viernes, abril 19 2024

San Juan, 1980 by Mel Gómez

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Conocí a Úrsula en la fila de la universidad. Era nuestro primer año y nos ganaba la emoción haber sido aceptadas en la Escuela de Comunicaciones. Para entonces no teníamos computador personal, ni las matrículas en línea de las que gozan los estudiantes hoy día. El proceso era más complicado y agobiante. Ibas de facultad en facultad haciendo el programa de clases con las que aún quedaban disponibles, montando un Frankenstein que funcionara con los cursos que necesitabas para graduarte —con suerte— en cuatro años.  Era tan larga la línea que nos dio tiempo para contarnos la vida entera. Aunque a los diecisiete años la vida no era tan larga, claro. Sin embargo, a ella le había dado muy fuerte. Éramos muy diferentes, nuestro entorno, las experiencias vividas, pero había algo en ella que de inmediato me atrajo para siempre.

Úrsula tenía una gran tristeza en los ojos. Sus rizos rojizos que le caían hasta media espalda embellecían aquel rostro de niña abandonada. La ropa le quedaba muy suelta como si hubiera perdido mucho peso recientemente. Me contó que se había enamorado a los quince años de un hombre mucho mayor. Que este la seducía y la llevaba a hoteles baratos que olían a desinfectante, en los que las sábanas ya traslúcidas por el uso continuo, arropaban las falsas promesas de amor de aquel malnacido que la embarazó estando casado. Por supuesto que ella no sabía que lo estaba. No era la primera vez que el sinvergüenza engañaba a una mujer, a ella ya le había mostrado un acta de divorcio de la que fuera su primera esposa. La pobre Úrsula creyó toda la mentira de que era libre y se entregó a él sin pensarlo, aunque en aquella época todavía la virginidad era importante, no serlo era un estigma tan espantoso tanto como si tuvieras un tatuaje de una serpiente en pleno rostro.

Cuando Úrsula supo que estaba embarazada, le pidió al maldito que respondiera. Él era un cobarde y le dijo que podían resolver «el problemita» de otra manera. Ella en su inocencia se atrevió a preguntar como podían resolverlo.

—¡Un aborto! ¿Cómo puedes pedirme algo así? —preguntó con dolor —Dijiste que me amabas…

—Y sí te amo, pero si no se enteran en tu casa será mejor… ¿No crees?

Ella no lo pensó dos veces, se enfrentó a él, lo amenazó con llevarlo a la corte y le dijo que no quería deshacerse del niño. Esa noche no regresó a su casa. Él la llevó a la casa de su hermana quien se quedó azorada cuando los vio llegar.

—¿Pero tu estás loco? —le preguntó llevándolo aparte.

—Amelia, por favor, ayúdame —respondió—. Tengo un lío muy gordo.

—¡Es que es una niña! ¡Te van a meter preso!

—Ni lo digas… Voy a tener que casarme con ella.

—¿No me digas que está preñada?

El silencio del hermano lo dijo todo. Enfurecida la mujer arregló una cama para que la Úrsula descansara.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

—No… —contestó echándose a llorar.

Amelia abrazó a la niña con lástima. Sabía perfectamente lo que le traería el porvenir: maledicencia, deshonra y los golpes de su hermano.  Ya había pasado esto antes y sentía como si colaborara con él arruinando la vida de jovencitas.

—Mañana temprano llevas a esta niña a su casa y das la cara —ordenó al sinvergüenza—. Hablas con sus padres y te disculpas por la noche que les has hecho pasar y les dices que te vas a casar con ella de inmediato.

 

Los padres de Úrsula estuvieron buscándola en los lugares que ella frecuentaba y llamando a sus amigas infructuosamente. No había teléfonos móviles, ni localizadores de personas en aquella época. La madre estuvo toda la noche llorando, pensando lo peor. El padre fue hasta la delegación para reportarla perdida, pero como no habían pasado veinticuatro horas desde la última vez que la vio no tomaron la denuncia.

—¿No se habrá ido con el novio? —preguntó el oficial socarrón.

—¿Cómo iba a irse con el novio, si ni siquiera tiene? —contestó el padre furioso—. ¡Es una niña —le dijo.

—Bueno, caballero… No se moleste. A veces pasa que las niñas se van con los novios.

—Ya le he dicho que no tiene novio —recalcó furioso, aunque en el fondo sabía que era una posibilidad.

Cuando se fue el guardia le comentó al compañero que este era un caso de los que se resolvían solos en la intimidad del hogar.

—Los padres ni saben lo que los hijos hacen…

El padre de Úrsula lloró desconsolado hasta llegar a la casa. Todavía en el auto se enjugó las lágrimas para que su esposa no lo viera tan acongojado. Cuando entró se encontró a la esposa sentada en una butaca pensativa.

—¿Te acuerdas cuando nos casamos a escondidas? —le preguntó.

—Sí, lo recuerdo muy bien.

—La historia se repite.

—Eso parece… ¡Pero si la niña no tiene novio!

—Que no lo sepamos no quiere decir que no lo tiene.

—Es cierto —dijo abrazando a su mujer.

 

Por la mañana Úrsula llegó a su casa. Sus padres la esperaban sentados en el sofá. No habían dormido un segundo. Parecía como si hubieran envejecido de pronto. El padre se levantó y la abrazó.

—¿Estás bien, hija? —preguntó—. ¿Qué te ha pasado?

—Papá, estoy embarazada.

Se escuchó el gemido de la madre y el padre la abrazó con más fuerza.

—¿Quién ha sido?

—Tengo novio, papá —contestó asustada—. Está ahí afuera y quiere hablar con ustedes.

—Bueno, creo que han hecho las cosas al revés, pero dile que entre.

El hombre entró a la casa con su cara burlona. No sabía estar entre gente decente. Los padres se sorprendieron de que era ya mayor para Úrsula. La madre le ofreció un café y como quien se lo merece todo le pidió que le trajera uno y si tenía con qué acompañarlo, mejor. No había desayunado todavía, dijo. La mujer suspiró molesta y se fue a la cocina a prepararle el desayuno a su futuro yerno. El padre anunció que tenían que hablar.

—Soy todo oídos —dijo arreglándose el bigote, echándose hacia atrás en la butaca y cruzando una pierna sobre la otra.

—Supongo que después de lo que ha pasado usted piensa casarse con mi hija.

—Sí, claro. No tengo más remedio.

—Si no estuviera poniendo los ojos en criaturas como mi hija, sí tendría remedio, ¿no cree? —reclamó el padre conteniendo las ganas de partirle la cara a aquel asalta cunas.

—Claro, claro… ¿Ya está el desayuno?

La madre sirvió el desayuno y mientras estaba feliz comiendo de repente soltó:

—Solo hay un pequeño inconveniente. Todavía estoy tramitando mi divorcio y se tarda un poco.

—¿Qué? —gritó Úrsula—. ¿No me mostraste tus papeles de divorcio?

—Ah, no, mi amor. Esos eran los de mi primera esposa. Tengo que divorciarme de la segunda para poder casarme contigo.

Úrsula se levantó de la mesa y corrió hacia su cuarto. La madre fue tras ella.

—Mire, caballero… —dijo el padre—. Mejor es que se vaya ahora mismo o le rompo…

—No es necesario que se ponga así, estoy dispuesto a casarme con su hija.

—¡Usted es un charlatán!

—Tampoco me insulte —reclamó tomando un pedazo de pan con mantequilla —. Para el camino —dijo guiñando un ojo a padre de Úrsula quien lo corrió hasta que subió al coche.

Después que se compuso, fue al cuarto de su hija.

—¿De verdad quieres casarte con ese payaso, hija?

—Es que estoy embarazada…

—Si es por eso, no tienes que hacerlo —dijo dulcemente—. Yo cuidaré de ti y tu hijo.

—Perdóname, papito.

Así terminó la historia del primer amor de Úrsula. El hombre nunca se hizo cargo del niño, solo por obligación le dio el apellido. Igual les daba a los padres. Era mejor mantener a ese hombre lejos de su hija y sobre todo del niño, no fuera a aprender sus formas. No escapó mi amiga —por supuesto— de las miradas insultantes de la gente, ni de que algunas que creía sus amigas la abandonaran, pero sus padres insistieron en que terminara la escuela y se registrara en la universidad. Ahora ella tenía una razón muy poderosa para luchar, insistieron. En este punto se cruzaron nuestras vidas.

Hacía poco yo había comenzado una relación con un compañero del colegio luego de haber sufrido mi primer desengaño amoroso, que en pocas palabras se resume en que ante mi negativa de darle «la muestra de amor», la buscó en otra que se embarazó y tuvo que casarse.

Sebastián, mi nuevo novio y yo entramos a distintas universidades, pero como vivíamos en un pueblo retirado de la ciudad, rentamos un apartamento en el área metropolitana que compartíamos con Eloísa, Brenda y Felipe. En esos días había perdido mi virginidad y estaba asustada de que Seba no me cumpliera. De todo esto y más hablamos en aquella interminable fila. Tomamos todas las clases juntas y luego fuimos al apartamento donde les presenté al grupo.

Úrsula tenía ganas de vivir, de hacer las mismas cosas que hacían las chicas de su edad. Desde su embarazo hasta que llegó a la universidad, su vida había estado bajo el ojo protector de sus padres. Y el temor de que la volvieran a herir les había convertido en sus carceleros. Cuando ella vio la libertad en la que vivíamos quiso ser parte. Ellos se opusieron a nuestra amistad, ¿dónde se había visto que chicas y chicos vivieran solos en un apartamento? Una noche llegó —niño en brazos— después de una riña mayúscula con sus padres. Y la recibimos como parte de «la ganga» y al Manolito como nuestra mascota.

Úrsula empezó a vivir como lo que era, una jovencita. Todos nos hacíamos cargo del Manolito, ella iba a la universidad y alguno de nosotros lo cuidaba. Salíamos los fines de semana a hacer turismo interno, éramos un grupo muy diferente. Ella era vivaz, enérgica y muy inteligente. Le gustaba la fiesta y el baile, pero era muy responsable con sus estudios. Lo único que entristecía a nuestra amiga era que ningún chico la tomara en serio. Pensaban que como ya tenía un hijo era fácil llevarla a la cama y luego botarla. De eso ya sabía y no estaba interesada. Soñaba con encontrar un hombre que la quisiera a ella tanto como a su hijo.  Primero pensó en esconder al niño. Creyó que, si el hombre se enamoraba de ella primero, luego amaría a su hijo, pero tampoco funcionó.

 

Una tarde en la que conducía hacia el apartamento después de ver a sus padres, se le reventó un neumático. Manolito iba sentado en la parte trasera y se golpeó la nariz. Úrsula salió del auto desesperada al ver al niño sangrando. Abrió la puerta y lo sacó en brazos. En ese momento una camioneta se detuvo y un hombre se bajó corriendo hacia ellos.

—¿Está bien el niño? —preguntó.

—Pues no sé —respondió—. Le está saliendo mucha sangre por la nariz.

—Cierre el auto, yo la llevo al hospital.

Úrsula dudó por un instante, pero al ver que Manolito lloraba sin consuelo se decidió. Se sentó con el niño recostando en su falda en el asiento de atrás. Iba consolándolo mientras el hombre la observaba por es espejo retrovisor.

—El Hospital del Centro es el más cercano —dijo para romper el hielo.

—Sí, está bien —respondió—. Puede dejarme allí.

—No tengo nada que hacer. Puedo quedarme con usted y llevarla a donde desee cuando den de alta al niño. Soy mecánico y si quiere mañana podemos ir a buscar el auto.

Ella se quedó en silencio. Pensaba que este era como todos los demás que solo quería llevársela a la cama.

—No se preocupe —dijo—. Veré que hago.

Llegaron a sala de urgencias y ella insistió en que la dejara. Él ignoró su petición, aparcó la camioneta y se dirigió a la sala. Allí estuvo esperando por horas, sin desesperarse. Salió un momento para traer café a la madre y un juguete al niño. Úrsula por primera vez lo miró a los ojos y hasta le pareció guapo.

—Gracias —dijo esbozando una sonrisa —. Perdone, no nos hemos presentado.

—No se disculpe. Su hijo era más importante que las presentaciones, lo entiendo.

—Gracias por entender. Me llamo Úrsula —dijo extendiendo su mano.

—Soy Adrián —respondió tomándola con seguridad.

Atendieron a Manolito y le dieron un referido para que al día siguiente temprano lo llevaran al especialista.

—La llevaré a su casa y en la mañana vendré para llevarla al especialista.

—¿No es mucha molestia? —preguntó rendida.

—No lo es.

La dejó en el edificio y le dio su número de teléfono para cuando estuviera lista. Cuando llegó sus compañeros estaban preocupados porque no sabían de ella, pero cuando les contó, todos bromeaban sobre el mecánico. Ella se dio un baño y se acostó un rato, pero no durmió pensando en lo pasado en las últimas horas. Sonreía recordando a Adrián y se durmió pensando en él.

A la mañana se levantó temprano y lo llamó. Él le dijo que en unos veinte minutos los recogería y puntual estuvo.

—Buenos días, Manolito —saludó primero al niño—. ¿Cómo está tu mamá?

—Bien —respondió la voz infantil.

—Pues vamos a ver al doctor para que te cure.

La sonrisa del niño pareció aceptar. Llegaron al consultorio y se sentaron a esperar. Estuvieron un rato conversando y entonces ella supo que Adrián era hijo de madre soltera y que se detuvo a ayudarla porque sabía muy bien lo difícil que era para una mujer criar sola.

—Manuel —llamó la enfermera—. Los papás pueden pasar.

Adrián y Úrsula se confundieron y rieron nerviosos.

—Ella va a entrar —dijo él.

Cuando salió Úrsula le dijo que todo estaba bien. Que había sido un gran susto por la cantidad de sangre que Manolito había perdido. Salieron sonrientes, Adrián con el niño en brazos.

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