispusieran a pedir ayuda. Descubrirían entonces a una mujer cuyas proporciones, físicas e intelectuales, desconocían (la vida es rutinaria, nos pone anteojeras). Acabarán enamorados, en su búsqueda de soluciones comunes al obstáculo del burro, y el animal será en este caso una preciosa anécdota, que irá pasando de boca en boca por sus amigos y familiares, entre las sonrisas adolescentes de sus hijos y sus nietos. En los momentos en que su amor flaquee, diálogos como el que sigue serán el bálsamo adecuado para toda tensión conyugal:

—Después de todo, cariño, ¿recuerdas la noche en que nos conocimos?

—Cómo olvidarla, amor, aquel burro muerto en tu puerta, tus ojos en los míos… 

—Aquel burro, cariño… 

—Aquel burro, amor… 

En el caso en que no puedan superar las tensiones conyugales y recurran al divorcio como última vía, el burro también ayudará a aliviar los inevitables careos, sus abogados encontrarán un asidero lúdico que les motivará en el árido trabajo de matrimonialistas y la resolución será satisfactoria para todas las partes. En cualquier bar de una provincia apartada podrá distinguirse el brindis inequívoco de los bufetes, finalmente amistados: 

— ¡Por el burro muerto! 

— ¡Por el burro! 

Pero pudiera suceder que, en vez de una mujer definitiva, aquella casa vecina a la que acudimos en pos de ayuda estuviese habitada por un importante editor, que buscaba en aquella villa un lugar tranquilo para reposar. En ese caso, después de acomodarnos y tomar la copa de oporto que se nos ofrece, comenzaríamos nuestro relato, hasta que el editor, llevado por su celo profesional, nos interrumpiría, para decir:

—De acuerdo, ponga todo eso en un centenar de folios, mecanografiados a doble espacio, y veremos lo que se puede hacer. Como quiera que el editor haya advertido en nuestro rostro el esbozo de la sorpresa, llenará otra vez la copa de oporto y dirá:

—Está bien, que sean ciento cincuenta. Hay asunto. 

Nos despediremos del editor y, en unas semanas, entregaremos nuestra sucinta memoria, que será publicada como novela, y será un éxito. Publicaremos otras novelas, sin relación aparente con el burro, viajaremos por medio mundo —mientras el burro acaso siga yaciendo en el felpudo— y todos nos preguntarán por el sentido último de nuestra obra, o por su primer impulso, pero, avergonzados, siempre nos negaremos a sacar a relucir al burro en todo esto. 

Existe, por cierto, una posibilidad que damos al final, pero que acaso deberíamos haber colocado en el frontispicio de nuestra exposición. Es posible que decidan, simplemente, sortear como puedan al burro, franquear la puerta de sus casas y telefonear al servicio sanitario más próximo, para que los veterinarios se hagan cargo del animal, mientras ustedes prosiguen sus vidas. En apariencia se trata de una salida cómoda al problema del burro muerto. Lo único que quisiera advertirles al respecto es que no existe forma, si se han decidido por esta opción, de saber si serán felices en un futuro. La vida, sin más oportunidades para optar, les parecerá tediosa y, sin querer confesárselo, desearán que el azar, o acaso el destino, ponga de nuevo un burro muerto sobre sus felpudos.

(c) félix molina

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