viernes, abril 19 2024

Papeles privados: JE SUIS DESOLÉ by FRANCISCO RIOS VALLEJO

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(Dedicado a un tal teniente Martínez, a Beatriz, que no dudó un segundo en ir a sacarme del embrollo, y a ese inigualable equipo de trabajo con el que tuve el privilegio de trabajar en París).

 

Me volví y le miré con gesto de desaprobación. No dije nada. Seguramente no iba a entenderme, pero con la mirada creo que lo dejé bien claro: “¿Puede usted dejar de molestarme con ese ruidito detrás de mi oreja, por favor? Gracias”.

Era un mulato enorme que, por alguna razón, tenía la boca muy, muy seca. Estaba detrás de mí en una abarrotada escalera mecánica del aeropuerto, y bajaba chasqueando su reseca lengua junto a mi oreja. No le di más importancia al incidente y a los pocos segundos ya lo había olvidado.

Mal hecho.

Minutos después estaba en la cola de inmigración del aeropuerto de París-Orly. Una mujer se dirigió a mí: “Buenos días. Mi nombre es no-me-acuerdo-qué. Soy agente de la policía del aeropuerto. ¿Tendría la bondad de acompañarme?”. Y me mostró una plaquita que miré descuidadamente.

“Naturalmente, no faltaba más”. Y abandoné la cola para seguir a una señora pequeña y seria por el amplio vestíbulo. En ese momento, ni siquiera me llamó la atención que dos policías de paisano se situaran a mis lados y me fueran escoltando discretamente todo el camino.

Así nos dirigimos a la comisaría del aeropuerto. La recuerdo vagamente como un espacio pequeño, con demasiados muebles, muchos papeles y más gente de la que cabía. Sin embargo, no estoy seguro de eso.

Me pidieron que me sentara frente a una de las mesas. Delante de mí, dos agentes de paisano, detrás, otro. Tampoco caí en la cuenta de que este último estaba bloqueándome la salida.

Descuidadamente dejé el móvil en la mesa y el maletín en el suelo.

—¿Le importa que le hagamos unas preguntas?

—No, en absoluto. Las que guste.

—¿Viene usted a menudo a París?

—Pues casi todas las semanas, tengo un proyecto aquí.

Un pequeño tumulto llamó nuestra atención. Un grupo de policías pasaba por el fondo de la sala sujetando a un mulato enorme. Detrás, otro policía llevaba un puñado de paquetes que mostró significativamente a los que estaban hablando conmigo.

—¿Conoce a esa persona?

Ni siquiera me di cuenta de que era el mismo tipo de la escalera, el de la boca seca.

—Pues no, no me suena en absoluto.

—Pues él dice que sí le conoce a usted.

—Pues no sé. A mí no me suena de nada, la verdad.

—Y si no le conoce, ¿por qué ha hablado con él?

—No recuerdo haber hablado con él.

Algo iba mal. Los dos agentes se dijeron algo que no entendí. Uno de ellos se levantó y se fue.

—Un policía que venía siguiéndole en el avión dice que le vio hablando con usted.

—Pues no sé, no recuerdo haber hablado con nadie.

—¿Sabe lo que eran esos paquetes? A su amigo le hemos encontrado cerca de medio kilo de cocaína en el cuerpo.

Con toda la inocencia del mundo, acababa de meterme en un lío monumental.

Cogió mi teléfono de la mesa, un Nokia de los de entonces, y se puso a mirar mi agenda sin preguntar.

Volvió su compañero:

—Dado que su declaración no coincide con la del policía que iba en el avión, vamos a detenerle hasta que se aclare el asunto. Estará hasta 72 horas sin ninguna comunicación, después pasará a disposición judicial y podrá hablar con un abogado. Si quiere, puede permanecer en silencio.

Shock. Debí de decir algo como que no tenía ninguna razón para permanecer en silencio. Es más, que no tenía ninguna intención de permanecer en silencio, que por nada del mundo habría permanecido en silencio.

Sonó mi teléfono, pero no me dejaron responderlo.

Me pidieron entonces la cartera y el maletín y comenzaron a revisarlos y a preguntarme sobre todo lo que llevaba en ellos.

Quiero recordar que se pusieron unos guantes para sacar las cosas del maletín, también quiero recordar que hicieron algún comentario como de que no me preocupara por los guantes, que no eran para mí. (¿¡!?).

—Lleva usted dinero de varios lugares. ¿Viaja a menudo?

—Pues sí, bastante. Suelo tener proyectos en diferentes países.

—¿Por qué tiene varias tarjetas de embarque gastadas de París?

—Ya se lo he dicho, por mi trabajo. Vengo muy a menudo.

—¿Y ese proyecto que tan ocupado le tiene en París en qué consiste?

—Estamos arrancando un nuevo banco.

—¿Y cómo se llama ese banco?

—Se llama ING.

—No lo conozco.

—Ya le he dicho que es nuevo, aún no opera en Francia y se trata de un proyecto confidencial.

—Y si su francés es tan limitado, ¿por qué está en secreto arrancando un banco nuevo en Francia?

—No es un banco francés, es holandés.

—Entonces, usted viene a trabajar a un desconocido banco extranjero recién creado en Francia. ¿Correcto?

—Sí, así es. Tengo un equipo de trabajo aquí y vengo todas las semanas a revisar el proyecto y rendirle cuentas a mi cliente que, por cierto, me esperaba esta mañana.

De pronto comprendí que todo estaba claro. Por casualidad, habían cazado al responsable financiero de la banda. Mi trabajo consistía en lavar el dinero, y para eso operaba desde la pequeña oficina-de-un-desconocido-banco-extranjero-recién-creado-en-Francia.

—Qué es este código que tiene apuntado aquí.

—Es el código de acceso al banco. Algunas veces tenemos mucho trabajo y tenemos que quedarnos hasta tarde, así que tenemos un código para poder abrir la oficina de noche.

—¿Y qué es eso tan importante que tiene usted que hacer por la noche en la oficina-de-un- desconocido-banco-extranjero-recién-creado-en-Francia?

Llegados a ese punto mi primera intención fue entregarme: “Tiene usted razón, señor comisario, voy a la oficina-de-un-desconocido-banco-extranjero-recién-creado-en-Francia para blanquear el dinero que mi colega mulato y enorme consigue trapicheando con la cocaína que trae en el cuerpo. Él es la mula y, como usted de forma tan perspicaz ya ha adivinado, yo soy el responsable financiero del asunto».

Sin embargo, decidí que la cosa ya estaba bastante complicada sin decir tonterías, así que respondí con la verdad:

—Estamos bastante atrasados con el proyecto, tenemos una cantidad enorme de trabajo, y a veces nos quedamos por la noche para recuperar tiempo y evitar que mi cliente nos crucifique.

El interrogatorio fue mucho más largo, pero por resumir, lo voy a dejar aquí. Me preguntaron por las notas que llevaba escritas, las tarjetas de visita, los números de teléfono, los recibos de VISA uno por uno. Todo. Y cuando digo todo, quiero decir todo.

Y juro que yo sólo decía la verdad, pero con cada respuesta quedaba más claro que habían cazado a un pez gordo de la banda. Los resguardos de VISA eran prueba de mis actividades ilícitas, los billetes de diferentes países sin duda apuntaban a múltiples intereses financieros, mis tarjetas de embarque vencidas me convertían en un escurridizo personaje eludiendo la justicia internacional y mis incomprensibles notas técnicas eran, lógicamente, mensajes cifrados.

Me habían cazado en plena faena y, en los próximos días, todos mis compinches iban a caer como ratas en la oficina-de-ese-desconocido-banco-extranjero-recién-creado-en-Francia en el que lavábamos el dinero por las noches. Incluyendo a mi cliente, el pobre Ben Tellings quien, sin duda, era el jefazo de toda la operación.

Por cierto, mi móvil pudo sonar un millón de veces en todo ese tiempo.

Después del exhaustivo interrogatorio vinieron otros tres policías para “trasladarme”.

Fueron muy amables, me dieron a elegir:

—¿Prefiere llevar los zapatos sin cordones y el pantalón abierto debajo de la chaqueta (para no llamar tanto la atención), o prefiere que lo traslademos esposado?

¿Qué demonios iba a decir? “¡Póngame las esposas, coño! Ya que me van a detener, por lo menos salir triunfante y dando el cante por todo el aeropuerto. ¡Con un poco de suerte, hasta me cruzo con algún colega!”.

Preferí la discreción. Y así, me sacaron escoltado por tres policías, con el cinturón y los botones del pantalón sueltos y sin cordones en los zapatos para que no pudiera salir pitando.

Me metieron en un coche de policía y me llevaron a otra comisaría en algún lugar de París. Media horita de viaje con sirena y todo. A esas alturas del partido, yo ya no me creía lo que me estaba pasando, pero daba igual, estaba claro que estaba forjando la primera batallita para mis nietos. Y me estaba saliendo realmente mal.

Nada más llegar, me enseñaron el que iba a ser mi “alojamiento” los próximos días: una celda con barrotes de unos 3 x 2 metros. Contra la pared, un banco de madera con una manta rasposa encima. En la esquina, una mancha amarilla reseca que olía a pis retestinado de generaciones. ¿Os gustan los juegos de escape? ¡Pues chupaos éste, majetes!

Antes de entrar, me quitaron el cinturón y la corbata para impedir que me suicidara. Fue una tontería: no me habría perdido el final de la historia por todo el oro del mundo. Además, ya tenía bastantes problemas como para encima intentar suicidarme.

—Afortunadamente para usted —me dijo el policía—, no hay nadie más esta noche en la celda.

“¡Qué mala suerte!”, pensé yo, “Siempre quise tener un violento y apestoso borracho meándose en el suelo como compañero de cuarto».

Y así me dispuse a pasar la noche. Busqué una postura soportable en el costroso banco, me hice una áspera y repugnante almohada con la manta, y me tumbé dispuesto a dormir tapado con la chaqueta que, a esas horas, estaba ya como un higo.

Me sentía confuso, sorprendido y sucio, estaba cansado como un perro, y todo lo que me había pasado durante el día se venía en tropel a mi mente, pero no recuerdo que me sintiera atemorizado. Algo me decía que, para bien o para mal, mi destino estaba escrito y nada podía hacer por arreglarlo, que lo mejor que podía hacer era dormir y olvidarme de todo.

Sin embargo, no me dejaron hacerlo. Por esas cosas de la vida, la suerte, que me había dado la espalda todo el día, quiso sacarme de la “cama” bajo la forma de un tal teniente Martínez, que entraba de guardia esa misma noche y que, para fortuna mía, era hijo de inmigrantes y hablaba un español bastante decente.

Como estaba yo solo y supongo que se aburría, debió leerse mi informe y, a la vista de que mi declaración era kafkiana y de que yo hablaba español, vino a interrogarme de nuevo. Me llevó a su despacho y me sujetó las manos a la pata de su mesa con las esposas. No tuvo que preguntarme gran cosa; nunca he sido tan locuaz.

Le conté dónde había nacido, dónde pasé la infancia, mis padres, dónde hice la mili, mi trabajo, las notas de mi carrera, en qué consistía mi trabajo, quién era mi cliente, qué hacíamos por la noche en aquella oficina-de-ese-desconocido-banco-extranjero-recién-creado-en-Francia. Él preguntaba de vez en cuando y tomaba notas.

Al final, recuerdo que me dijo medio con sorna: “O eres un mentiroso profesional, o nos hemos equivocado estrepitosamente. Mañana haré unas cuantas comprobaciones y, salvo sorpresa, podrás marcharte sin problemas”. Y añadió: “Ahora no puedo saltarme el protocolo, así que no puedo ni dejarte dormir fuera del calabozo, ni que llames por teléfono, pero si quieres, puedo llamar yo a tú mujer para tranquilizarla. También puedo conseguirte un bocadillo”.

Imaginé la conversación: “Hola. ¿Doña Susana Marcos? Que soy el teniente Martínez. Que su marido está durmiendo en un apestoso calabozo de París, pero no se preocupe, que no es nada». Naturalmente, le di las gracias y le dije que sólo quería un bocadillo. De atún a ser posible.

Creedme; nunca en mi vida he dormido mejor que lo poco que dormí esa noche después de esa conversación. Aquel apestoso calabozo, con su costroso banco de madera, y su áspera y repugnante manta resultó ser la más confortable suite del más lujoso de los hoteles.

Al día siguiente hablaron con mi cliente, hablaron con mi equipo y con mi empresa y todo quedó aclarado. Beatriz, uno de los jefes de mi equipo, vino a buscarme al calabozo y me llevó al hotel. Estaba realmente enfadada. Yo sólo estaba aturdido. Aturdido y sucio, por ser más exactos.

El teniente Martínez, «mi salvador», se despidió de mí con un lacónico “Je suis desolé”. Aunque no recuerdo su cara, nunca olvidaré esa frase que, como tantas otras aquella noche, entendí perfectamente a pesar de mi limitado francés.

 

EPÍLOGO

Afortunadamente, a Susana no le había dado tiempo a preocuparse. Simplemente pensaba que no había llamado aún, porque soy un desastre.

Mi cliente, Mr. Benjamin Tellings, consejero delegado de ING Francia, una de las personas más serias que he conocido, sólo me dijo: “Debo reconocer que nunca ningún consultor me ha dado una excusa tan buena para dejarme colgado. No sé cómo lograste que me llamara la policía, pero ha sido brillante”. Fue la única vez que le vi reírse.

El resto del equipo no entendía nada. Me hicieron repetirles la historia varias veces: “¿Que dormiste dónde? ¿Pero tú eras amigo del mulato?…”.

Según me explicó la policía francesa, mi nombre figura en el juicio del traficante en calidad de testigo. (¡Si así tratan a los testigos, no me quiero ni imaginar qué habrá sido del pobre mulato!).

La historia estuvo años circulando por mi oficina más o menos deformada. A veces imagino versiones diferentes; en algunas de ellas, aún estoy purgando mis penas en la cárcel, unas veces siendo inocente y otras, culpable.

Tardé más de una década en volver a hablar, o siquiera a mirar, a nadie cuando viajaba solo en avión. Supongo que habrá decenas de personas que pensarán que soy un maleducado que no se digna ni a mirar a la cara cuando le hablan. También tomé la costumbre de llamar por teléfono justo al salir del avión para dejar rastro de mi llegada.

Y luego dicen que la vida del consultor carece de emociones.

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