miércoles, abril 24 2024

QUIERO CONOCERTE by Ana Centellas

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El pequeño pueblo donde vive el viejo Alfonso está localizado en lo más profundo del interior de La Mancha, allá donde Don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza lanzaban puyas al aire en contra de aquellos enormes monstruos que resultaron ser molinos de viento. Se pueden contar por decenas en los alrededores del pueblo. Antaño, todas las casas parecían estar en sintonía con ellos, mostrando unas fachadas blancas como la nieve. En los tiempos modernos muchos vecinos han introducido variaciones con ladrillo y piedra, dando como resultado  la pérdida de uniformidad en el pueblo. Pero el señor Alfonso sigue fiel a las tradiciones de la pequeña localidad. Su pequeña casita de dos plantas muestra siempre un blanco impoluto, que refleja los rayos de sol hasta casi dañar la vista del que la observa. Grandes rejas cubren las ventanas de todas ellas y la tranquilidad se respira en el ambiente, sazonado con dulces aromas a pan y a leña.

El señor Alfonso es un viejo esquivo y huraño desde que falleció su mujer, doña Elisa, hará ya cerca de diez años. Había sido maestra en el pueblo y muy querida por todos, de manera que Alfonso siempre había estado muy cerca de sus vecinos. Al fallecer esta, a Alfonso le faltó ese bastón que le resultaba imprescindible para relacionarse con la gente, más incluso que para caminar. Como resultado, hace años que no habla con nadie. Una señora lo atiende y se dedica a hacer las compras necesarias para la vida normal de Alfonso.

Él siempre sale de casa al anochecer, cuando ya no queda casi nadie por las calles en las frías noches de invierno. Aborrece el contacto con la gente y si, por casualidad, alguna persona se cruza en su camino, el viejo agacha la vista con la frente malhumorada y pasa de largo sin saludar siquiera. Esto ha hecho que ya casi nadie le salude cuando lo ve. Los mayores ya saben de su carácter difícil y los jóvenes no tienen ninguna intención de conocer a ese viejo agrio que apenas sale de su casa.

Yo lo conocí por casualidad. O el destino lo puso en mi camino, quizás, no sabría decirlo con exactitud. Aprobé mis oposiciones de magisterio y me asignaron como destino aquel pueblo perdido en mitad de la meseta. Al principio, casi me da un infarto.  Acostumbrado como estaba a la vida en la gran ciudad, tener que cambiar el chip de manera tan radical para ejercer mi profesión en una escuela rural, era lo peor que podía haberme pasado. Como es obvio, no me quedaba más remedio que aceptar la plaza, así que me instalé en el pueblo hace ya tres años, con la intención de salir de allí en el primer concurso de traslados que se celebrase. Sin embargo, sigo aquí. Este pueblo tiene algo que te cautiva, que se hace querer. Sus gentes, mis alumnos, Rocío, esa muchacha tan linda que me tiene el corazón enamorado y, por supuesto, Alfonso.

Como decía, quizá el destino lo quiso poner en mi camino, pues dio la casualidad de que la casa que había alquilado para mi estancia en el pueblo fue justo la de al lado de Alfonso. La mía no es blanca como la suya, pero tiene también grandes rejas en las ventanas y dos pisos de altura. Desde una de las habitaciones del piso superior, puedo ver al anciano cuando está en su patio, durante las mañanas de invierno y por las noches en verano. Cuando me instalé, hice un intento de acercamiento vecinal para presentarme y no quedar como un maleducado, pero el viejo arisco ni siquiera me abrió la puerta. Lo intenté por varias ocasiones, sin resultado alguno.

Desde entonces, mi llegada al pueblo dio un nuevo giro insospechado que jamás se me hubiese pasado por la mente que pudiera llegar a ocurrir. Una nueva ilusión nació en mí durante mis primeros días de estancia, y era la de llegar a conocer a fondo a mi peculiar vecino. Comencé a interesarme por él y a preguntar a toda persona con la que tenía contacto, en la pequeña tienda de ultramarinos, en el bar que hay cerca de casa, en la escuela e incluso al sacerdote de la iglesia. Creo que no me dejé ninguna persona de las que se encontraban en el pequeño círculo de conocidos que había ido granjeándome sin preguntar acerca del viejo Alfonso. Llegar a conocer al viejo llegó a suponer un auténtico reto para mí.

Adquirí el hábito de vigilarle a escondidas desde la ventana superior de mi casa, la que da a su patio. En invierno me era más difícil ya que, debido al frío, el viejo solo salía al patio durante las mañanas. Entonces me dedicaba a observarle los fines de semana. Luego salía solo por la noche. Siempre me he preguntado a dónde iría, porque imagino que a dar un paseo. Mientras ya ha comenzado a caer una helada. Había veces que me daban ganas de seguirle, pero eso habría sido demasiado descarado, si tenía en cuenta la escasa gente que había por las calles a aquellas horas. Seguro que me pillaba siguiéndole y entonces el viejo sí que desconfiaría de mí para siempre.

Durante el verano, en cambio, en la temporada de vacaciones escolares, yo sacrificaba las mías por quedarme a espiar a Alfonso. Sé que no suena muy bien, es más, suena fatal, pero esa era la realidad. Tal calado había tenido en mí desentrañar el misterio que rodeaba al viejo. Entonces sí, me apostillaba en la ventana y pasaba horas observándole. Parece increíble lo que se puede llegar a aprender de una persona solo con dedicarle la atención precisa. Descubrí, por ejemplo que es un adicto al café. De hecho, siempre estaba acompañado con un termo que lo mantenía caliente, y tomaba muchas, pero muchas tazas a lo largo del día. También descubrí que fuma a escondidas. ¿A escondidas de quién?, —me pregunto yo, ya que vive solo y no creo que se esconda de la propia señora que le compra el tabaco. Seguro que cuando vivía su esposa lo hacía así y, o bien se ha acostumbrado a esconderse para hacerlo, o bien quiere mantener vivo un hábito que lo una a ella. En su patio hay una frondosa higuera con un fuerte tronco, rodeada de matas de laurel que han crecido en forma de arbustos. Allí, bien escondido detrás del tronco de la higuera y agazapado entre los arbustos, el viejo Alfonso fuma sin percatarse de que el humo que sobresale por encima de las ramas le delata.

Otra de las cosas que descubrí de él, es que le gusta escribir. Puede pasar horas sentado a la mesa del patio, con un cuaderno de páginas en blanco, escribiendo. No sé, si será un diario, sus memorias o cartas de amor a su difunta esposa. No me preocupa, estoy seguro de que llegará el día en que lo averigüe. Además, tenemos ese punto en común, el de la escritura, así que ya sé por dónde me lo voy a ganar en cuanto tenga la más mínima oportunidad.

Ahora ha vuelto el invierno y, con él, la monotonía de los días cortos y las noches largas, de mis clases en la escuela, de los cafés con Rocío en lugar de las frescas cervezas que compartíamos en verano y, por supuesto, de solo poder dedicarme a elaborar mi estrategia de seguimiento durante los fines de semana.

Sin embargo, hace unos días descubrí una cosa nueva. Algo que se me había pasado por alto en los tres años que hace que llegué aquí. O puede ser que simplemente no haya coincidido con él en esos momentos. Hay una tarea, solo una, que Alfonso realiza por sí mismo: sacar a la calle la bombona de gas butano. Y es que aquí en el pueblo no tenemos la comodidad del gas natural que llega directamente hasta tu casa. Aquí, en invierno, la gente recurre a las chimeneas o a las estufas de leña, quien disponga de ellas, y si no, no queda más remedio que echar mano de las eternas estufas de gas butano. Son todo un peligro, ya lo sé, pero es eso o morir por congelación, os lo puedo asegurar. Yo no hubiese imaginado nunca que aquí, en La Mancha, pudiese llegar a hacer tanto frío en invierno (y tanto calor en verano, que todo hay que decirlo).

Pues bien, una vez que me percaté de que mi querido vecino solía sacar la bombona de gas butano todos los lunes a eso del mediodía, más o menos, y que el reparto se suele hacer entre las cinco y las seis de la tarde, comencé a realizar la misma rutina. Así, un lunes que acababa de llegar a casa desde la escuela observé que Alfonso aún no había sacado a la calle su bombona vacía de gas. Estuve atento y, cuando escuché que abría la puerta para sacarla, hice yo lo mismo con la mía.

Cuando le saludé ni siquiera me respondió. Dio la vuelta y volvió a introducirse en su casa, dejándome con la palabra en la boca. Anoté otra «virtud» a la lista de características del anciano: maleducado. Pero no iba yo a rendirme con tanta facilidad, después de todo el trabajo que había dedicado a la «investigación». Faltaría más. A la tarde, volví a la carga. Tuve la enorme suerte de que el señor butanero se entretuviese un rato hablando por teléfono, mientras que los dos nos encontrábamos a solas, en las puertas de nuestras respectivas casas.

Como quien no quiere la cosa, solté un comentario en apariencia inofensivo pero que mi intuición me decía que podía ser efectivo.

—Señor Alfonso, me he enterado de que a usted le gusta mucho escribir. ¿Es cierto? Porque yo también lo hago. Quizá algún día le gustara echar un vistazo a alguno de mis manuscritos para indicarme si necesitan alguna corrección. Siempre es importante la opinión de los grandes maestros, como usted.

Así, del tirón, lancé la pelota hacia su tejado. No sé qué ocurrió exactamente, qué palabra mágica pronuncié en aquel pequeño discurso, para nada improvisado, pero el señor Alfonso se me quedó mirando fijamente, con un brillo especial en la mirada. ¿Es posible que hubiese visto incluso lo que quería parecer una mueca de sonrisa? Al final, de nada sirvió, pues Alfonso, tras recoger su bombona nueva, se introdujo en su casa sin decir ni siquiera adiós. Yo, con gesto avergonzado, tuve que contarle al repartidor que me había equivocado, ya que mi bombona estaba prácticamente llena. Yo la utilizo para la cocina, para el calor prefiero los calefactores eléctricos, mucho más seguros. Y como cocinar, lo que se dice cocinar, cocino poco, pues el gas me dura mucho.

Este mismo mediodía de lunes, he procedido a realizar la misma operación. He salido a depositar mi bombona sobre la acera cuando he sentido que él lo hacía y, cuál habrá sido mi sorpresa, cuando escucho de su voz un saludo amortiguado en apenas un murmullo. Hace un rato que ha pasado el repartidor y yo he aprovechado para hacerle unas cuantas preguntas más acerca de la escritura. No me lo podía creer cuando, con un gesto de cabeza, me ha lanzado una clara invitación a entrar tras él. Yo vuelvo a decir al repartidor que la mía no la cambie, y procedo a internarme en la casa más secreta del pueblo.

¿Qué secretos guardará este anciano y por qué su comportamiento tan peculiar? Estoy a punto de averiguarlo.

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