Estoy perdido en una tormenta de nieve y el viento chilla y le dispara a mis ojos ardientes. Avanzo tambaleándome y pidiendo ayuda pero el viento engulle mis gritos y zumba en mis oídos. La nieve va borrando las huellas de mis pisadas. «Me he convertido en un fantasma— pienso—en un fantasma sin huellas». Vuelvo a gritar pero la esperanza se desvanece al igual que mis huellas. Pero esta vez recibo una respuesta amortiguada a través de la cortina de nieve, un atisbo de movimiento, una ráfaga de color. Una forma familiar se materializa. Me tiende una mano. En la palma se ven cortes paralelos y profundos. La sangre gotea y tiñe la nieve. Cojo la mano y de repente la nieve ha desaparecido. Nos encontramos en un campo de hierba de color verde manzana con suaves jirones de nubes. Levanto la vista y veo el cielo limpio. Resplandeciente a la luz del atardecer.
……
Me tuve que morir para saber que me querían, no fui demasiado popular en vida lo que creó en mí inseguridad y problemas de autoestima. En casa ni mi mujer ni mis hijos sentían la necesidad de decirme nada más allá de lo estrictamente necesario. En el trabajo si enfermaba nadie me echaba de menos. Por eso me sorprendió la reacción general que causó mi muerte, posiblemente inquietud por la situación económica, pero una vez que quedó claro que cobraría la prima del seguro de vida, todo volvió a la normalidad y la inexpresiva actitud de mis hijos. Ni una sola lágrima. En los días posteriores al entierro, mi mujer empaquetó toda mi ropa y la regaló al mendigo que siempre estaba en la esquina, ahora lo recuerdo como el buitre que espera a su presa, fue al único que vi sonreír al recibir el regalo.
…..
Todo fue sencillo, no me suicidé solo me abandoné y pisé el acelerador, me subí a un acera y dos ancianos sobrevivieron de milagro, tropecé con una farola que hasta creí que se inclinaba para darme paso, escuché insultos y para evitarlos aceleré y cambié de carril. No frené. Salté la protección de las vías, vi curiosamente como volaba. Tardé 19 minutos en morir, una muerte ni dulce ni amarga. Me vi a mi mismo por una carretera poco iluminada penando que todo acabaría pronto, pero aún pude comprobar como la vida de mi familia era perfecta sin mí y mejoró. Mis hijos reían y bailaban y ella, el amor de mi vida, se miraba en los espejos para comprobar lo guapa que estaba con su traje rojo del color de sus labios. Por fin entendí que esa era mi primera victoria y sentí necesidad de sonreír porque, finalmente, los había hecho felices.
Las luces del camino se apagaron, pero al final y cada vez más cerca, pude ver el resplandor de otra luz intensa que al compás de mis pasos se iba agrandando.
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