jueves, abril 25 2024

CONFIANZA CIEGA by Lucas Corso

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Se abrochó el abrigo nada más cruzar el portal del edificio. La detective Nora B. reconocía aquel frío que de repente aparecía incluso en los lugares más cerrados; era el frío de la muerte. El inmueble, situado en el barrio barcelonés de Hostafrancs, era antiguo, algo pequeño pero elegante, con unas escaleras estrechas que subían rodeando un ascensor que a ella se le antojó una jaula donde muy probablemente antes había subido alguien que, con un poco de suerte y mucho trabajo, acabaría en otra de manera más permanente. Su compañero nunca mostraba ningún interés en particular por esta faceta del trabajo, la de encerrar a los malos; en su opinión, ya vivían encerrados en sus propias dudas, culpas si es que llegaban a conocerlas, o locuras. Él se contentaba con encontrarlos y saber los porqués, todo lo que viniera a partir de ahí le traía sin cuidado. Así era Maus, o como lo llamaban todos excepto ella, El Gato; aquél que había sobrevivido a tres puñaladas, un estrangulamiento, dos coches bomba, un divorcio y un tiro en la cabeza. Con este último todos dieron por hecho que perdería definitivamente su última vida, pero lo único que perdió con él fue la vista. Desde entonces, el viejo detective Maus sólo se había fiado de tres cosas: su olfato, su bastón y la audacia de Nora B. De ese modo, su índice de casos resueltos había continuado siendo el mejor, y ella se había ganado una llamativa reputación pese a su juventud.

Cruzó el pasillo del primer piso en dirección a la única puerta abierta. Se detuvo unos instantes en el umbral, escuchando los murmullos procedentes del interior. Entró entonces lentamente, observando la estancia con atención. Allí estaba Maus, sentado en una silla junto a una mesa camilla situada frente a la única ventana que había en aquella habitación. La pálida luz procedente del exterior apenas recortaba su frágil figura, dándole a Nora la impresión de estar mirando un espectro desvaneciéndose en las primeras horas de la mañana. Paseaba sus dedos sobre el tapete de ganchillo blanco como si de un piano se tratara, y no tardó en alzar levemente la cabeza en cuanto notó la presencia de su compañera. La invitó con la otra mano a acercarse hasta él, cosa que hizo en silencio para no interrumpir el trabajo del fotógrafo y el forense. Apoyó una mano sobre el hombro del hombre que una vez fue una tormenta eléctrica y que ahora no era más que nubarrones negros que ya no impresionaban a casi nadie. Sin embargo, Nora sabía que todavía estaba por desatarse la última tormenta, y que quizá con ella Maus se sumiera del todo en las tinieblas. Es decir, ¿cuántos envites puede aguantar un cuerpo humano? Sobretodo uno tan maltratado. Los más cercanos al viejo investigador que también sospechaban que algo así acabaría ocurriendo se preguntaban cuándo sería. A Nora, sin embargo, lo único que la inquietaba era saber si aquello acabaría arrastrándola a ella también hacia la oscuridad. Afuera ya había empezado a llover. La mano de Maus se detuvo entonces al filo de la mesa.

  • Dime qué ves, Nora. – murmuró. Y ella miró.

En el centro de la estancia, sobre una alfombra redonda a los pies de una cama grande, estaba el cuerpo sin vida de una anciana. Debido a su posición, no parecía que se hubiese caído durante la noche, más bien era como si hubiera decidido ella misma estirarse allí. No había señales de violencia en piernas ni brazos, y tampoco pudo intuir nada anormal por debajo del camisón, perfectamente colocado y sin más arrugas que las naturales en una prenda que se utiliza para dormir. Los problemas comenzaban de hombros para arriba: una profunda incisión en el cuello y severos cortes en labios y barbilla. Los ojos abiertos, sin vida, miraban sin ver hacia las puertas de un armario ropero que a su vez hacían de espejos, y Nora se preguntó si lo último que vio aquella mujer fue su propia mirada de horror.

  • Puede que para entonces ni siquiera fuese consciente de lo que veía. – señaló Maus. Nora lo observó.
  • – Los compañeros ya me han descrito bien la escena y la posición del cuerpo. Es como si prácticamente lo estuviese mirando yo mismo. No quiero que tú me describas nada, quiero que me digas qué ves.

Nora miró de nuevo. El fotógrafo se había apartado mientras cambiaba el objetivo de la cámara, y el forense tomaba notas a un lado de la cama. La joven dio unos pasos hacia el cadáver de la mujer, los suficientes como para distinguir con nitidez los cortes en su cara, y se acuclilló junto a ella. Observó su cuerpo, la posición cómoda y natural del mismo. Era como si no se hubiese opuesto, como si no hubiese ofrecido resistencia. Y entonces volvió a centrar su atención en los ojos, en aquella mirada vacía que ahora, desde donde estaba, veía reflejada en las lunas del armario. Y lo vio. Un cuadro. Dos casas. Una nueva, la otra medio derruida. Y sin embargo la una junto a la otra en el mismo lienzo sobre la cama. Nora se incorporó y, acercándose casi de puntillas, observó el dibujo. Dos viviendas bajo un cielo gris separadas por un muro de piedra negruzca y a las que se accedía mediante sendos portones de metal. Diseñadas y construidas para ser iguales, pero sólo una de ellas manteniéndose en pie. Y no obstante, y esto fue una apreciación personal, guardando los dos secretos terribles. A Nora se le erizó el vello en los brazos. ¿Por qué alguien habría esperado a la caída de una de las casas para realizar aquel dibujo? Por alguna extraña razón, sintió que aquel era el hilo del que debían comenzar a tirar. Y aunque aquella conclusión se le antojó poco menos que disparatada, la sensación de seguridad que la acompañó le resultó familiar. Se giró, y vio que Maus sonreía.

  • Parece que estamos en marcha. – dijo.

Pocos minutos después, el ruido del bastón de Maus tanteando la acera en la calle se confundía con el repiqueteo de la lluvia sobre el paraguas que sostenía Nora. El detective tenía la mano libre apoyada sobre el hombro de su compañera con cierto afecto, como agradeciendo el gesto de ser guiado. Podría pensarse que siendo este un hombre con grandes logros a sus espaldas, y habiendo sufrido tanto como lo había hecho, el orgullo, la soberbia o el más puro resentimiento podrían haberle agriado el carácter. Pero había sido más bien al contrario. Maus parecía un tipo satisfecho con lo que tenía, y nunca guardaba ninguna mala palabra para nadie. Se mostraba siempre afectuoso con sus compañeros, en especial con Nora, hacia la que sin duda sentía una especial estima. Para él, la edad nunca había sido impedimento alguno para considerarla una igual, y había procurado que ella lo supiera desde el primer momento. Aquello había ayudado a que la joven, aún considerándolo una leyenda, nunca sintiera ningún tipo de presión al trabajar codo con codo con él. Y con aquella confianza mutua habían funcionado como un reloj desde el principio. Sin embargo, y pese a esa creciente intimidad entre los dos, había algo más que tenían en común pero que ignoraban: el miedo. Ocasionado en Maus por la inminente sensación de final y lo que ello pudiera causar a su alrededor, y en ella por las constantes pesadillas a través de las cuales también se vislumbraba una especie de colofón mezclado con recuerdos de tiempos pasados que no siempre fueron mejores.

Aquella noche Nora B. soñó con la anciana asesinada en el piso de Hostafrancs. Soñó con aquellos ojos que de repente la miraban, y con aquella boca deshecha y roja que, moviéndose dolorosamente, le decía que ella sería la siguiente. Maus, solo en su apartamento, no pegó ojo en toda la noche.

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