Me llamo Emma Clark. Soy la directora del Instituto Anatómico de Boston. En este lugar se procesan todas las solicitudes de aquellos que quieren donar el cuerpo de sus familiares a la ciencia para luego distribuirlos entre las universidades. Gracias a estos donantes —podría decirse—, que la medicina avanza. Cada semana traen cadáveres en bolsas negras con cremallera, para que los estudiantes de medicina los utilicen en sus cursos. Antes de ponerlos a su disposición, mi trabajo es verificar si son adecuados para la donación. Si la causa de la muerte ha sido una enfermedad infecciosa como el sida o la tuberculosis, no son aceptables.
Él llegó en la entrega del quince de marzo de 2015. Su expediente decía que se llamaba Gerónimo Brown. Era descendiente nativo americano y de padre blanco. Tenía cincuenta y dos años, casado y había fallecido de un infarto masivo. De todos modos, tenía que comprobar si no estaba infectado. Comencé a retirar algunos tejidos y tomé algunas muestras de sangre. Me llamó la atención que tenía unos inmensos ojos negros. Sí, sus ojos estaban abiertos de par en par, aunque ya llevaba varios días muerto. Me pregunté por qué nadie había tenido la compasión de cerrarlos. Me acerqué y con mis manos enguantadas intenté hacerlo. No lo lograba. Me quedé mirando con curiosidad esos ojos tan profundos, oscuros como nada que haya visto antes y casi me pierdo en ellos.
—Doctora —escuché la voz de Jessi, mi asistente, a mis espaldas. Di un salto por el susto.
—Sí, Jessi… ¿Pasa algo?
—Es que ya son las diez de la noche y quería preguntarle si puedo irme.
Miré el reloj sorprendida de que el tiempo hubiera transcurrido tan pronto. Mi profesión me apasiona hasta el punto de perder la noción del tiempo.
—Disculpa, ¿por qué no preguntaste antes? Mira de hoy en adelante cuando den las seis me avisas. No quiero que te canses y renuncies como tus tres antecesores.
—Que conste que son órdenes suyas.
—Claro que sí. Buenas noches.
—¿Ya se va, doctora?
—Sí, recojo aquí un poco y salgo.
Cuando Jessi cerró la puerta tras de sí estuve a punto de cerrar la bolsa que contenía el cadáver y colocarlo en la nevera para seguir trabajando el próximo día. Pero algo me detuvo. Los ojos negros de Gerónimo Brown. Era como si quisiera decirme algo, pero no lo conseguía. Pensé que estaba volviéndome loca y decidí guardar el cuerpo de este hombre cuya vida empezaba a intrigarme.
Dejé el auto aparcado en el instituto. A esa hora detestaba conducir. Pedí un taxi que me condujo hasta la puerta de mi casa. Tomé las llaves y una presencia me rondaba. Trabajar entre los muertos me había hecho más sensible que el resto de las personas. Abrí la puerta y sé que alguien entraba conmigo a mi apartamento. Me quité los zapatos dejándolos en el medio de la sala, el abrigo sobre el diván y según me adentraba a mi hogar las prendas caían al suelo. Abrí la ducha para que se calentara el agua, mientras me sacaba lo que quedaba de mi maquillaje, ese que prometía en falso veinticuatro horas de cobertura. Me bañé aprovechando para lavarme el cabello. Estuve un buen rato jugueteando con el agua lo más caliente que mi cuerpo podía soportar. Salí envuelta en dos toallas y descalza me dirigí a la nevera para buscar cualquier cosa de comer. Agarré un yogurt y me lo comí despacio, disfrutándolo. Encendí el televisor para ver las noticias. Estaban dando un reportaje especial sobre la vida después de la muerte. Me reí de lo que decía el entrevistado. Según él después de expirar no sucedía nada y habló cuatro tonterías más. Apagué el televisor y me fui a secar el pelo. Me metí en mi pijama de algodón favorita y me dormí enseguida.
Desperté un par de horas después totalmente sudada. Tenía fiebre y malestar general. «Me estaré enfermando», pensé. Tomé un analgésico y volví a dormir.
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De pronto estaba en una casa de madera, muy pobre. Las ventanas cerraban con un madero atravesado. Me miraba en el espejo y una mujer que no era yo —pero que sí era—, se miraba en el espejo. Estaba muy embarazada, casi a término. Un hombre joven y borracho abrió la puerta. La mujer le reclama y él le pega una bofetada que la tira al suelo. Ella queda llorando en el suelo por un rato, desesperanzada, triste. Yo sentía su dolor. Luego se levanta y se mira la barriga diciendo: «Si no fuera por tí ya me habría largado de aquí».
«Qué sueño tan extraño», me dije. Quise buscar agua en la nevera, para encontrar que no había una. Miré alrededor, mis cosas no estaban. Sentí un fuerte dolor en el estómago. Caminé hasta el baño, pero solo había una letrina, maloliente y sucia. Sentí un chorro que me bajaba por la entrepierna y pensé que me había orinado. Pero no, era líquido amniótico, su olor era muy característico. Estaba a punto de dar a luz. Salí de la casa y no había carretera de asfalto. Como pude llegué a la casa más cercana y toqué la puerta. Una anciana me atendió.
—¡Kalpana! ¿Qué haces aquí?
«Entonces me llamo Kalpana», pensé.
—Creo que ya voy a parir —dije. Tan pronto salieron esas palabras de mi boca me sorprendí. Yo no lo diría así, pero funcionó. La mujer me llevó rápidamente hasta una habitación. Despertó a otra mujer más joven y la mandó por la comadrona.
—¿No van a llamar a un médico? ¿No me van a llevar a un hospital?
Las mujeres se rieron.
—¡Mujer! ¿Pero quién te crees que eres? El hospital y los médicos son para las mujeres que no saben parir. Nosotras somos indias, mujeres fuertes, valientes —dijo la anciana.
—Esto no me está gustando, me puedo despertar y acabar con todo esto.
—Creo que no está bien —dijo la anciana—. Por favor, apúrate con la partera —le insistió a la muchacha quien salió corriendo de la choza.
Unos veinte minutos después llegó la joven con una señora de mediana edad que supuse era la comadrona. Como en las películas pidió mucha agua caliente y mantas. El papel protagónico de la parturienta no me agradaba para nada, sobre todo porque los dolores eran cada vez más insoportables. Me separó las piernas y metió la mano sin piedad.
—Falta bastante, hija —dijo.
—¿Cuánto es bastante? —pregunté. Nunca había tenido un niño.
—Bastante… Trata de respirar profundo y soltar el aire despacio.
Enseguida se puso un aceite en las manos que tenía un olor muy agradable. Comenzó a masajear mi abultado vientre. Ciertamente esta mujer sabía lo que hacía, porque entre mi respiración y la fricción sentía algo de alivio.
—Lo estás haciendo muy bien.
—Siempre he sido buena siguiendo instrucciones —contesté, aunque creo que no entendió.
Pasaron dos largas horas, entonces sentí que las contracciones eran cada vez más fuertes y más seguidas.
—Creo que ya es el momento de que pujes —ordenó.
Pujé y pujé por otros cuarenta y cinco minutos, eso creo. Entonces escuché el llanto de una criatura.
—Es un varón… Debes estar contenta —sentenció—. Tu marido también lo estará.
Envuelto en una manta blanca me presentaron un niño precioso, de piel oliva y unos ojos negros inmensos como los de Gerónimo Brown.
—¿Cómo le vas a llamar? —dijo la anciana—. Recuerda que el nombre tiene mucho que ver con la clase de persona que va a ser tu hijo.
—Se llamará Gerónimo —dije—. Gerónimo Brown.
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En ese mismo momento desperté, la cama estaba mojada de tanto que había sudado, pero ya no tenía fiebre. Me reí de lo absurdo de mi sueño. Miré el reloj y se me estaba haciendo tarde para ir al trabajo. Tomé una ducha rápida y salí.
—Buenos días, doctora —saludó Jessi—. Llamaron a preguntar por el cuerpo que recibió ayer. ¿Ya terminó los exámenes?
—No todavía, no —contesté mintiendo. Tenía en mis manos los resultados que habían acabado de llegar —. Diles que tan pronto los tenga se los haré llegar
—Me dijeron que se estaban quedando cortos de donantes y que ya necesitan más.
—Ya te dije —contesté un poco enojada por la insistencia.
Tan pronto Jessi se fue, fui a sacar a Gerónimo de la nevera. Sus ojos seguían abiertos de par en par, con una expresión de susto.
—¿Qué sería lo último que viste antes de morir? —le pregunté y me quedé un rato mirándolo.
Lo guardé de nuevo. Prefería que nadie lo viera para que no me preguntaran cuando estaría disponible. Pasé el día llenando formularios de otros donantes y haciendo llamadas para corroborar la llegada de unos cuantos cuerpos más. Por suerte en la tarde llegaron seis. Enseguida comencé a hacer los exámenes de rigor. Si los terminaba pronto se los llevarían y yo tendría más tiempo con Gerónimo. No fue diferente este día a los anteriores. Salí tarde y muy cansada del trabajo.
Llegué a la casa y recogí el reguero que había dejado el día antes y lo puse sobre una silla. Me recosté en el diván aun vestida. Cerré los ojos un momento, o al menos eso creo.
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Una mano pequeña acarició mi frente. Su suavidad me asustó. Me senté adormilada sorprendida de mirar a esa criatura en mi apartamento.
—¿Qué haces aquí? —pregunté—. ¿Cómo entraste?
—¿Por qué no me quieres, mamá?
Su reclamo me dolió más por la forma dolorida como me preguntaba.
—¿Quién eres?
—¿Por qué me pegaste? No fue mi culpa…
—¿Cuándo te pegué? —pregunté.
—Ayer mientras papá me pegaba no me defendiste y cuando él se fue, que te vi llorando y me acerqué, tú también me pegaste. No hice nada.
—No entiendo… no sé quién eres.
—Otra vez me haces esto. Me ignoras. Sabes que soy Gerónimo.
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Me desperté y me di cuenta que todo era un sueño. Me levanté y me fui a tomar un baño. Mi vida era una secuencia de repeticiones. Todos los días iguales, hasta que empecé a tener estos sueños.
A la mañana siguiente me sentí afiebrada, me dolía el cuerpo. Llamé al trabajo para tomarme el día e ir al médico.
—Doctora —dijo Jessi—, podemos llevar los cuerpos que están en el instituto a la universidad.
—Lleva los tres primeros que llegaron ayer —dije—. Ya están embalsamados.
—Está bien.
—Estaré al alcance del móvil en caso de que suceda alguna urgencia. Por favor, no me llames para cosas que tú puedas decidir. Hasta mañana.
Me dirigí a la oficina de mi médico, a quién le pareció increíble que estuviera allí en un día de trabajo.
—Me siento muy mal —expliqué—. Tengo fiebre en las noches y no sé de qué se trata.
Enseguida me dio una orden con una lista de exámenes médicos que tenía que hacerme para que él pudiera dar un diagnóstico. Este doctor era muy precavido y si había un examen disponible para los síntomas, los ordenaba. Así me pasé todo el día entre laboratorios clínicos y luego me fui para la casa. Estuve acostada todo el día, si me levantaba me sentía mareada. Llamé a un restaurante chino para que me trajeran sopas y un arroz frito. Comí un poco y luego me acosté.
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—¡Gerónimo! —dije riendo, sorprendida por el abrazo desde la espalda. Me di la vuelta, puse mis brazos sobre sus hombros y lo besé en los labios.
—Eres la chica más bonita del colegio —contestó abrazándome y devolviendo el beso que le di. Me agarró la mano y caminamos hasta su carro.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—A estar solos un rato.
Luego me vi haciendo el amor con él. El tiempo corría rápidamente —como en una nube de arena— y no podía detenerlo. En un segundo me vi embarazada. Después con una criatura en brazos.
—Gerónimo, ¿por qué me abandonas? —me vi suplicándole.
—Mejor no preguntes, la respuesta te puede doler.
—¿Te vas con ella? ¿Vas a dejarme sola con el bebé?
—Ya que insistes, sí. Me voy con ella. Y el bebé… Puedes quedarte con él.
—¿Qué puedo quedarme con él?
Me vi llorando amargamente, desesperada. En algún momento, de ese mundo que giraba a tanta velocidad, me vi siendo un alta ejecutiva de una empresa muy poderosa. Tenía muchos empleados que me obedecían, manejaba un auto de lujo y vivía con mi niño en una casa preciosa. Una nana lo acompañaba mientras trabajaba.
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Sentí que mi cuerpo se estremecía. La fiebre era muy alta. Me levanté despacio, agarrándome de las paredes y fui hasta el baño. Puse el agua templada y entré. El agua refrescaba mi cuerpo. «¿Qué me está pasando?», me pregunté. Tomé un medicamento por si tenía alguna infección. Volví a la cama y me quedé dormida un poco más relajada. Cuando desperté sentía que mi cabeza iba a estallar. Llamé a la oficina del doctor para saber si ya tenía el diagnóstico.
—Emma, no tienes nada —sentenció el galeno.
—¿Cómo que nada, si me siento como mierda? —objeté.
—Trabajas mucho. Tal vez el cuerpo se te ha rebelado. Tómate unos días. Hace mucho que no tienes vacaciones.
—Sabes que tengo mucho trabajo. ¡Por Dios! Cuando vuelva será un desastre.
—Nadie es imprescindible, Emma…
—Sí, ya lo sé… Bueno, me quedaré en cama hasta mañana y nada más.
—Como quieras.
Decidí comer un desayuno ligero: frutas y un poco de café. Me tomé el medicamento y fui arrastrando mis pies hasta la cama. Cuando me desperté no me sentía mejor, pero decidí ir al instituto. Entré sin que Jessi me viera y fui directo a la nevera. Saqué el cuerpo de Gerónimo y miré aquellos ojos que se rehusaban a cerrar.
—¿Qué es lo que quieres decirme? —pregunté. Me daba cuenta de que si alguien me veía pensaría que empezaba a enloquecer. Pero en este punto, estaba completamente segura de que algo me quería decir. Frustrada me volví a casa antes de que alguien me viera.
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Cansada me acosté en el diván. El sueño me venció enseguida y desperté con un nombre en la cabeza: «Amanda Brown». Me senté en el computador y busqué en el Facebook el nombre. Había varias mujeres con ese nombre. Fui abriendo uno por uno los perfiles hasta que vi una que se me pareció mucho a la mujer que vi en mi sueño. Le envié un mensaje privado: «Mi nombre es Emma Clark, trabajo en el Instituto Anatómico de Boston. Estoy tratando de localizar algún pariente de Gerónimo Brown». Pasaron varios días y no llegaba respuesta. Seguía enferma y estaba segura de que lo que me pasaba tenía que ver con ese cadáver del que no podía desprenderme. La fiebre continuaba y yo seguía dándome baños de agua templada y tomando analgésicos. Me llamaban del trabajo porque se estaba atrasando mucho el traslado de cuerpos a la universidad.
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«Dile que me perdone, que ella fue la única mujer que de verdad me amó y ahora lo sé», escuché esas palabras mientras dormitaba en la noche. Me vestí y llamé un taxi a las dos de la madrugada para que me llevara al instituto. Una vez allí busqué los documentos del traslado desde la morgue. La autorización para donar el cuerpo por tiempo indefinido la había dado una mujer llamada Christine Abbey. Tomé el número de teléfono y la dirección. Llamé otro taxi para que me llevara allí.
Eran las seis de la mañana cuando llegamos a una casa en un vecindario de clase media-alta de Boston. Pensé que usualmente quienes donaban los cuerpos de sus familiares a la ciencia, eran personas muy pobres, que no podían pagar por los servicios funerarios. Le pedí al taxista que me esperara. Toqué la puerta y unos minutos después una mujer de mediana edad la entreabrió.
—Buenos días —saludé—. Perdone usted que venga a tan temprana hora. Trabajo en el Instituto Anatómico y estoy trabajando el caso de su familiar Gerónimo Brown.
—Yo ya lo doné a la ciencia —respondió ásperamente.
—Sí, tengo los documentos aquí. Pero me gustaría saber qué relación tenía usted con el fallecido.
—Era mi esposo.
—¿Legalmente?
—Bueno, convivíamos…
—Entonces usted no podía donarlo, tiene que ser un familiar.
—Yo no pude localizar a la familia y tampoco tenía dinero para enterrarlo.
Miré a través de la puerta lo poco que pude ver no me parecía que aquella mujer estuviera tan necesitada como para donar a su esposo.
—La cremación era una opción más económica. ¿No la consideró?
—No iba a gastar ni un centavo en ese hombre.
—Pero, ¿no era su marido?
—Mire, ¿usted vino a hacerme un interrogatorio?
—Tengo que aclarar este caso lo antes posible porque no puedo aprobar esta donación de cuerpo en estas condiciones. Si me permite entrar, podemos ir sobre la solicitud.
—¿A esta hora?
—Sí, trabajamos temprano —mentí.
La mujer abrió la puerta de mala gana. Tal y como me imaginaba, todo en aquella casa gritaba lujo. Me senté en un sofá muy cómodo y ella en una butaca frente a mí, con cara de pocos amigos.
—Dice aquí que el señor Brown falleció de un infarto fulminante.
—Así es.
—¿Me puede explicar un poco más de cómo sucedieron las cosas?
—Estábamos en una reunión familiar y Gerónimo de repente se desmayó.
—¿Estaba consumiendo drogas o alcohol?
—No, él no consumía nada de eso. Tampoco fumaba.
—¿Entonces llamaron la ambulancia?
—No.
—¿Por qué? Tal vez hubieran tenido oportunidad de revivirlo.
—Las ambulancias cuestan muy caras y él no tenía seguro médico.
Mientras más escuchaba a esta mujer más deseos sentía de tomarla por los pelos. Su frialdad me aterraba.
—¿Y qué hicieron entonces?
—Entre unos amigos y yo lo llevamos al hospital, pero ya llegó muerto.
—¿Y eso fue todo?
—Sí, todo.
—Dice usted que trató de llamar a la familia, ¿a quién llamó?
—A la esposa… Amanda Brown.
Al escuchar el nombre me temblaron las manos.
—¿Tiene el número de su teléfono?
—Sí, déjeme buscarlo.
La mujer se levantó de la butaca para buscar un papel en el que apuntó un número que tenía en una libreta pequeña. Luego extendió la mano para entregármelo.
—Y bien, ¿qué va a pasar ahora?
—Intentaré comunicarme con la señora Brown. Si en diez días no tengo respuesta, no se podrá validar la donación.
—¿Y?
—Usted tendrá que ocuparse de los restos.
—¡Pero si no soy la esposa! —gritó a punto de un ataque de histeria.
—Lo siento. La ley es así.
Me levanté sin esperar que ella me llevara hasta la puerta y salí. Menos mal que el taxista estaba todavía esperando. Hacía un frío glacial y todavía me sentía afiebrada. Mientras caminaba hacia el taxi, observé un vehículo de lujo aparcado en la entrada de la casa. «No sé qué le habrá hecho Gerónimo a esta mujer, pero ni a un perro se le trata así», pensé.
Regresé al instituto. Jessi se sorprendió al verme tan desaliñada.
—¿Todavía no se siente bien, doctora?
—¿Cuándo dejarás de preguntar lo obvio, niña?
Me encerré en mi oficina para hacer la llamada a la señora Brown. El teléfono estaba desconectado. ¿Qué iba a hacer ahora? Encendí el computador y vi que tenía un mensaje en el Facebook. ¡Era ella! Me decía en el mensaje que Gerónimo Brown era su esposo del que no sabía hacía más de quince años. Incluyó un número de teléfono para contactarla. Enseguida la llamé.
—Buenos días. ¿Hablo con la señora Brown?
—Sí, soy yo. ¿Quién me habla?
—Me llamo Emma Clark…
—Sí, la del instituto —interrumpió—. ¿Qué pasa con Gerónimo?
—Me gustaría encontrarme con usted si es posible. Tengo que contarle algunas cosas.
—Podemos encontrarnos en un café que queda en la calle Washington Norte, frente al Parque Paul Revere.
—Yo puedo estar allí en media hora —indiqué.
Terminamos la llamada y no pude menos que comparar a una mujer con la otra. Esta tenía una voz dulce, educada y me agradó mucho su disposición para el encuentro. Me arreglé un poco con una ropa que siempre mantenía en la oficina y maquillaje. Le dije a Jessi que estaría afuera y que no sabía si volvía.
—Pero doctora… Han llamado muchas veces de la universidad.
—Diles que estamos buscando cuerpos para enviarles —contesté respirando profundo.
Tomé el primer taxi que pasó y me dirigí hacia el punto de encuentro. El café era un lugar pequeño e íntimo. Enseguida reconocí a Amanda Brown. Era la misma mujer que Gerónimo había abandonado con un niño. La saludé con una sonrisa. Ella hizo una señal para que me sentara con ella.
—Señora Brown…
—Puede llamarme Amanda.
—Gracias por venir, Amanda. Pensé que nunca la iba a localizar.
—La verdad es que no entro mucho a esa página, pero algo me hizo entrar.
—Ese «algo» debió ser Gerónimo…
Noté una duda en su mirada. Pero luego que le conté todas las cosas que me habían pasado desde que el cuerpo de su esposo había llegado al instituto comenzó a creerme. También le dije que no me importaba si me creía o no, pero tenía un mensaje de su esposo, quién le pedía perdón y reconocía que nadie le había amado como ella.
—¿Qué lo donaron a la ciencia? —preguntó con horror cuando le dije cómo llegó el cuerpo al instituto.
—Sí, pero esa donación no es válida a menos que usted la ratifique.
—¡Jamás! No le haría algo así al padre de mi hijo —dijo, luego un largo silencio y lágrimas—. Amé mucho a ese hombre, ahora no importa nada de lo que pasó. Lo único que lamento es que mi hijo no pudo despedirse de él. Era muy chico cuando Gerónimo se fue y nunca más lo vimos. ¿Qué tengo que hacer para reclamar el cuerpo?
—No se preocupe. Yo misma me ocupo de arreglarlo.
Cuando regresé al instituto fui a ver a Gerónimo. Cuando lo saqué de la nevera sus ojos estaban cerrados y su rostro estaba en paz.
Yo ya no tenía fiebre.
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