jueves, abril 25 2024

BIRDLAND by Lucas Corso

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Tenía frío en los pies, de modo que se despertó. Intentó recomponer las sabanas para taparlos pero le fue imposible no ya hacerlo, sino entender cómo era posible que parte de ellas estuviesen flotando por encima de él. La almohada también había decidido escaquearse de su lugar natural en la cama, quién sabe si para subir igualmente a los cielos. Abrió por tanto los ojos y miró a su alrededor intentando descifrar el enigma, descubriendo entonces que ni enigma ni nada, que lo que pasaba era que estaba en el suelo. Supuso que debió haberse caído en algún momento durante la noche, pues no recordaba haber decidido por sí mismo que aquél era un lugar mejor en el que continuar durmiendo.—Que te subas del duro a aquellas bajadas le falta pena. – farfulló. Y para él tuvo todo el sentido del mundo.

Se levantó, buscó las zapatillas y, después de enfundarse en el batín lila oscuro que estaba doblado sobre un silloncito, salió de la habitación chasqueando los dedos. Cruzó el pasillo al ritmo que marcaban sus chasquidos y entró en el salón. Este era un espacio amplio y acogedor, sin duda su lugar favorito de toda la casa. Ahí comía siempre y a menudo hasta dormía. También cantaba cuando el humor se lo permitía. Dos grandes ventanales separados entre sí por un piano de cola daban a un bonito balcón adornado con diferentes macetas que aún a estas alturas de diciembre lucían coloridas y repletas de flores. Su vecino sospechaba que eran de plástico, pero qué sabía ese; lo único que había tenido era un cactus y se le secó dos primaveras atrás. Además de una espaciosa y robusta mesa de madera con varias sillas dispuestas a su alrededor, un mullido y viejo sofá verde oliva y una especie de diván para cuando sentía que tenía que analizarse a sí mismo, el salón también contaba con dos cómodas butacas rojas frente a un televisor encorsetado en el único hueco que dejaba un conjunto de estanterías repletas de toda clase de objetos y libros. “Cachivaches”, decía el saxofonista que venía tarde sí y tarde no a ensayar con él. “Aquí no se tira nada”, replicaba él, y entonces comenzaban a tocar. También era habitual que se les uniera un señor que tocaba el contrabajo y que ciertamente sentía más aprecio por toda aquella colección de chismes, pues siempre se quedaba embobado observándolos y muchas veces perdía el ritmo, ralentizando o acelerando la canción que en aquel momento estuvieran tocando dependiendo de si lo que había atisbado por encima de su instrumento le provocaba simple curiosidad o un entusiasmo insólito. En realidad a ninguno le molestaban estos episodios de cambios de ritmo frenéticos; en ellos encontraban siempre algo nuevo en unas canciones que, para tres músicos jubilados como ellos con más de cincuenta años de experiencia, se sabían al dedillo. Hoy tocaba ensayo, así que en unas horas los tendría ahí.

Estaban preparando una serie de piezas para un concierto que pretendían realizar en una pequeña sala que comenzaba a despuntar dos manzanas más abajo. Público joven, pero también algunos de su quinta, con asientos reservados en las primeras mesas para que el ambiente no decayera en caso de que el jazz de los setenta no fuese del interés de los más principiantes.

Decidió por tanto que ejercitaría un poco sus dedos para dar lo mejor de sí aquella tarde, pero primero quería salir a comprarse un traje nuevo, a la moda, que sofocara las ansias de modernidad de la chavalería, no sin antes desayunar algo mientras veía las noticias. Sus desayunos consistían, mayormente, en la cena sobrante de la noche anterior acompañada con una taza de café amargo. Su mujer siempre le había dicho que con aquella y otras costumbres que no quería ni nombrar no llegaría nunca a viejo, pero resultó que la que no lo consiguió fue ella. Ya hacía muchos años, pero todavía parecía que la escuchaba recriminándole sus malos hábitos alimenticios cada mañana. Lo echaba de menos. Sobretodo a ella.

Encendió la televisión y pulsó un número al azar en el mando a distancia para así no tener la sensación de escoger conscientemente quién iba a engañarle con sus cuentos. En la pantalla apareció el tipo de las camisas extravagantes y el pelo canoso que siempre acababa sus intervenciones endureciendo el semblante. No le parecía que fuese de los peores, pero en su opinión se había pasado con la camisa que había escogido esa vez. Subió el volumen y entró en la cocina. Años atrás, un tabique separaba estas dos estancias, pero con el tiempo decidió hacerlo tirar abajo para disfrutar así de un espacio más grande. Además pasaba poco tiempo cocinando, por lo que teniendo ambas piezas juntas no sentía que estaba abandonando ninguna de ellas. Sacó del horno las sobras de la cena y encendió la máquina del café. A pesar del zumbido grave y ronco del aparato, pudo escuchar de fondo al tipo del informativo relatando lo que en apariencia debían ser los últimos movimientos de los diferentes partidos políticos antes de las elecciones. Sin embargo, aquella mañana aquel buen hombre no acababa de hacerse entender del todo bien, pues nada de lo que decía parecía tener ningún sentido.

—Ayer sí me tiré sin buena mano, eso es. – murmuró colocando una taza en la máquina. Y se sintió satisfecho con aquella apreciación.

Llevando una bandeja con el desayuno, se sentó en una de las butacas, la que estaba situada frente al piano y una de las ventanas, y subió un poco más el volumen para no perder detalle de lo que sin duda estaba siendo un momento histórico de la televisión moderna: aquel individuo, líder de audiencias y modelo a seguir para muchos, estaba destruyendo toda su reputación con cada tontería que iba dejando escapar por su boca. No había dios que entendiera nada de lo que estaba diciendo. ¿Estaría enfermo? ¿Enajenado? Siempre le había parecido un poco chiflado, pero no lo suficiente como para comenzar a desvariar de aquella manera. Teniendo en cuenta su indumentaria tan poco afortunada, todo tenía pinta de ser el resultado de un mal viaje. Droga, y de la mala. Con tanto dinero y yendo a pillar a los callejones. Él, en sus tiempos mozos y con menos cuartos, había tenido más clase. Le sorprendió que nadie allí con algo de autoridad propusiera cortar la emisión o dar paso a alguien con menos problemas de comunicación. Quizá todos estaban demasiado desconcertados como para tomar ninguna decisión coherente. O tal vez lo que realmente sucedía era que la autoridad allí era él, lo cual tampoco era descabellado; al fin y al cabo el programa llevaba su nombre. Sea como fuere, aquel tipo no parecía darse cuenta de nada y seguía con su impresionante verborrea. Y disfrutando de lo lindo, no se lo pierdan. Eso se podía notar en su mirada. Sin duda, en su mente estaba realizando el programa de su vida. Casi podría decirse que finalmente la intención de voto iba a depender de lo que él estaba diciendo. A nuestro hombre le divirtió pensar en cuál sería el resultado de las elecciones si el país decidiese dejarse convencer por lo que ahora estaba escuchando. Puede que no muy diferente de lo que había venido sucediendo en los últimos tiempos. Pero si algo sabemos de la vida los que ya llevamos unos añitos dando tumbos por ella es que todo puede ir a más. Cuando aquel tipo calló, dando paso así a una corresponsal situada en la plaza de un pueblo, y esta, micro en mano, comenzó a hablar, a Horacio, que así se llama el protagonista de esta historia que venimos relatándoles desde hace ya algunos párrafos, casi se le cayó la taza de la mano. Aquella mujer, como en una broma que sin duda debía tener su gracia para quien supiera de qué iba, comenzó a hablar exactamente igual que el individuo del plató. Las mismas expresiones fuera de lugar, las mismas frases sin sentido atropellándose unas a otras. Un parloteo a borbotones, descontrolado, como una estampida de palabras que se le vienen a uno encima y lo entierran sin saber siquiera qué es lo que querían decirle. Y Horacio que las escucha todas sin saber qué hacer con ellas ni cómo ordenarlas en su mente. Aquello era inaudito, era como ahogarse en la ignorancia, vean ustedes qué cosa más cruel.

—No queda querencia… – balbuceó.

Contrariado, cambió de canal. Y ahí fue cuando el alma se le cayó al suelo, justo a donde también había ido a para la taza con el café. Dos personajes estaban dándose palique el uno a la otra alrededor de una mesa con la misma manera disparatada de juntar palabras y dispararlas sin miramientos al mundo entero para que todos fuesen testigos de que sí, la locura largamente instalada en la televisión por fin se mostraba sin miramientos. Sin estar muy seguro de querer seguir paseándose por los demás canales, y no reparando en la mancha en el parqué que había causado su café, dejó caer el mando y se levantó para salir inmediatamente al balcón. Con el batín medio desabrochado y con cara de pocos amigos apareció en el exterior y observó la calle dos pisos por debajo suyo. Intentaba captar en las miradas de los demás, en sus expresiones y conversaciones, que ellos también habían visto lo mismo. Aquello era una noticia mundial: toda la farándula televisiva había decidido hablar un idioma tan suyo que nadie más lo podía entender. Era la prueba definitiva: si aún así continuaban en la cresta de la ola, aquello demostraría que eran imbatibles. Pero desde donde estaba no conseguía percibir nada; tan sólo gente paseando despreocupadamente de un lado a otro. El zarrapastroso de su vecino, que independientemente de la hora del día siempre parecía recién levantado de la cama, había salido al balcón seguramente a estudiar de qué clase de plástico podrían ser las flores de Horacio. Este reparó en él y de dos zancadas se colocó junto a su barandilla. Nunca lo había tenido en alta estima, pero consideró que incluso alguien con tan pocas luces como aquel individuo se habría dado cuenta de que algo fallaba en la mente y las lenguas de toda aquella gente.

—¡Forastero! ¿Me ha pasado desapercibida la radio aquella noche? – le espetó Horacio.

Atónito, el hombre no supo que responder a aquello, principalmente porque le pilló por sorpresa aquel repentino arrebato comunicativo de su vecino, alguien que nunca le había dado ni los buenos días. Por otro lado tampoco entendió nada de lo que le había dicho, aunque eso quizá se debiese a la poca costumbre a hablarse que había entre ellos y todavía debía estar cogiendo práctica. Sin embargo, lo de forastero le pareció que era pasarse. Con todas estas cavilaciones, que realmente transcurrieron más despacio de lo que ustedes han tardado en leerlas, Horacio se impacientó.

—¡Me callo! – le inquirió.

Esto último no ayudó mucho y bloqueó irremediablemente el cerebro del pobre tipo. Nuestro hombre, desesperado por no recibir como respuesta nada más que aquella eterna expresión de pasmo, se dio media vuelta y entró de nuevo en su apartamento. No mucho después salía por la puerta principal vestido y enfundado ahora en su abrigo negro. Con el cuello subido hasta las orejas y bajando los escalones de dos en dos a pesar del dolor y los crujidos en sus rodillas, iba refunfuñando algo que nos ahorraremos la molestia de intentar transcribir porque ni siquiera nosotros, que sabemos demasiado bien de qué va todo esto, sabemos qué fue. Pasó junto al portero deseándole que nada le viniera mal a él mismo y salió a la calle agradeciendo que el frío allá abajo fuese más indulgente que en su balcón.

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