
El sonido de los monitores y el insistente burbujeo del respirador se fundieron con el frenético ir y venir de los médicos, con las instrucciones urgentes, con la tensión. Miraba de frente, pero no veía lo que estaba sucediendo. Además, ya no importaba.
Lo recordaba jugando en el jardín. Casi siempre sólo, casi siempre sonriente, con su caballo de madera, con sus imaginarios amigos.
—Mamá, por qué yo no puedo ir al río, por qué no puedo subir a la montaña con los otros, por qué mi pecho no me deja.
Se le vinieron a la memoria las noches leyendo y releyendo acerca de la enfermedad.
Incurable. Incurable y mortal.
“Fibrosis quística”. Nunca había escuchado esas palabras, pero pronto comprendió que le habían atrapado como la hiena hambrienta atrapa su víctima; que nunca le dejarían escapar.
Pero no. Su hijo sí podría con ella.
Recordó las crisis iniciales, las noches en el hospital. Recordó la rabia y la impotencia. Y, sobre todo, cómo la tristeza se clavaba por primera vez en su sonrisa.
—No hijo, tú no puedes ir al río, tú no puedes subir a la montaña con los otros. Ya verás que podrás enseguida, cuando te cures. Pero no ahora. Quizá mañana.
Y él cogía su caballo de madera y se iba a jugar al jardín con sus imaginarios amigos. Y soñaba con el río. Y se imaginaba en lo alto de la montaña, riendo feliz con la respiración aún agitada por la subida.
Incurable. Incurable y mortal. ¡Maldita enfermedad!
Se le vino a la cabeza la primera vez que lo sintió nervioso al hablar de su compañera de clase, siendo ya adolescente. Ella tenía los ojos claros, las manos blancas y suaves, la sonrisa alegre.
Y se acordó de cómo, casi sin darse cuenta, las crisis se hicieron cotidianas. De la odiosa botella de oxígeno. De las vías como serpientes mordiendo sus brazos. De las esperanzas rotas. De cómo la tristeza, poco a poco, había nublado su sonrisa.
—Mamá, por qué yo no puedo ir al río, por qué no puedo subir a la montaña con ella.
—No te preocupes, mi amor, irás pronto, muy pronto. En cuanto te cures. Pero no ahora. Quizá mañana.
Incurable. Incurable y mortal ¡Maldita enfermedad!
Por su mente pasaron sus nietos; esos nietos que ya nunca tendría. Sentía sus manos, olía la suavidad de su piel. Sin duda se parecían a él, pelo negro y rizado, frente despejada, sonrisa triste... Pero no: sus nietos sonreían alegres, como antes, como cuando él sonreía alegre.
¿Y cómo habría sido aquella a la que él amara? La imaginaba de ojos claros, manos blancas y suaves; mirada dulce. ¿Se habría llevado bien? ¿Quién sabe? ¡Pero qué más daba eso ahora!
Recordó su rostro contraído bajo la máscara de oxígeno, queriendo morder el aire, aferrándose a la vida. Recordó el insistente burbujeo del oxígeno. ¡Está ahogándose! ¡Por Dios! ¿Es que nadie puede hacer nada?
La voz del médico la devolvió a la realidad: —Señora Ruiz, me temo que todo ha terminado, su hijo no ha podido superar esta crisis.
Y ella lo imaginó junto al río, corriendo y gritando hasta caer rendido sobre la hierba; lo imaginó en lo alto de la montaña, riendo feliz con la respiración aún agitada por la subida. Y pensó también en sus nietos, en esos nietos que ya nunca tendría.
Ni siquiera le brotaron lágrimas.
(NOTA: la fibrosis quística es una enfermedad congénita que cambia la densidad de las mucosas de los pulmones. Como consecuencia, los enfermos pierden capacidad pulmonar progresivamente y entran en crisis respiratorias cada vez más frecuentes y profundas hasta que mueren literalmente ahogados por falta de aire. La mayoría de las fibrosis quísticas son incurables y mortales. Los afectados raramente superan los veintitantos años de vida)
2 Comments
Conocía una jovencita preciosa que la padecía. Es terrible ver una vida que apenas empieza, apagarse tan rápido. Muy bueno el relato.
Reblogueó esto en FRANKYSPOILER´SCRT.