jueves, abril 25 2024

Golazo by Verónica Boletta

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—¡Salazar! ¡Salazaaaar! —La última vocal se alarga en el grito que baja de la tribuna. La hinchada toma aliento y al unísono repite: —¡Salazar! ¡Salazaaaar!

Suena el vitoreo como una demanda. González, notable jugador de la década del sesenta, un defensor aguerrido de ésos que no dejaban pasar a ningún atacante es el director técnico del equipo. Mira con asombro la tribuna. «¡Mierda! Como si no supieran que se está recuperando de una lesión. Es así ¾rezonga en voz baja¾ de repente estás en la cima y al día siguiente, en la lona.» Mira hacia el banco y ordena:

—¡Dale, Salazar! No te hagas rogar. Tú público te llama. Andá a calentar

El Chueco, nadie recuerda el nombre de Salazar por falta de uso y se levanta de un salto. Olvida el tirón en el muslo izquierdo, el habilidoso, apenas recuperado. En menos que canta un gallo, obediente, comienza a hacer piques, estiramientos, una batería de ejercicios para deleite de la tribuna local. Lo vigila de cerca El Pardo, el preparador físico del cuadro.

Cada carrera lo acerca más y más al sector de la valla contraria. Se va encariñando con la red. Imagina el pelotazo y el gol.

Entre el sueño y Salazar, Navarro es el bellaco, quien pincha el globo y se interpone con la meta. Bien mirado, ésa es su función, después de todo. Sólo es el arquero del equipo contrario. Tiene las mejillas caídas, el rostro cuadrado, unos ojos chiquitos, entornados a menudo. En conjunto, su aspecto recuerda a un bulldog francés. Su cuerpo fornido se parece al del can. Pero sus ojos… ¡ay!… sus ojos son dos brasas que arden de odio.

Salazar, con sus piques cortos, al descuido, avanza tras la línea de fondo. Bravo, el pichoncito de 9 de su equipo a quien reemplazará, manda la pelota tras la línea, lejos del arco. Navarro y el Chueco cruzan miradas, midiéndose.

—¡Por la espalda no, pelotudo!

—Vení de frente si sos macho.

El diálogo queda entre ellos dos, apagado por el gentío.

Cuando el línea autoriza el ingreso del 11 por el 9, está enojado como un toro frente a un trapo rojo. Una vez, hace tantos años que no recuerda, fueron amigos. Un problema de faldas los separó. El «problema» se llama Sofía. Jugó con ambos. Primero Salazar, después Navarro y ahora el 10 de la Selección Mayor. El Chueco sabe con esa clase de conocimiento proveniente de las fibras, de las vísceras, que librarse de ella fue una bendición. Lo que no perdona es la deslealtad del amigo, su falta de códigos.

En su primera intervención roba la pelota. Gambetea. La lleva atada. Esquiva a uno, dos, tres defensores. Está inspirado. Entre la portería y él se alza Navarro. Sale bajo los tres palos dispuesto a barrerlo, a meter pierna dura.

Salazar adivina la intención y salta mientras patea fuerte, con los ojos cerrados. Sabe que le dio de puntín, con la sensibilidad de los goleadores. «Con suerte lo castré de por vida. Le di en las pelotas, por mal nacido.» Nueve cuerpos caen sobre él, palmeándolo.

Hizo doblete. El impulso empujó el esférico al fondo del arco. ¡G-O-L! Festeja el tanto más importante del año.

 

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