jueves, noviembre 30 2023

El brebaje by Melba Gomez

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Con Melba Goméz -y todos los escritores que trabajan en el taller- comenzamos el trabajo de nuestra segunda parte del año, esta Acividad la dedicamos a “la escritura romántica”. Con Uds…

By Melba Goméz

Era de madrugada. El gallo cantaba y azotaba sus alas en señal de que era hora de que todo el mundo se levantara en la Hacienda Villaseñor. Pero los peones y las cocineras ya estaban de pié hacía rato y pendientes de otra cosa. En medio de la mañanera algarabía, se escuchaban los gritos de Doña Mariana Alcocer de Villaseñor. Desde la una de la mañana —los niños suelen llegar a esas horas inoportunas— habían mandado a buscar al doctor para que la asistiera en el parto de quien sería el primer heredero de esta acaudalada familia.

Don Guillermo se paseaba de un lado al otro del salón viendo como entraban y salían las mujeres con palanganas de agua caliente y toallas para asistir al buen médico. De vez en cuando entraban con un café recién colado para que el hombre pudiera sostenerse durante esta labor que a todas luces tomaría bastante tiempo.

Villaseñor salió al porche. Un puro y otro apuraba sin que nadie le diera noticias. Escuchando los gritos de la mujer, juraba que jamás volvería a tocarla para no hacerle tanto mal. Mientras estaba en esas lucubraciones, una de las mulatas se le acercó.

—Don Guillermo, que ya ha nacido su hija.

—¿Mi hija? —preguntó decepcionado.

—Sí, señor. Venga a conocerla —dijo la mujer, adivinando lo que su patrón pensaba.

Guillermo era joven, acostumbrado a que le llamaran «don» se sentía envejecido. Cuando entró en la habitación, Mariana ya estaba arreglada con un batón blanco —entre almohadas y sábanas níveas—, su cara aun mostraba el esfuerzo de las horas de labor, pero no minaba su belleza. Con cara de susto le mostró el rollito que tenía en sus brazos.

—Perdón —dijo—, esta vez no te di un varón.

Guillermo no la escuchaba. Estaba anonadado con aquella cabecita color zanahoria y piel de durazno que su esposa tímidamente puso en sus brazos. Una lágrima bajó por su mejilla.

—Perdón, ¿por qué? Si esta es la cosa más bella que he visto en mi vida.

Llamaron a la niña Guillermina —que no era el nombre más bonito del mundo—, en honor al orgulloso padre, a quien jamás le importó que nunca llegara el tan ansiado heredero de los Villaseñor.

Guillermina creció recibiendo los mejores cuidados y siendo consentida no solo por sus padres sino por todo aquel que vivía en la Hacienda. Se acercaban sus quince años y el padre decidió echar la casa por la ventana. Doña Mariana buscó la mejor modista de la capital para que le hiciera el vestido de exquisitos tules que había mandado a buscar de España. Música, comida, todo lo mejor para esta fiesta, pues con los quince se presentaba la mujercita a la sociedad y era menester presentarla con la pompa que la ocasión ameritaba. Las invitaciones fueron enviadas a las haciendas cercanas, esperando que alguno de los jóvenes herederos se enamorara de Guillermina, de la misma manera que había sucedido con sus padres.

Comenzaron a llegar las primas y solo se escuchaban sus risas por el caserón.

Unas a las otras se hacían trenzas y practicaban los peinados que habrían de lucir en la fiesta. Guillermina quiso ir al pueblo para comprar unos adornos y todas fueron en el coche cantando y riendo. Al llegar al pueblo, fueron de una tienda a la otra mirando, tocando, comprando todo lo que querían.

Bartolo las observaba. El negro retinto, de unos treinta y cinco años —según los cálculos de quienes lo vieron llegar al pueblo—, enseguida posó sus ojos en Guillermina. Para entonces los negros cimarrones eran libertos y ya no andaban por la sierra acechando a los ricos hacendados, ni los soldados de la corona persiguiéndolos a ellos.

—Dichosos mis ojos que han visto la estrella más brillante del firmamento —piropeó el moreno.

Guillermina, altiva como era, volvió sus ojos hacia él y escupió en el suelo con un gesto de repugnancia.

—Abrase visto negro más igualado —dijo recogiéndose las faldas y alejándose seguida por sus primas con la misma actitud.

Bartolo no era un negro cualquiera. En la época de los cimarrones había sido comandante, un valiente guerrillero del grupo de rebeldes y por sus venas no corría ni una gota de sangre blanca. Era orgulloso y el desprecio que le había hecho la niña de los Villaseñor no quedaría impune, se juró.

Llegado el día esperado, la imagen de Guillermina era como una aparición de un ángel. Su vestido blanco con cascadas de tules y toques dorados realzaban sus rojos cabellos. Sus primas eran como florecitas de colores que adornaban el jardín de niñas que la acompañaban en la ceremonia de sus quince años. Llegado el momento, su padre se arrodilló y cambió sus zapatillas de niña por zapatos de tacón para así señalar su entrada a la etapa de mujer y su disponibilidad para el matrimonio. Los herederos de las haciendas colindantes, admiraban su belleza y también hacían cuentas de cómo quedarían sus propiedades si se les añadía la de los Villaseñor. Don Guillermo los observaba y conversaba con ellos. No pensaba entregar a su mayor tesoro a cualquiera. Para él también era importante el carácter de aquel que pidiera a su hija por esposa.

Luego de la comida en la que se ofrecieron los mejores manjares de la campiña a los comensales, empezaría el baile que no tenía hora de terminar. Guillermina fue a su habitación a cambiarse el vestido para ponerse otro que le había comprado su mamá, para esta parte de la fiesta. Sobre la cama estaba el traje tendido y un frasco de perfume francés con una tarjeta que solo leía: «Feliz quince años». Guillermina sonrió pensando que uno de los herederos que estaba en el convite le había hecho tan fino regalo. Se cambió enseguida y se puso unas gotas de la fragancia. Se miró en el espejo y se soltó el pelo. Entonces salió hacia el salón que habían arreglado para el final de los festejos.

Alegre, llena de sueños, disfrutando de la noche y de la brisa caribeña, de pronto se vio intervenida por Bartolo que venía montado en un caballo plateado.

—Buenas noches, niña —saludó—. Espero que haya recibido mi regalo.

—¿Tu regalo?

—Sí, el perfume francés que dejé sobre su cama.

—¿Era tuyo? No sabía que tenías tan buenos gustos.

—No conoce nada de mí, señorita.

Guillermina rio, sin embargo, no se mofaba de él. No sabía si era el efecto de ser mujer y que ahora veía las cosas diferentes.

—Es hermoso tu caballo —dijo.

—Es un caballo guerrero, no hay ninguno como él.

—Y tú, ¿eres guerrero también?

Bartolo sonrió porque no era hombre de fanfarronear.

—¿Quieres dar un paseo?

—Me gustaría, pero me esperan para el vals.

—Bien —dijo—. Ve, baila el vals y yo te espero aquí.

Guillermina se fue con los pies livianos. Su padre la besó en la frente y bailó con ella la versión criolla del Danubio Azul hasta que los jóvenes herederos —uno por uno—, tuvo su turno. La muchacha les sonreía, pero parecía estar en otro lado, hechizada. Tan pronto terminó la pieza y comenzó oficialmente la fiesta, ella escapó ayudada por la oscuridad hasta donde estaba Bartolo quien no se había movido de allí. Sabía que volvería. Los brebajes de Asunción jamás fallaban.

La vio regresar de puntitas, mirando hacia atrás, asegurándose de que nadie la seguía. Cuando llegó hasta él, la ayudó a subir en el caballo. El subió detrás de ella, palpando su breve figura. Ya nunca más se separaría.

 

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