
True Crime / Serie Negra / Barcelona
Era de imaginarse, el hedor a alcohol y la diáfana, pero insistente fetidez de la sangre, le hizo recordar los primeros años en que empezó a trabajar como policía. Entró a la habitación sabiendo que aquella vez iba a ser distinto. Nunca había estado trabajando en el mismo sitio dónde se divertía, quizás, le era inaceptable pensarlo; hasta hoy, que recordó mientrasmiraba a la víctima, que el mundo estaba plagado de dudas.
Pepón en realidad no era un detective de los que tanto se enorgullece Barcelona, sino, uno menos drástico, ligero, paciente. No por gusto, aquellos hombres de sobretodo y sombreros grises, tenían autos propios y mujeres exóticas. Cosas que no podía permitirse él, cuando lo que hacía como labor natural, era mucho más sencillo que lo que intentaban simular esos intolerables policías. No obstante, aquel jueves de invierno, olvidó todas esas banalidades agachándose al lado de su amigo: Álvaro Herrera, ya convertido en un inservible pedazo de carne. Estaba al costado derecho de la cama, la habitación totalmente a oscuras. Tuvieron que alumbrar con linternas para defenderse de la lobreguez. Pero ahí yacía, con la boca abierta supurándole alcohol, completamente desnudo, y los ojos azules ya eran grises, ese color con el cual se despiden todos.
Lo supo minutos antes de entrar, cuando su mujer le llamó dándole la noticia. A pesar de haberse hecho la idea, nunca pensó verle en aquel estado iracundo, como su mueren las almas tristes y perturbadas. Alvarito —como le decía cariñosamente—, no era un arma perturbada ni mucho menos. Mientras los oficiales y el conjunto abrían las ventanas para hacer las fotos más limpias, Pepón seguía ausente, agachado donde su amigo, pensando quizás en los disturbios que recibió aquel cuerpo antes de quedar así. Le tocó las piernas y el pecho, pero no distinguió ningún hueso roto. Por el olor y la fatiga, pensó en el ahogo, pero la sangre le señaló el terrible golpe en la cabeza. Se repuso para abrir las ventanas, y desvistió las cortinas desvelando un paisaje de picos dorados al final de la carretera.
—Empecemos —se escuchó la voz del oficial al mando.
Dos jóvenes entraron por la puerta agarrando un catre. Parecían nuevos reclutas, uno más lento que otro, por lo que alcanzó a ver Pepón. Le recordaron sus primeros días en la faena, cuando acostumbraba a hacer las cosas a base de gritos y empujones. No era fácil mirar a un muerto, la costumbre lo hacía menos doloroso, pero nunca más fácil. Desde su posición, podía sentir los débiles corazones núbiles, y aquella lasitud con que levantaron el cuerpo para depositarlo en el catre. «Con cuidado», susurró entonces, mientras se acercaba.
Llevaron a Álvaro a la ambulancia. El más joven de los dos se quedó organizando la camilla, mientras la muchacha, un tanto más ágil, volvió adentro no sin antes tomar la cámara de fotos. Pepón seguía investigando los detalles. El suelo sucio, todos los cuadros tumbados de las paredes. No había señal de lucha, pero algo raro tuvo que pasar para que su amigo quitara los lienzos. Álvaro amaba el arte, y la plástica le fascinaba de una forma enfermiza. Tanto, que le dedicó uno de sus cuadros a la puta que más amó en su juventud: Catalina Virpez, la portuguesa idealista que siempre pareció estar más loca que él. Eso recordaba el detective tomando notas de algunas peculiaridades más.
—¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó de repente.
—Ella —contestó la jovencita señalándole por la ventana.
Pepón dejó enseguida lo que estaba haciendo y fue hacia la carretera. Vio a la mujer volverse en silencio, con los cabellos castaños y los ojos tan intensos que dolían. «Catalina», pensó, percatándose de que era inmensamente bella. A pesar de los años y su inmensurable tortura, la mujer era similar a lo que su amigo le contó en las noches de póker.
—¿Es usted Catalina Virpez? —y la dama respondió afirmando con la cabeza. De un momento a otro fue sorprendido por un abrazo, sintió el tórrido pecho muy cerca del suyo y se apartó para evitar otras confusiones. Ella era una tormenta de hermosura.
—¿Fue usted la que le encontró? —hizo por fin la pregunta.
—Él me contó de usted, José. Dijo que me protegería.
La cabeza de éste se quedó en blanco unos segundos y miró a los alrededores apartándose de la carretera. Escuchar su nombre en esos labios remontó a otras dudas.
—¿Qué has hecho?
Esta vez las palabras fueron mordidas hasta convertirse en susurros.
—Nada —respondió Catalina con un océano en los ojos—. Estábamos compartiendo y entonces todo se quedó a oscuras. Mire —le enseñó el chichón tras la nuca—, y cuando me desperté lo vi tirado, desnudo y sin respirar.
«La dejaron inconsciente», pensó Pepón al oírla. Podría estar inventándose cosas, ya bastantes películas de 007 habían pasado por él para creerse aquella escena tan bien dibujada por la extranjera. Pero recordó su nombre, como un disparo de plata al final de la oración. Nunca se habían visto, Catalina Virpez era hasta la fecha: otra fantasía más de Alvarito en la promoción de su hombría. La nombró en las borracheras, los sueños, en las victorias al
monopolio; inventando teorías para sacarla a relucir. Pero todo eso se hizo realidad cuando Catalina, dibujada en carne y hueso ante Pepón, se mostró idéntica, como aquel borracho la describió hace más de 10 años.
—Tendrá que declarar con más detalles en la comisaría —soltó el detective al sentirse un tanto hipnotizado—, pero por ahora, quedase aquí, la atenderán enseguida.
La tarde desfiló ante el suceso. Huellas por ahí, sangre y ADN por allá, más preguntas para Catalina y unas cuantas teorías de Pepón. Así transcurrieron las horas, tejiendo dudas y brotando expectativas falsas. Así también llegó la noche, con el infortunio de que la extranjera resultó sospechosa y Pepón otro reo más de su sortilegio. Ya tendido en el sofá del despacho, dibujó las maneras de resorberlo todo. Colgó las fotos, hiló los puntos claves, y puso los nombres correspondientes. Catalina Virpez, era la primera en la lista. ¿Y cómo no serlo después de tantas casualidades? Ahí estaba su foto, intacta, de una belleza hiriente. Hipnotizando al detective que, desde el sofá, lanzaba sus ojos por encima del buró para ponerlos en ella. ¿Por qué? ¿Por qué era tan guapa aquella mujer? Entonces lo entendió.
Arrancó la foto de la pizarra y se puso la chaqueta. El pecho comenzó a inflársele y los oídos le sonaron de forma irregular. Así se reconocía un pálpito. Esas fuertes emociones que solos los policías entienden. Agitado, bajó las escaleras, y buscó rápidamente a la recepcionista. En menos de 20 minutos había organizado todo para volver al lugar del hecho. Llamó al más ágil de los dos becarios y quedó con ella en recogerle. El paseo por el centro de la ciudad se hizo mucho más interesante cuando de copiloto se montó Silvia, la pequeña fotógrafa. Se veía mucho menor con aquel
jersey de pana y el pantalón ajustado a la piel. Su carita reflejaba, a pesar de la hora, un entusiasmo iracundo.
—Perdona las prisas —soltó Pepón mientras aceleraba—, pero no lo hubiese hecho si no fuera tan urgente.
La joven depositó la mochila ante su cuerpo estrechando los muslos. Su superior podía ser un hombre serio, pero era muy tarde, había frío, y el rostro de Pepón no emitía mucha confianza a esas horas de la noche.
—No se preocupe —dijo.
Al detective le era muy difícil entablar una conversación. Empezaba a temblar tras las primeras palabras, y acto seguido enmudecía por completo. Si algo se le daba fatal, era mantener un ritmo interesante. Más ahora, cuando los años habían tomado su carisma como bastón y ya no era el joven mozo que cazaba venados a orillas del mundo. De eso se daba cuenta él mismo, mientras manejaba por toda la autopista hasta las afueras de Barcelona.
Tomó un poco de tiempo que la joven organizara sus cosas. Él esperó apoyado al carro, deliberando con sus demonios otras soluciones. Después de eso, ambos se metieron en la casa. Caminó con cuidado entre todas las pruebas, y cuando estuvo delante de los cuadros, usó los guantes de goma para agarrar uno.
—¿Cuál busca? —preguntó la muchacha.
—El de ella —respondió enseguida.
Al cabo de dos minutos, el detective sacó el retrato y lo puso ante él. Se levantó del suelo para mostrárselo a la becaria, quien le tomó unas fotografías irregulares después de que había hecho lo mismo con el resto de las cosas. Pepón sacó la foto de Catalina y volvió a mirar el retrato. Silvia dio unos pasos hacia atrás cuando escuchó decir a su superior—: ¡Hija de la gran puta!
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