viernes, abril 19 2024

SOPLOS DE VIENTO Y CALMA by Adry Luis

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La noche vino desde el este con una llovizna irregular, pero insaciable; y ya los vecinos comenzaban a tener teorías sobre un mal augurio. Pero Luis y Ana eran buenos ignorando todo lo que atrajese desdichas, según él, era la única forma de evitarlas. Incluso, podía asegurar que aquella lluvia no era un castigo del cielo, sino lo contrario: la única bendición que podía hacer que prosperara su jardín. «En todo hay diferentes puntos de vista», decía a veces en voz baja para creérselo más; y no pecaba de ignorante. Ana terminó de hacer un jarro de té y lo llevó al recibidor, donde su marido seguía mirando el paisaje nocturno a través de una ventana de cristal. Desde que el cuerpo comenzó a darle pesares, el único bálsamo para su alma fue acudir a los recuerdos. Los dolores nunca se marcharon, pero en ese momento no le molestaban. También era un alivio el té de su mujer, el cual ceñía con gotas de limón para intensificar los buenos pensamientos. Ana aprendió a conocer a su marido tan bien como se concia a sí misma, y a quererlo incluso más. Y no eran pocos los que le decían: «Te has cazado con un viejo y ahora te cansaras de tu vida». Erraban. De lo único que ella no se arrepentía, era de haberse enamorado.

Sin decir una palabra se acercó. Puso un plato en los muslos inmóviles de Luis y encima la taza de té. El viejo la miró después del primer sorbo, y ella, por su parte, le besó la frente. Siempre era esa la forma en la que se despedía en las noches, cuando el cansancio empezaba a descender desde la curva de sus hombros hasta los pequeños pies de infanta. No obstante, él le frenó los impulsos diciéndole:

—Llévame al baño, quiero orinar.

Hacía ya muchos años que Luis Castro no tocaba la alfombra de su retrete. Al principio era trabajoso, luego se convirtió en algo imposible. En los primeros meses de lisiado acostumbraba a retener la orina para evitar tragedias, y la única salvación fue el orinal de acero que le consiguió su hijo. «Pongo el culo en un bloque de hielo y no siento nada», se quejaba a veces. Ana lo introdujo en el baño como le había propuesto, y sacó de la bañera el orinal que fue rechazado segundos después.

—¡Quiero mear como los hombres! —dijo de repente.

Ella quedó un tanto perpleja. «¿Cómo orinan los hombres?», se preguntó insegura. Devolvió el orinal a su respectivo puesto y le bajó los pantalones a su esposo. Apoyado a los hombros de la mujer hizo un esfuerzo extraordinario por quedar en firme. Ana lo colocó al frente del váter, sonrió de manera inocente, y Luis, aguantándose su flácido sexo, cerró los ojos. Pasaron varios segundos desde que pujó con ganas hasta soltar una gota adolorida.

—¿Siguen los dolores? —preguntó Ana tocándole con mesura.

Para intentarlo otra vez, imaginó un rio con cascadas rotas y pocetas azules; como le había enseñado su madre en los días difíciles. Al rato volvió el dolor y sintió como si se quemara por dentro. Seguía frente al inodoro luchando contra la ansiedad, y otra vez se rindió al cansancio cayendo en la silla. En aquel instante nada disfrazó el sabor convulso de las palabras. Luis sabía muy bien lo que estaba pasando, por lo que trató de no verse nervioso. Desanudó todas las contracciones de su cuerpo e hizo por sonreír.

—Se le puede ganar a todo, menos al tiempo —dijo abriendo los ojos—. Tráeme el orinal.

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