viernes, abril 19 2024

S.O.S. by Ana Centellas

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Todos los días lo mismo, la misma incertidumbre que me corroe el alma y me va consumiendo poco a poco, hasta que consiga terminar con este pobre saco de huesos en el que me he convertido. Desde que Dimitry se marchó de casa sin dar ni siquiera una explicación, quedé desamparada, sin ingresos, a cargo de mis dos pequeños que son los únicos que me mantienen con vida.

Mi titulación en mi situación da igual, no consigo un trabajo decente con el que poder mantenernos. He perdido la cuenta de las entrevistas de trabajo que he realizado, pero en todas me he encontrado con la misma respuesta. No. Un «no» que ni siquiera son capaces de decir a la cara, solo desaparecen sin dejar rastro ni contestan a tus desesperadas llamadas. Dejad de ser tan ruines y perded la cobardía. Asumid las consecuencias de vuestras decisiones. Admitid que no interesa contratar a una mujer que arrastra la carga de dos hijos pequeños que pueden enfermar con demasiada facilidad en las condiciones en las que vivimos.

Por ello es que me siento atrapada en la desesperación, en esta maldita incertidumbre, en la ansiedad que me genera el saber si cada nuevo día tendré algo que ofrecer a mis hijos para que llenen sus pequeños estómagos a la vuelta de la escuela.

Siento la imperiosa necesidad de salir de aquí, de huir lejos y buscar fortuna en otros lugares donde la vida sea más fácil. Pero es duro tomar una decisión así. Supondría romper con todo, con tus orígenes, desenraizar a tus hijos de la patria que les vio nacer, alejarles de sus amigos y emprender un viaje con destino incierto hacia algún país del que ni tan siquiera conoces su idioma.

Hace unos días, un vecino del barrio me habló de una persona que facilitaba la salida del país. Sales de aquí, ligera de equipaje, pero con contrato de trabajo en otro lugar, a cambio de una suma de dinero que para cualquiera de nosotros resultaría impagable. Sin embargo, hay una posibilidad que es la que hace que pueda, al menos, planteármelo. Esta persona corre a cargo de los gastos, convirtiéndolos en una especie de préstamo que podría pagar cómodamente mes a mes, dedicándole un porcentaje de mi futuro sueldo.

No sé qué hacer. Llevo días dándole vueltas a la idea. Quizá con el sueldo que reciba podría ir pagando el préstamo, vivir con modestia, a lo que estoy muchísimo más que acostumbrada, e ir ahorrando otra parte cada mes para llevar a mis niños conmigo. No suena mal, la verdad. Pero la gran disyuntiva a la que me enfrento es precisamente esa, la de separarme de mis hijos durante un tiempo indeterminado. Ni siquiera sé si sería capaz de partir dejándoles aquí. No poder ver sus caritas cada día, hablar con ellos, abrazarles… Porque no tendremos medios económicos, pero el amor nos sobra. Y el amor mueve montañas.

Las decisiones hay que tomarlas en frío y cuantas menos vueltas les des, mejor. No puedo continuar aquí, eso está claro. Y esta es la única solución que encuentro para poder garantizar a mis hijos una vida, humilde, pero sin carencias. Tengo que hacer de tripas corazón y buscar a alguien que pueda hacerse cargo de ellos mientras yo reúna el dinero suficiente para llevarlos conmigo.

Hace años que no hablo con mis padres, desde que me fui a vivir con Dimitry. Ellos nunca le aceptaron y ahora comprendo por qué. No sé cómo pude estar tan ciega. Pero en aquellos momentos estaba cegada por el amor a una persona que parecía maravillosa, era joven y rebelde, veía ante mí una fantástica vida de la que, sin duda, saldría victoriosa. ¡Qué equivocada estaba! La única salida que veo posible es tragarme mi orgullo y regresar, como la hija pródiga que soy, a pedirles el enorme favor de que se hagan cargo de mis hijos mientras esté fuera. Sé que pondrán pegas, pero les conozco demasiado y también sé que no podrán resistirse a vivir con sus nietos. Con ellos me aseguro de que no les faltará de nada en mi ausencia.

 

Me presento en el lugar indicado por aquel personaje en apariencia tan educado y amable. Somos muchas las mujeres que nos encontramos allí, a punto de montarnos en un autobús que nos cambiará la vida para siempre. Hace mucho frío esta mañana, el invierno está siendo muy duro y, aunque con una gran pena en mi corazón, me alegro por saber que mis hijos quedan en un lugar donde van a ser queridos y no pasarán frío ni hambre. Nos van llamando por nuestros nombres, apuntados en una lista, y de una en una vamos subiendo al autobús.

El viaje es largo, pesado y frío. Son muchas horas recluidas en este autobús, que realiza las paradas justas para proveerse de combustible para continuar su camino. Solo en esos momentos se nos permite bajar a hacer uso del baño. Nadie nos proporciona comida. Estoy aterida, hambrienta y asustada. Solo deseo que aquel autobús llegue de una vez al lugar al que sea que tenga que llegar. Ni siquiera nos han dicho cuál será nuestro destino. Cierro los ojos y pienso en mis hijos. Los visualizo felices, sentados al calor de la chimenea con una gran taza de chocolate caliente entre mis manos. De esta forma, con una leve sonrisa en el rostro, consigo quedarme dormida.

Cuando despierto, el autobús ya ha llegado a su destino. Estamos en un callejón húmedo y sombrío en cuyo final se vislumbra el frío puerto marítimo de Barcelona. Las personas que nos reciben no hablan como nosotras, no entiendo nada de lo que dicen. Lo único que logro comprender es que quieren que bajemos de una en una y vayamos entrando por una portezuela en una casa de varios pisos de altura. Somos guiadas a un salón, donde permanecemos en fila.

En mi inocencia, imagino que aquí es donde nos indicarán cuál va a ser nuestro empleo  a partir de ahora. Y, en cierto modo, es cierto. Hay un señor con cara de pocos amigos que nos va observando a todas, una a una. Se detiene ante mí, me levanta la barbilla, me gira la cara y continúa con la observación ocular después de deslizar su asquerosa mano por mi trasero en un gesto mucho más que obsceno. Aquí es donde empiezo a notar que algo no va bien.

Nos dividen en dos grupos, aunque no entiendo el porqué de tal diferenciación. Nos asignan a cada una de nosotras una habitación. Las habitaciones son pequeñas, sórdidas, repletas de humedad. Me quedo allí con mi pequeño petate, en el que guardo las escasas posesiones que he traído conmigo, sentada sobre la cama, encogida por el frío, intentando poner un orden lógico a todo lo que está pasando.

A los treinta minutos de mi llegada a la habitación, más o menos, el señor que nos ha recibido abajo entra con brusquedad, cerrando la puerta con un sonoro portazo a sus espaldas. Veo la lujuria en sus ojos, la maldad en el fondo de su mirada. Forcejeo con él todo lo que puedo, pero me es imposible impedir mi primera violación. Aquella misma noche ocurrieron otras varias, que he preferido borrar de mi memoria.

Llevo más de dos años trabajando en el club y la costumbre ha hecho que se convierta en algo rutinario sin mayor importancia. Ya no siento ni padezco. Acompaño a decenas de hombres a mi habitación a diario por un mísero sueldo que se queda íntegro el señor que organizó aquel préstamo con nuestro viaje. Calculo que han de pasar más de veinte años para que la deuda quede saldada y, aun así, siempre hay algún motivo, alguna falta de comportamiento, que se castiga aumentando la deuda en cantidades considerables. Creo que moriré aquí, si no por una neumonía por mi ligereza de ropa, por alguna enfermedad venérea que ni siquiera sé si ya habré contraído.

Mis hijos siguen en mi país. No he podido volver a verlos ni a hablar con ellos desde mi partida. Mi cuerpo está acostumbrado, pero mi corazón no se acostumbrará jamás. Por favor, sáquenme de aquí. Necesito salir de aquí. Necesito volver a mi país, aunque solo sea para que mis hijos vean a su madre antes de morir.

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