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Papeles privados: Conchi Ruiz

8f8831e5f74bcaee9870e9518ba37001 Os hablaré de mi vida aunque en estos momentos me encuentre lejos, muy lejos de poder hacerlo y posiblemente las cosas más importantes se queden en ese baúl de recuerdos que no quiere ser abierto, en ella se guardan las cosas más bellas pero también las más dolorosas y siempre aparecen en los sueños sigilosamente, sin avisar y cuando no has pensado al buscar el descanso, que quieres vivirlos, pero aparecen. Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan de noche. La noche nos arrebata los sueños más hermosos en el momento justo en que no quisiéramos despertar y se van como las mariposas sin dejar rastro de sus alas, pero alegres de haber podido volar, o como las luciérnagas que con su luz desconciertan a las estrellas cuando titilan entre las hojas mientras en las montañas derrotadas por la niebla se da cuenta de toda la inmensidad que las rodea, de esas pequeñas cosas que aunque no dejan huellas, siempre quedan en el corazón. Es posible también que ese misterio haya de ser asimilado en largas dosis para no caer en el temor de aquellos que creemos olvidado y que puede llenar el alma de inquietudes.   Cuando nací mi única hermana ya se me había adelantado, una belleza de niña, morena y de ojos negros como la noche oscura como los de mi padre. En aquellos tiempos no se sabía lo que iba a llegar y él, mi padre, deseaba un niño. Pero ahí llegaba yo y como me contaban, se veían unas brazos y piernas muy largos y la boca como un túnel de llanto y lágrimas difícil de consolar hasta que me pusieron en los brazos de mi madre, creo que fue una decepción para mi padre pero supongo que pasajero. A partir de ahí, mi madre no quedó bien y no vinieron más hijos, lo que fue creando en mí una culpabilidad de haber sido el motivo de sus males al nacer, una culpabilidad que me ha perseguido toda mi vida por aquella frase inconsciente de familiares y amigos que para nombrar el mal de su alumbramiento no era otro: “desde que nació Conchi” y eso fue criando en mi interior y que ahí sigue a pesar de los muchos años. Fui una niña alegre, feliz, amaba a la luna y las estrellas y si me perdía ya sabían dónde encontrarme, mirando al cielo y frente al mar. Hoy día tengo nombres puestos a algunas estrellas y las sigo contemplando. Mis padres Mi padre era médico de aquellos de antes, la consulta en la propia casa y visitando a los enfermos de día y de noche, me gustaba ayudarlo y me envolvía materialmente en una bata blanca y me indicaba como hacer. Quise ser médico, lo llevaba muy dentro, pero por aquel entonces mandar a una hija desde Melilla a Valencia a estudiar, era misión imposible. Pero mi amor y dedicación a la medicina me ha servido de mucho y practicado en cosas menores que sigo haciendo. Mi madre atendía a los familiares que esperaban en el comedor, que era como la sala de espera, siempre la bandeja de dulces en la mesa y lo que quisieran tomar. Mamá era una mujer muy hermosa, yo no podía ver su corazón ni  su alma pero creo que eran aún más hermosos. Su piel blanca y suave, sus manos cuando se movían eran como palomas cuando van a levantar el vuelo y tenía un don especial, cuando a mi padre le dolía el estómago o mi hermana y yo teníamos dolores por la menstruación, nos pasaba las manos en unos movimientos tan especiales que me cuesta definir, pero siempre he tratado de imitar y curiosamente también hacen efecto. Era rubia y ojos acaramelados, yo también lo soy y me hacía unas largas trenzas y lazos de senda a juego con el vestido. Hasta con sus lindas batas y zapatillas a juego de estar por casa, era la mujer más linda del mundo. La puerta de mi casa siempre estaba abierta y se hacía comida de más para aquellos que venían a pedir. Mis padres eran bondadosos, caritativos y yo me crié en un ambiente de gran amor, dulzura y ese deseo que aprendí de que cuando alguien nos necesita, hemos de estar ahí para ellos. Mamá murió a los 42 años, bella como una virgen, yo tenía 19 y hacía dos meses que me había casado. La necesité mucho, más que nunca pero aprendí a hablar con ella, la sentía muy cerca de mí y hasta, a veces, olía a esa gotita de su perfume de Maderas de Oriente. Me enseño a que no hay que perfumarse mucho porque dejamos un poco de abandonar nuestro propio aroma personal, detrás de las orejas y en las muñecas, lo sigo haciendo. El día de su entierro tuvo que parar la circulación para dar paso a la carroza de seis caballos hasta el cementerio. Antes no dejaban ir a las mujeres, de todas formas yo había perdido el conocimiento y desperté con la voz de mi abuela que me llamaba entre lágrimas. Mis abuelos Los abuelos son la verdadera dimensión de las familias y cuando de niños lo llegamos a entender, nos damos cuenta de esa dimensión. El abuelo era algo más que una persona, la abuela la prudencia, los consejos, la vigilante perpetua de nuestras andaduras, el eje sobre el cual giraba toda la familia. Los verdaderos abuelos nos marcan para siempre como hierro candente en nuestros corazones. Mi abuelo Francisco y mi abuela Concha, los padres de mi madre, vivían con nosotros. Mi abuelo fue capitán de navío, valenciano, de esos que tardaban más de un año en volver de lugares lejanos, mi abuela de Alicante, Torrevieja, once hijos. Y claro, cada vez que tocaba tierra encargaba uno y al volver y ver un pequeñajo más preguntaba a la abuela ¿Y éste quién es? Y ella le contestaba “tu hijo”. Yo adoraba a mi abuelo, me sentaba a su lado para enseñarme a hacer redes pero no me dejaba tocar el punzón. Y me hablaba de sus viajes, de la luna sobre el mar, las estrellas, las tormentas que doblaban las velas y había que agarrarse a los palos. Mi abuela se enfadaba un poco y le reprochaba que me llenaba la cabeza de fantasías, pero el problema no eran las “batallitas” de mi abuelo, era que yo ya nací con mis fantasías puestas y las conservaré hasta el fin de mis días. Yo tenía ocho años cuando murió de tuberculosis, estaba con unas paperas y fiebres muy altas y de repente me puse a llorar y a llamar a mi abuelo, estaban en otra casa por el temor al contagio. Mi abuela apareció en nuestra casa despavorida porque mi abuelo mientras agonizaba solo me llamaba ¡Conchetta, Conchetta! Y pensaban que llevaba con él. Fue mi primer gran dolor que tardé mucho en superar y hay noches que miro las estrellas y lo veo con sus rubios bigotes y la pipa en lo boca mientras me habla de la mar. A mis otros abuelos solo conocí a la abuela María del Carmen, mi madre Carmen y mi hermana Carmen. Tenía en su habitación señorial y enorme que daba a una galería llena de macetas y para desesperación de mi tía Damiana, hermana de mi padre, cuando todos los primos nos dedicábamos a jugar, allí como os decía, tenía una imagen de la Virgen del Carmen dentro de una vitrina de su mismo tamaño y que me encantaba contemplar. Mi abuelo Martín, cuando mi padre tenía ocho años y estrenaba su primer pantalón largo, lo atropelló un coche. Fueron ocho hermanos, seis varones y dos hembras. El gran dolor de mi vida, la muerte de mi hijo Miguel con 24 años, un ángel que me regaló el amor y la vida, el más joven de cinco y que ahora habría cumplido 47. El me enseñó antes de partir a entender que su vida estaba en otro lugar, que me había elegido para hacer su travesía por la vida, en todo me recordaba a mi madre y él, sin haberla conocido, llevaba su fotografía en su cartera, muchas veces en mis noches desveladas pienso si no se habrían puesto de acuerdo Allá, donde van las almas buenas y nobles, para elegirme a cumplir alguna misión que quedó pendiente. Mi marido hace 10 años que también fue llamado a esa otra vida en la que creo. Estoy segura que todos hemos pasado por ello en nuestras familias y en nosotros mismos, hay diferentes colores para diferenciar el nombre de cada enfermedad, he tenido diferentes colores en mi familia, el mío propio ha sido negro, pero con mi fe y la fuerza de la esperanza y del amor, le he puesto el color de la vida, un arcoíris esplendoroso.    

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