jueves, abril 25 2024

Un chino cualquiera by Diana González

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Ni idea tenía cuando me puse a colgar el cuadro que el martillo estaba roto y no tenía clavos. Ese cuadro significaba mucho para mí, lo había pintado mi padre y lo había podido recuperar  entre los efectos personales de mi madre después de la muerte de  ella. Quizá por eso me molestó tanto el no tener lo necesario para colgarlo, temía se rompiera o estropeara. Después de dejarlo sobre la mesa, decidí hacerme un café. Si iba a salir, con la ventolina que hacía afuera, debía tener algo caliente en el cuerpo, botas en los pies y la bufanda más gorda que fuera capaz de encontrar. Pero primero el café. Lo tomé mirando por la ventana y viendo como las gotas resbalaban en los cristales.

Me gusta la lluvia, me gusta la tormenta. Siendo que me sobresaltan los truenos y los relámpagos debo confesar que esa visión apocalíptica, esa sensación que ante los elementos todo puede terminar en un segundo, me da una conciencia interna y explícita de estar viva.  La vida es una tormenta.

En fin, me dejo de disquisiciones existencialistas y me pongo a pensar donde puedo conseguir hoy sábado un martillo y unos clavos en condiciones. Después de sortear la posibilidad de pedirle a algún vecino y como hago tantas veces, resuelvo que voy a ir al chino que está a menos de una calle y de paso siento en plena piel el viento y la lluvia que nunca me disgusta. Es tanto el viento que apenas consigo avanzar con dificultad, me arrebujo en mi impermeable, mi capucha y llego a la conclusión que haber traído un paraguas hubiera sido algo inútil. La hojarasca se pega a mis botas de goma, tengo la cara empapada y me he quitado los anteojos. Llegué al negocio, después de tres infructuosos intentos empujo la puerta con fuerza y se abre. Siento como sigue resoplando la lluvia y el viento fuera cuando por fin consigo cerrarla. Quitando mi capucha e intentando secarme con la toallitas que siempre llevo en los bolsillos comienzo a dejarme ganar por la paz del interior. El dueño me ha mirado al entrar y luego ha seguido leyendo, apenas suena una música que si mis oídos no me engañan pareciera tradicional china.  Salvo por el hombre detrás del mostrador y mi húmeda presencia, el lugar está vacío. Comienzo mi búsqueda por los pasillos entre estanterías. Me mareo,  en realidad me marean tantos artículos tan minuciosamente dispuestos y no encontrar un martillo, pero como no tengo ganas de volver a salir a la calle donde la tormenta se ha puesto aún peor, lo tomo como un paseo y miro todo en detalle, en algunos casos tratando de entender para qué será ese o aquel otro útil tan lleno de patitas y ganchos, tan bellamente expuesto en su blister.  Cosa de chinos.

Para cuando he conseguido tener mi martillo y mis clavos se desgarra un trueno que hace temblar cristales, caireles y mi corazón. En un acto irreflexivo voy hacia el mostrador, el hombre está de pie al lado de la primera góndola, quedamos uno al lado del otro sin saber que compartimos el presentimiento que algo está por suceder cuando oímos un fuerte crujido, algo se ha quebrado, algo se precipita. En cuestión de segundos vemos como un tronco grueso se abalanza hacia las vidrieras del local. El accionar de él fue inmediato y me atrevo a decir que instintivo, se giró, me tomo por los hombros y nos puso a resguardo debajo del mostrador lejano a las vidrieras. El estruendo es seguido por crepitaciones de agua y ramas. Por contrapartida la música que escuchamos es muy suave y relajante. Hago el amago de incorporarme y él me indica con suma tranquilidad que todavía no, que debemos esperar un poco más. Asiento y recupero mi postura debajo del mostrador de madera. En la estantería frente a nosotros hay un par de cuadros que evidentemente no están a la venta, parecen efectos personales de este chino cordial y firme. Uno de ellos tiene la foto de una escultura blanca, es una mujer sosteniendo una antorcha sobre su costado derecho con ambos brazos, el otro es un  portarretrato grande con cuatro imágenes, una que parece antigua, de una mujer delgada y esbelta con un traje  color negro de pantalón y camisa a la usanza china, otra de un parque con cerezos en flor, la tercera es el recorte de un viejo periódico o revista en la que  un hombre delgado con camisa blanca y pantalón negro sosteniendo dos bolsas que parecen de supermercado está parado frente a una hilera de cinco tanques, y la última de un hombre elegantemente vestido de traje, sentado, acodado en un escritorio.

Mi improvisado salvador me toca suavemente el hombro y me indica que ya podemos salir de nuestro escondite. Cuando nos ponemos en pie vemos que el tronco de un árbol grueso y grande ha quedado sobre la vereda cerrando el paso de entrada al local.

— Hemos tenido suerte. Dijo con un tono de voz que transmitía paz,  sonriendo amablemente, agregó

— Por un momento pensé que se caía parte del edificio.

Yo no salía de mi asombro ante tanto aplomo y volví a mirar las fotos, en tanto le entregaba el martillo y los clavos. Por toda respuesta le contesté

— Creí que se romperían los cristales de la vidriera. Mientras me cobraba y embolsaba mi compra, alternativamente, miraba hacia la calle. Me  hizo pensar que de no ser por su actitud tranquila tampoco tendría yo esta presencia de ánimo. Luego y sin dejar de sonreír agregó:

— Si, también pensé en eso, por suerte no ha sucedido y estamos a  salvo. Entonces, acompañando su discurso con un ligero gesto de inclinación  —me dijo: Si usted me permite le convido con un té.  Miré el árbol en la puerta y la persistente tormenta, volví mi vista a las fotos que despertaban toda mi curiosidad, por último miré a mi interlocutor y acepté.

Mientras él se fue a preparar el té, ocupe una pequeña reposera de las dos que había al costado del mostrador bajo el que nos habíamos protegido y me dediqué de lleno a mirar aquella figura del portarretrato. Deduje que estaban íntimamente ligadas a este hombre correcto, de  unos cincuenta años y que aquellas imágenes, evidentemente, se encontraban muy lejos del lugar donde fueron tomadas  y por sus rasgos, donde seguramente él mismo había nacido. Lo único que supe distinguir fue  la celebración de los cerezos en flor en un bello parque, y al Hombre del Tanque.

Lo vi avanzar por el pasillo. De una altura de poco más de metro setenta y cinco calculé, delgado, con unas hebras plateadas que iluminaban su cabello oscuro y lacio, tenía una expresión de tranquilidad oriental, casi sacra.  Me llamaba la atención su manera de moverse, si bien transmitía decisión y vitalidad era de movimientos suaves y casi lentos.  Traía una bandeja negra con dos tazas sin asas, de color rojo con dibujos y una tetera de cerámica a juego, muy chinos —pensé.

Como su actitud había dotado a aquel momento la calidad de ceremonia, me quedé quieta y atenta a todo lo que hacía.  Apoyó suavemente la bandeja sobre el mostrador,  extrajo debajo del mismo una pequeña mesa que desplegó y colocó entre las dos reposeras, tomó una taza de la bandeja, la giró entre sus manos y  la colocó de mi lado sobre la pequeña mesita. Hizo lo mismo con su taza y no sé explicar de dónde tomó las servilletas, también rojas que colocó  a cada lado de las tazas. Finalmente se sentó, alzando con suma plasticidad la tetera completó las tazas de un humeante y perfumado líquido,  esperó a que tomara mi taza para tomar la suya con sus dos manos y girarla dos veces. Como si fuera una alumna copié sus gestos y sorbí aquel maravilloso líquido verde cremoso que me había  servido.  Luego de unos instantes de ensimismamiento me atreví a preguntar sobre las figuras del portarretrato

— Es la fiesta de los cerezos, ¿No es así?

— Si. En realidad todo el mundo la asocia con Japón, pero su cuna es China. Los cerezos son originarios del Himalaya. Durante la dinastía Tang, hace más de mil cien años fueron llevadas a Japón. Sakura, dijo esta última palabra como para sí mismo

— Qué significa Sakura. Pregunté con curiosidad

— Oh, sí. Cerezo en japonés.

— Y ese parque está en Japón o en China.

— Oh, sí si, en China. Es el parque Yuyuantan en Beijing, hay allí más de dos mil cerezos. Muy bonito, sí, muy bonito.

— Lo único que reconocí fue al Hombre del Tanque.

Él me miró sonriendo e interrogando. Torpemente señalé con el dedo la figura mundialmente conocida de aquel muchacho frente a cinco tanques con sus dos bolsas del supermercado.

— La Plaza de Tiananmen, el Hombre del Tanque. Repetí.

— Sí, sí. Cinco de junio de mil novecientos ochenta y nueve, lo recuerdo, estuve allí. Avanzaban sobre Cháng An Dà Jie rumbo a Tian’anmen. El día anterior murieron muchos de los míos.  Hizo una pausa,  se giró y agregó

— Es un gran contrasentido. Sabe usted lo  que significa Cháng An Dà Jie. Negué con la cabeza — Gran Avenida de la Paz Eterna… Los tanques avanzaban por la Gran Avenida de la Paz eterna hacia la Puerta de la Paz Celestial, Tian’anmen.  Dijo esto e hizo un gran silencio.

Aquel hombre había estado allí, este chino de mi barrio que me había protegido y me reconfortaba con el té que sostenía entre mis dos manos, había estado allí. Estaba profundamente impresionada, quizá por ese viejo prejuicio de creer que nadie que pueda haber protagonizado  una gran historia viva a la vuelta de casa. Aún así un respeto veraz se instaló en mi interior. No dije ni una palabra. Él miraba la foto, tomaba su té y volvía su  mirada a la nada. Entonces después de unos segundos me animé a preguntar

— ¿Ha dicho usted que estuvo allí?

— Sí. Era joven y esperanzado. Fueron tiempos difíciles que no olvido.

— ¿Conocía usted al Hombre del Tanque? ¿Sabe que fue de él?

— Oh, sí, Lim Liu.

— Qué cree que lo llevó a jugarse la vida así. Dicen que lo mataron.

Se volvió hasta mirar hacia la foto como si estuviera viendo una película.

— En realidad lo mataron el día anterior, el día que arrasaron a todos los que estaban en la plaza.

Hizo una larga pausa y siguió bebiendo su té. Yo no podía articular palabra, ya no me importaba la tormenta. Todo era tan intenso, el viento afuera no tenía ni la mitad de la potencia del silencio de aquel hombre. La suave música daba el marco perfecto para el recuerdo de aquellos acontecimientos que enlutaron China y preocuparon al mundo.  Estuve a punto de darle forma de pregunta a mi tonta suspicacia, pero al ver que iba a continuar hablando me callé

— Cuando un hombre ha perdido todo, es un oponente difícil de combatir en cualquier tipo de enfrentamiento. No es valor, es dolor, anestesia, falta de miedo. Eso tenía Lim Liu. Y no, no lo mataron. O como dijo  Jiang Zemin el secretario del Partido: “Creo que nunca se le mató. “

— ¿Y usted qué cree?

No contestó.  Como para romper aquella sordera y pensando que de alguna manera cambiaba de tema, le pregunté por la foto del hombre en el escritorio.

— Y este hombre es algún familiar suyo.

— Ese es Wang Weilin, el director del Instituto de Arqueología de Shaanxi. A él lo eligió el gobierno para que todos crean que Lim Liu sigue viviendo en China y  que es reconocido y tiene una vida de éxitos.

— Usted no cree que aquel valiente muchacho siga en China.

— No. A Lim Liu le mataron a sus amigos y a su novia el cuatro de junio, eran estudiantes de artes y habían ayudado a hacer La Diosa de la Democracia que presidía la manifestación, estaba instalada frente al retrato de Mao.  Finalmente la derribaron en la madrugada del cinco de junio. Ese día fue todo muy confuso, a empujones lo quitaron  de su enfrentamiento en los tanques, desapareció en medio de la multitud, unos lo escondieron en una celda  muy oscura donde había otros como él. Ni él ni ninguno de ellos sabían lo que ocurría, ni supieron cuánto tiempo o días estuvieron allí, solo sentían un movimiento constante y ruidos y voces que no podían ni distinguir ni identificar. El hambre y el hedor eran insoportables, creían estar en la antesala de la muerte. Lo cierto que cuando finalmente desde fuera abrieron aquella puerta y pudieron salir a pesar del dolor que la claridad les provocaba en los ojos y de los retortijones de estómago, se dieron cuenta, estaban todos en un contenedor, arriba de un barco carguero cuyo destino era lejos, muy lejos de China.

Habíamos terminado el té, la tormenta afuera no amainaba, pero de la manera que fuera debía regresar a casa y se lo comenté. Recogí todo, él plegó la mesa  y lo acompañé hasta la parte trasera del negocio,  mientras lavaba y ordenaba, sobre una de las repisas vi otra foto antigua de la bella mujer del traje negro, ahora con un lujoso vestido tradicional. Cuando vio que la observaba volvió a sonreír

— Mi madre. Dijo por toda explicación.

Se secó  las manos, dobló la toalla en cuatro, la puso en un pequeño contenedor al costado de la estantería y  me mostró la puerta por la que iba a dejar el local. No debí hacerlo, pero no pude evitar preguntarle

— Y usted, dónde cree que está ahora Lim Liu.

Me pareció ver que su cara sin arrugas un atisbo de  tristeza, pero rápidamente la sustituyó una amable y bella sonrisa.

— Creo que debe estar en algún lugar del mundo tratando de sobrevivir a los recuerdos.

Salí a la calle por la puerta de atrás, a la tormenta, con mi bolsa con martillo y clavos, igual que sale uno de un chino cualquiera.
Actividad 8 Escribir un relato Histórico FlemingLAB

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