viernes, abril 19 2024

El taxista indio by Mel Goméz

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Agyakar, un inmigrante que arribó a la ciudad de Nueva York en el año 2005, llegó a la Gran Manzana huyendo de la insurgencia, las amenazas de terrorismo, y la pobreza extrema en que vivía su familia en Nueva Delhi. Profesaba el sijismo, una religión que surgió a finales del siglo XV, en un ambiente saturado de conflictos entre el hinduismo y el islam. Agyakar era muy obediente a sus creencias, por lo que mantenía su cabello azabache sin cortar, siempre debajo del turbante. Llevaba un brazalete de oro y un kirpan o espada pequeña, objetos que lo identificaban como un verdadero sij.

Desde que llegó a los Estados Unidos, Agyakar comenzó a trabajar en lo que apareciera, hasta que pudo comprar el vehículo que usaba como taxi. Su negocio era más o menos próspero, hasta que ocurrieron los ataques del 9-11, que trastocaron para siempre, la seguridad de los habitantes de la ciudad neoyorquina. Desde entonces, los pasajeros que se animaban a subir con él, lo miraban con desconfianza. Algunos, le pedían que se quitara el turbante, por lo que constantemente, tenía que explicar que mantenerlo era parte de su religión. Con el advenimiento de UBER y LIFT —las nuevas compañías de trasporte público que competían con los taxis—, sus ingresos habían disminuido, más aún. A cualquier ser humano esto lo preocuparía, pero él vivía en continua meditación y las riquezas materiales no le quitaban el sueño. Trabajaba para tener lo suficiente para sostenerse y enviar a sus familiares en la India, un poco de dinero.

Astrid era una bailarina exótica en un bar, cuyo propietario era un traficante de armas, quien lo usaba para lavar dinero de sus negocios ilegítimos. No había hombre que se le resistiera. Era alta, de curvas exuberantes, mirada sensual, y cabellos castaños que le llegaban a la cintura. Bailaba en el tubo como ninguna de sus compañeras y probablemente, lo hacía mejor que ninguna otra en toda la ciudad. Era curiosa —demasiado—, y solía meterse en líos a menudo.

Agyakar había extendido su horario de trabajo, para compensar sus pérdidas. Pasaba por la décima avenida, a eso de las diez de la noche, cuando salió una mujer corriendo de un hotel y se le atravesó en frente. El taxista tuvo que pisar el freno hasta el final para evitar atropellarla. Ella traía los ojos desorbitados y se subió en el asiento del frente del taxi.

—Señorita, debe cambiarse al asiento de atrás —dijo Agyakar con su evidente acento indio.

—No tenemos tiempo… ¡Siga! —urgió Astrid.

Agyakar continuó la marcha sin saber hacia dónde. Casi podía escuchar los latidos del corazón de la joven, pero no se atrevía a preguntar qué le pasaba. No era su asunto, —pensó. Así que estuvo dando vueltas por los teatros de Broadway, por el Time Square y llegó hasta el Liberty State Park de New Jersey, desde donde se podía apreciar la Estatua de la Libertad. Miraba de reojo a la mujer, pero ella seguía en silencio y sin ofrecerle ninguna dirección. De un momento a otro, comenzó a sollozar histérica. ¿Y ahora? ¿Sería el momento para intervenir?

—Señorita…

—Shhhhhh…. —. Puso el dedo en sus labios para advertirle que no le dijera nada.

Ya habían dado tantas vueltas, que el tanque de gasolina del carro estaba vacío. Agyakar se acercó a una gasolinera que quedaba de camino y lo llenó por completo, pues algo le decía que la noche sería larga. Tenía hambre y pensó comprar algo de comer. Dejó a la mujer en el carro, entró a la tienda de conveniencia y saludó al dependiente. Decidió ir al baño para aprovechar. Cuando salió, vio a Astrid encañonando al dependiente con un revólver. Alarmado, Agyakar preguntó qué hacía y ella disparó, matando enseguida al trabajador. Luego, le apuntó y le señaló con el arma la salida. Subieron de nuevo al taxi, esta vez ella se sentó en el asiento trasero. Agyakar, temblaba.

—¿A dónde quiere que la lleve?

—Siga conduciendo, no hable más…

—Dentro de poco la policía estará buscándonos. La tienda tenía cámaras de seguridad.

—Ya le he dicho varias veces que se calle.

Agyakar decidió salir de la ciudad. De camino, se cruzaron con varias patrullas de la policía que iban en dirección a la tienda de conveniencia. Él siguió sin levantar sospechas. El celular de ella sonó. Al principio lo ignoró, pero como el que llamaba era insistente, no tuvo otra opción que contestar. De lo que escuchó, el taxista pudo adivinar que Astrid se negaba a ir al lugar que le pedían. Entre sollozos y gritos encolerizados, le pedía cuentas al que llamaba. Rabiosa, colgó. El taxista —que la miraba por el espejo retrovisor—, le vio encender un cigarrillo, pero no se atrevió a decirle que no se podía fumar en su taxi. Decidió ponerse en meditación por si esta era la última noche de su vida.

 

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