Corría el año 1922 cuando me asignaron entrevistar a la viuda de Betances, Doña Simplicia Jimenez Carlos. Aunque no me hacía mucha gracia tener que perder una tarde de mi incipiente carrera como periodista escuchando los cuentos de una viejecita demente, decidí trasladarme al hotelito en la calle Fortaleza de San Juan en el que residía. Caminé por los rojos adoquines, contándolos uno a uno, sintiendo la brisa y el olor a salitre de la cercana bahía. Subí las escaleras hasta el tercer piso y toqué la puerta. Una joven me abrió y me acompañó hasta la salita en la que se encontraba Doña Simplicia. Me sentí transportado a otra época entre los muebles y la decoración melancólica y aburrida de aquella humilde estancia. La anciana me miró con cierta desconfianza, pero tan pronto me identifiqué extendió su mano arrugada y flaca, la que estreché devolviéndole mi mejor sonrisa.
Antes de ir a ver a la viuda, me encargué dar un vistazo a la vida de Ramón Emeterio Betances y Alacán, el prócer que dedicó su vida y tesoro a la causa de la independencia de Puerto Rico y Cuba. A grandes rasgos había escuchado algunos detalles de su vida que me llamaban la atención. Se había enamorado perdidamente de su sobrina, María del Carmen Henry —a quien apodaban «Lita»—, con quien iba a casarse luego de que el Sumo Pontífice les dispensara por la consanguineidad, pero ese amor nunca se consumó. Consiguieron la dispensa, pero la joven falleció poco antes de su casamiento por causa de la fiebre tifoidea que contrajo estando en una escuela en Francia. Él se la llevó para atenderla a un pueblo cerca de París, pero sus cuidados fueron en vano. A los trece días de enfermar murió un Viernes Santo. Betances arregló todo el funeral para regresar con sus restos a Puerto Rico. Contaban que pasaba todo el día en cementerio sembrando flores alrededor de su tumba. Se dejó crecer el pelo y la barba y vestía de negro con un sombrero de cuáquero. La imagen misma de un despojo humano. Fue en esos días que escribió una de sus obras más importantes —en francés, que dominaba perfectamente—, «La Vierge de Borinquen». Solo su deseo de ver a su patria libre lo sacó de su depresión.
El padre de Betances nació en la Española. Era un rico terrateniente y comerciante en Cabo Rojo, Puerto Rico. Se casó con una mujer de descendencia francesa que murió cuando Ramón Emeterio tenía nueve años. El niño fue educado por tutores en los primeros años de su vida, en la biblioteca que tenía su padre que era la más grande de la ciudad. Al morir la madre, decidió enviarlo a Toulouse, Francia a continuar sus estudios. Allí se hizo médico y cirujano. Cuando supo de un brote de cólera en el área oeste de la isla, el joven decidió regresar y se convirtió en el médico de los pobres. También era asiduo lector de Voltaire y Rousseau y estaba convencido de la igualdad de los hombres.
Tomé una silla y me senté cerca de Doña Simplicia. La habitación olía a una mezcla de linimento y alcoholado. Me preguntaba cómo iba a comenzar una conversación con esta mujer y pensé que podría empezar curioseando sobre la manera en que había conocido al prócer.
—Doña Simplicia —dije—, ¿cómo conoció a Betances?
Su cara se iluminó. Con una triste sonrisa se acomodó en la silla, echó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos, recordando.
—La primera vez que lo vi fue en la plaza de mi pueblo. Era una noche de retreta.[1] Betances ya gozaba de gran reconocimiento pues era muy activo en la política y sobre todo por su buen corazón. Oiga usted… pagaba por la libertad de los esclavos. Él y otros amigos de la Sociedad Abolicionista, esperaban en la entrada de la iglesia de Mayagüez a que fueran a bautizar a los niños y los compraban para liberarlos—respondió con notable admiración—. Eso le trajo problemas con el gobierno español por lo tuvo que irse al exilio.
—Hay muchos rumores sobre la relación suya con el prócer.
—Ah… Y muchas mentiras también —dijo sin molestarse.
Doña Simplicia tenía una voz muy suave, apenas audible. Sin embargo, noté que arrastraba las erres.
—Entonces cuénteme cuál es la verdad.
—Betances y yo nos casamos en Cuba en 1863 cuando yo tenía veintiún años y él treinta y cinco. Sé que se ha dicho que era su criada, que vivíamos amancebados, que como yo era fea y «hombruna» él me hizo el favor de darme su nombre, pero todo eso no son más que cuentos.
Cuando nos conocimos yo era una muchacha muy viva y simpática…coqueta también —dijo riendo—. Él enseguida dijo que iba a casarse conmigo. Y así fue. Viví con ese hombre treinta y cinco años de mi vida —explicó recalcando el tiempo que estuvo casada.
—¿Y cómo era su vida con él?
—Nunca aburrida, diría yo… —rememoró—. En el 1867 vivíamos en Santo Domingo, en una casa llena de todo tipo de personas de baja calaña. Allí me dedicaba a cuidar de ellos y a colaborar en lo que pudiera. Para entonces, Betances planificaba lo que se conoció más tarde como el Grito de Lares. Estaba haciendo un ejército, le habían prometido hombres y armas, pero las cosas no resultaron como él las planeó. Se suponía que iban a atacar el 29 de septiembre de 1868. Era fin de semana de fiesta por lo que se esperaba que los españoles estuvieran borrachos y entretenidos en otras cosas. Alguien comentó lo que se proponía hacer y lo escuchó un general español y apresaron a algunos hombres. Se corrió la voz y no dejaron salir de Santo Domingo a los que vendrían a apoyar en las revueltas. En Santo Tomás confiscaron el barco con las armas. Entonces los otros que estaban en la isla decidieron adelantar el ataque sin avisarle a mi marido. El 23 de septiembre atacaron a Lares y tomaron a los españoles que allí estaban y plantaron la bandera de la independencia de Puerto Rico en el altar mayor de la iglesia del pueblo. Al otro día los insurgentes decidieron continuar hacia otros pueblos, pero allí los esperaban y fueron arrestados.
—¿Piensa usted que el Grito de Lares fue un fracaso?
—No, no lo fue. Gracias a eso se adelantaron otras causas muy importantes.
—¿Cómo cuál?
—La abolición de la esclavitud, por ejemplo —dijo con convicción—. Pero como le iba contando, unos meses antes del Grito nos fuimos a Santo Tomás. Estando allí hubo un terremoto muy fuerte. Estábamos durmiendo cuando sentimos que todo se movía. Ni alcancé a vestirme. Salimos descalzos, él en camisa de mangas y yo en enaguas —se río avergonzada—. Apenas habíamos salido, cuando el techo del aposento se desplomó. La tierra se agrietaba y el mar subió tan alto como una montaña.
Betances me cuidaba mucho —continuó con cariño—. Cuando escribía, usted entenderá que él mantenía correspondencia con muchos de los rebeldes y los que le estaban ayudando con el ejército, siempre se refería a mí como S para que nadie me relacionara con las cosas que estaban sucediendo. Luego del 23 de septiembre las cosas se pusieron muy malas para nosotros. Me dejó en Santo Tomás mientras iba a Venezuela y cuando regresaba en abril del 1869, lo arrestaron y lo mantuvieron en una goleta por tres días. No se imagina usted mi angustia.
—Me la puedo imaginar… Desesperante —afirmé.
—Sí, así fue. Sus amigos me dijeron dónde estaba y me rogaron que me quedara tranquila en la casa. De allí lo trasbordaron al vapor «South America» y lo enviaron a Nueva York. Entretanto me quedé en Santa Cruz por un tiempo por razones de seguridad. Fue una separación muy dura. Pero él, estando lejos y en aquella pobreza, me hizo el mejor regalo del mundo. El 28 de julio, era mi cumpleaños y me escribió una carta hermosísima. Espere un momento, la tengo por aquí.
La anciana se levantó lentamente y caminó hacia una mesa, casi arrastrando los pies. En una de las gavetas buscó un cofre pequeño en el que vi guardaba varios documentos, estampas y recuerdos. Sacó la carta y la puso en mis manos. Con cuidado la abrí, temí romper el papel tan viejo y leí.
«He estado pensado en ti desde que llegué… Tengo tantos logros que cumplir, que el mejor de todos es sentir que te he conquistado… no hay poesía que describa mi amor…nunca seré nada sin ti. Prometo escribirte más. Felicidades en este día. New York 1869».[2]
Me quedé pensando en esa confesión tan absoluta del afecto que este hombre extraordinario le hacía a esta mujer y no pude evitar pensar en el amor que le tuvo a su sobrina muerta. Sé que fue un desacierto, pero no pude evitarlo.
—Doña Simplicia —, ¿considera que Betances le amó a usted más que a su sobrina «Lita»?
Es claro que la anciana no esperaba esa pregunta, apretó los labios por unos segundos y luego contestó con dignidad.
—Aquella pobre muchacha fue muy importante para él, sí… sobre todo porque la vio morir y además era su pariente.
Ya no dijo más. El silencio de las mujeres encierra muchas historias. Tan pronto hice la pregunta me arrepentí, pero ya era tarde. Pudo decirme tantas cosas. Después de todo la primera fue la virgen que nunca pudo tocar, un deseo malogrado. Esta que tenía yo de frente, fue la mujer a quien le hizo el amor, su confidente, quien lo siguió a todas partes sin importarle los riesgos. No había comparación posible. Creo que el morbo me ganó. Decidí continuar mi entrevista con más cuidado, considerando los sentimientos de esta viejecita que había estado contestando mis preguntas con tanta candidez.
—¿Cuánto tiempo estuvieron en Nueva York?
—Hasta el 1872 cuando nos fuimos a Francia. Betances era incansable. Siguió su lucha por la independencia de Cuba. ¿Sabías que José Martí le pidió que se encargara de recoger dinero para pagar por la revolución?
Asentí, para no interrumpir su pensamiento.
“Mi Betances luchó tanto por la independencia de Cuba. Soñaba con que tan pronto se lograra su independencia, le iban a ayudar a luchar por la de Puerto Rico. Pero no fue así…—suspiró—. Mi esposo ayudó a muchos jóvenes, incluso le pagó las carreras. En una ocasión teníamos once a la vez en la casa… ¿Se imagina el alboroto? —río con nostalgia—. A él le encantaba estar entre gente joven, con nuevas ideas. También adoptamos a Magdalena.[3] No tuvimos hijos propios, pero amábamos mucho a esa niña, como si fuera nuestra”.
—¿Cómo fueron los últimos años de su esposo?
—Se dedicó a la ciencia e hizo algunos escritos importantes sobre medicina. Siempre preguntaba si ya Puerto Rico había alcanzado la libertad. Cuando se enteró de la invasión de Estados Unidos ya no lo pudo soportar. Alguna vez dijo que daba lo mismo ser una colonia de España que de Estados Unidos. Su salud siguió deteriorándose, estábamos rodeados de enemigos políticos y ya estaba desencantado de todo. Solo el doctor Ventura lo acompañaba.
—¿Es el doctor Juan Bautista Ventura? ¿El mismo que la acompañó de vuelta a Puerto Rico?
—Sí, el mismo. ¿Sabes? Dicen que Betances murió abandonado en una casa en el campo. ¡Eso es mentira! Murió en una casa de salud y lo acompañaba el doctor Ventura todo el tiempo.
Hubo un largo silencio.
“Cuando llegaron los restos de Betances a Cabo Rojo, los recibieron como si fueran de un rey. A pesar de que en su testamento pidió que no hicieran un funeral con pompas, fue inevitable. La gente se tiró a la calle a despedirlo con el honor que merecía”.
La anciana comenzó a llorar. Supongo que era inmensa su soledad luego de haber vivido con un hombre como Betances por tanto tiempo. Decidí concluir mi entrevista. Me despedí agradeciendo por su tiempo y besando su mano. Ella sonrió haciendo las arrugas de su rostro más evidentes.
Cuando iba bajando las escaleras del tercer piso de aquel humilde hotel meditaba sobre la mujer que había acabado de conocer. Solo una persona muy grande pudo ser la compañera de un hombre tan complejo y soportar el peligro y la inestabilidad que su amor por él significaba. Me sentía afortunado de haber vivido aquellas dos horas con Doña Simplicia. No es lo mismo conocer la historia a través de los libros que de los labios de quién la vivió.
Un año después me enteré del triste final de Doña Simplicia. Algunos la acusaron de narcómana. Yo que la conocí no le daba crédito a quienes lo afirmaban. En todo caso —si era cierto—, estaba seguro de que algún dolor muy profundo habría ocasionado su adicción a los narcóticos: la soledad, el abandono, los años. Betances falleció el 16 de septiembre de 1898, dos meses después de la invasión, pero ella se quedó sola en un país extranjero por veintitrés años rodeada de enemigos. Estuvo obligada a pasar la Primera Guerra Mundial en Francia sin apoyo financiero. Aquellos a quienes Betances ayudó le dieron la espalda. Demasiado dolor, demasiadas lágrimas para un cuerpo tan frágil.
Algo cambió en mí el día que la conocí. La historia de Betances nunca será lo mismo sin ella. Descanse en paz Doña Simplicia Jimenez Carlos viuda de Betances.
Notas:
[1] Puerto Rico Ilustrado (1922). https://issuu.com/jalmeyda/docs/simplicia_jim__nez_vda_de_betances_
[2] «La otra mujer en la vida de Betances», Dr. Félix Ojeda Reyes (2013). Disponible en: http://minhpuertorico.org/index.php?option=com_content&view=article&id=2238:dr-felix-ojeda-
[3] Magdalena Caraguel, ahijada de la pareja a quien legó sus libros de Voltaire y Rousseau, «El último libertador de América», QuieroApuntes. http://www.quieroapuntes.com/ramon-emeterio-betances.html
5Comments
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Me ha encantado, ¡cuanta humanidad tan bien narrada! Se agradecen los enlaces.
Si, un relato muy equlibrao Saludos Juan
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