jueves, abril 25 2024

El taxista by Awilda Castillo

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Son las 10:30 am y los rayos del sol caen con toda su fuerza sobre la ciudad y frente a la entrada del aeropuerto, la hilera de taxis esperando a los pasajeros que salen de la terminal.

Y allí está Fernando Gil, con su camisa blanca y pantalón oscuro, en medio del humo de  tres de sus compañeros que hacen de la espera algo menos tediosa, cuando es acompañada del vicio que casi ya no pueden pagar.

A través del vidrio que sirve de pared del terminal aéreo, pueden ver la cantidad de personas que están a la espera del que llega, y si estiran un poco más sus cuellos, alcanzan a ver a los pasajeros que esperan en la correa transportadora a sus equipajes.

Fernando no tiene ningunas ganas de estar allí. Hace tan solo una semana pasó por una experiencia amarga. Desde ese mismo lugar donde se encuentra en este momento, cargó un pasajero con destino a Barcelona. Eran pasadas las diez de la noche, y aunque generalmente se retira a su casa a las 6:30 pm, ese día decidió quedarse un poco más, ya que las clases recién comenzaron y sus hijas necesitan libros y cuadernos nuevos. Ante la dificultad propia del país donde vive Fernando y sabiendo que es el único que puede llevar el dinero para su familia, optó por quedarse.

El pasajero subió con amabilidad y le dio la dirección a donde se dirigía:

—Residencias Las Trinitarias, cerca del Central Madeirense.

—Perfecto amigo, para allá vamos, se dónde es.

Las calles de la ciudad estaban relativamente solas, a pesar de que era un día de semana. La ausencia de transporte público, producto de la mala situación del país, ha acabado poco a poco con el flujo de  personas en las vías, por tanto la distancia desde el aeropuerto hacia dónde se dirigían, tan solo duró unos diez minutos.

El pasajero, un hombre de tez morena, de unos 38 años, muy bien trajeado, con un maletín de cuero y una maleta de marca, sacó su dispositivo móvil en tres oportunidades mientras duraba el traslado, no articuló palabras, pero se estaba conectando con alguien, o tal vez leía alguno de los mensajes guardados en su buzón de WhatsApp. Eso era lo que pensaba Fernando, mientras se dirigía al lugar de destino.

Faltando una cuadra para llegar a la Residencia indicada por el pasajero, Fernando pregunto:

—¿Le sirve que cruce por esta cuadra o espero a entrar por la siguiente? A propósito señor, son trescientos cincuenta “soberanos”.

Al voltear hacia atrás para dar esta información al ocupante del taxi, Fernando vio el arma, y antes de que pudiera decir nada más, sintió el tubo de su cañón hacerle presión justo detrás de su oído derecho.

—Vas a seguir derecho y tomarás La Costanera, necesito una carrerita más larga.

A partir de allí, las horas siguientes fueron una total, pesadilla. El hombre que había tomado el taxi en el aeropuerto internacional José Antonio Anzoátegui, sometió a Fernando con su arma y lo llevó a uno de los barrios más conocidos por su alta peligrosidad.

Al llegar se encontró con alguien más y pasaron al taxista a la maletera del carro, sacando el equipaje que llevaba y dejándola en manos de un tercero que no subió al vehículo, sino que tomó hacia una de las casas del barrio.

Grandes gotas de sudor empezaron a correr tanto por el rostro como por todo el cuerpo de Fernando y el espacio del maletero era bastante incómodo. Además de la oscuridad sentía  que se asfixiaba, no solo por el  poco aire que lograba entrar a ese compartimiento, sino de la angustia que experimentaba al tener la certeza de que iban a matarlo.

Pasaba por su mente la imagen de sus dos hijas, Mariana de seis años y Liliana de tres. Ese era el motor que le impulsaba diariamente a esforzarse por trabajar y conseguir lo necesario, y ante aquel inesperado suceso, todo parecía acabarse.

Pasaron tres horas de encierro que se hicieron eternas. El clamó desesperadamente por su vida, pero ninguno de los dos hombres que iban en el auto le hicieron caso. A las dos de la mañana, el vehículo fue recuperado con el dentro.

Sus compañeros taxistas, al ver que no respondía por la radio del vehículo, decidieron salir a buscarlo y  efectivamente lo encontraron. El carro solo sirvió para transportar dos personas hasta una de las marinas privadas en Lecheria, o al menos eso fue lo que él pudo percibir, pero el trauma de haber sido apuntado y encerrado en el baúl del auto, le habían trastornado.

Reviviendo esos malos momentos, estaba Fernando.

—¡Disculpe, disculpe caballero! ¿Usted es el conductor de este taxi?

Y Fernando todavía no se hacía consciente de la pregunta.

—¡Señor, por favor! ¿Usted es quien conduce?

Y disculpándose rápidamente le indicó que sí.

Abrió nuevamente el compartimiento de las maletas y recordó el episodio pasados, pero al ver con detenimiento los ojos de la persona que iba a transportar, toda la angustia se desvaneció.

—Soy Fernando Gil, para servirle. Yo la llevaré con todo gusto a donde me indique.

—Muchas gracias, voy hasta el Colegio Ideal en Lecheria, recojo a mi hija y luego a casa en la Calle Arismendi.

—Perfecto señorita.

Le dijo señorita, aun cuando le, informó que tenía una hija, pero es que al detallar a la mujer por el retrovisor, no podía llamarla de otra forma. Su piel muy blanca, emanaba una frescura impresionante y sus cabellos rojizos, resaltaban  por  completo sus ojos color miel. La última vez que vio a una mujer así, fue en una de las revistas que leía su esposa antes de que la crisis les azotara tanto, que ya ni eso podía comprarle.

Su traje de chaqueta manga corta y falda color carmesí, con una blusa blanca transparente dentro, era como el envoltorio perfecto para un exquisito regalo. Cuando empezaron a circular por la ruta señalada, Fernando no podía dejar de ver a Claudia. En la segunda oportunidad en que el chofer le dijo “señorita” ella le dijo: —Llámame Claudia.

El la miraba y al hacerlo no pudo evitar ver cómo las lágrimas corrían por sus mejillas, aun cuando ella las secaba muy disimuladamente.

—¿Pasa algo Claudia?

—Pasa la vida Fernando, pasa la vida.

Y aunque lloraba, ella era igualmente espectacular.

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