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La For’ A by Verónica Boletta

A veces una tarea para un escritor —en el marco del Taller de Escritura FlemingLAB, descubre nuevas maneras de ver la vida. Veronica Boletta en Papeles Privados lo recuerda. -j re Hola, Juan. Esta es una de las ocasiones en las que me alegra no haber puesto en el asador toda la carne.  La opción d)  no me permitió hacerme la tonta una vez más. Si ya había dejado pasar la oportunidad en la ocasión anterior ahora es tiempo de hablar de “la chatita”, el vehículo Ford del año ’28 que manejaba mi abuelo para sus quehaceres en el campo. Cuando la conocí se parecía a esta versión. Sólo estaba pintada de celeste. Se detectan algunas manchas de ese color bajo el verde. foto 2 Restaurada: foto 3   Recién llegado a la familia foto 1

La For’ A by Verónica Boletta

Hay un trabajo de espionaje en una restauración. Se deben escarbar las marcas del pasado, quitar las pátinas de emociones y sentimientos que se han ido acumulando como si se tratase de una geología particular. Quitar piedras y polvo no es tarea fácil. La materia se adhiere, las partes dejan de serlo. Nace un nuevo todo. ¿Es opuesto al original? ¿Lo complementa? ¿Lo aniquila? No puedo aplicar estas preguntas y resolver la cuestión de las obras de arte. Estoy condenada a quedarme con la intriga y a desear —sólo eso, una imagen estática, sin movimiento— la herencia de algún secreto familiar transoceánico. ¿Tiene memoria la sangre? No creo. Las pistas apuntan en sentido contrario. Debí estudiar italiano para poder hablarlo en un nivel que generosamente podría calificarse de discreto. La inmigración, origen de la familia que conozco, no provino de Florencia. Irremediablemente pienso en restauración y cuadros. Esa ciudad  me recuerda el  inexistente vínculo con ella. Aquello que mis genes no traían consigo —ni dinero, ni destrezas con el pincel— tampoco lo obtuve a fuerza de estudio. Nadie, excepto unos pocos, lamenta ese faltante de cualidades. La adaptación al mundo actual requiere otros dones. ¡Nos sobran de esos! Más que una predisposición genética puedo contarles de la transmisión cultural sucedida año a año durante el mes de más calor. Si algo recuerdo de mi niñez son aquellas vacaciones transcurridas en el mundo rural. El campo, la labranza, el cuidado de los cerdos, la recolección de huevos, la plantación de duraznos y hasta las más minúsculas actividades que omito tenían la calidez de los mimos de los abuelos. Cierro los ojos y la primera imagen que regresa no es la de la tranquera. No. Es la de la chatita, vehículo Ford de 1928 llegado a la familia por ese año. Cuando lo conocí no tenía su fisonomía original. Se había transformado —por obra y gracia de mecánicos artesanos y de la necesidad familiar— en camioneta.  Precursora de 4x4, todoterreno e incluso anfibia era tanto furgón de carga como transporte familiar en días lluviosos. Todo termina, eventualmente. Mis abuelos resignaron las duras labores del campo por una apacible vida pueblerina. Ese ritmo tranquilo era más acorde con su edad. También llegó el descanso para la pickú, como la llamaba el abuelo en su dialecto personal. Enhiesta y altiva en su papel de furgoneta olvidó su nacimiento de automóvil con capota hasta que Miguel Ce metió mano. Interfirió como un cirujano plástico. Si él no hubiera impedido el avance del tiempo y sus estragos hoy no hablaríamos de un auto de colección sino de un manojo de hierros. Esa es la situación, racionalmente considerada. Y resulta muy cierto que a don Ce le asisten derechos familiares similares a los míos. Admito a regañadientes que debiera sentirme agradecida en lugar de frustrada. El caso es que no fuimos consultados y el shock de verla cambiada, muy diferente a cómo la conocí, similar a un prototipo recién salido de fábrica, sin siquiera el color de mi recuerdo me provocó unas sensaciones que… ¡Señor! ¡¿Quién se ha creído Miguel Ce?! La destrucción de lo conocido me provocaba oleadas de enojo, sensaciones primarias muy reñidas con la arqueología. Mi padre hubo de emplear más de una carta —han sido unas cuantas según recuerdo— y una gama variada de argumentos para disminuir mi fastidio. Don Ce se había entregado con pasión a la prodigiosa reconstrucción. No escatimó recursos, ni de los materiales que implicaban billetes ni de los de ingenio, más escasos que los anteriores. Recurrió a la casa central de la fábrica, allá en USA —todos sabíamos que Miguel no era una luz para el inglés— procurando unos repuestos específicos. No se conformaba con adaptaciones para el modelo. El muy obcecado quería originales o nada. Ha debido pasar un tiempo prudencial para hacerme a la idea de su renacida fama. Ahora participa de reuniones y es la estrella principal, quien conduce a novias y candidatas a reina rumbo a su destino feliz. Cobra un nuevo sentido la frase de mi abuelo «Quedó hecha una pinturita»        

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