Paco Ríos no se brinda mucho escribiendo pero hoy visita Masticadores. ¡Gracias estimado Ríos! -j re crivello
Hasán empuja a la última gallina fuera de la cocina y cierra la destartalada puerta del pequeño patio trasero. Después, limpia los tazones de barro sumergiéndolos en el agua, los deja boca abajo junto al barreño y friega la vieja mesa con un trapo, abre la bolsa de lentejas, desparrama unas pocas, y comienza a separar las piedras.
—Mira, hemos dibujado corderos en el cole —dice Layla, sentándose a su lado. Y le enseña una hoja llena de garabatos como nubes con patitas.
—¿Los has hecho tú? —pregunta Hasán con asombro fingido mirando de reojo— Son muy bonitos. ¿Y están con el pastor?
—Sí, claro —responde Layla, señalando con la nariz un garabato alargado con ojos.
—¡Qué alto! Mañana tendrás que dibujar un perro muy grande. Pero ahora toca dormir.
Y Hasán levanta a su hermana y la lleva jugando hasta su cama, un catre de madera cubierto con mantas grises en la esquina de la única habitación de la casa.
—Que sueñes con ovejas —le dice, mientras la arropa.— Hoy no hay cuento, que tengo prisa, buenas noches.
Y besa a su hermana en el pelo, mientras de reojo mira a Káder, su hermano, que juega con una pelota de plástico sobre la raída alfombra que cubre el suelo.
—¡Káder, deja la pelota, me tienes que echar una mano! Esta noche tengo que salir y no le he llevado el pan a la señora Fatima. Además, hay que ir a por agua y falta arroz. Y encima, te has “fumado” el colegio; os han visto en el descampado.
Káder deja la pelota de mala gana. —¿Y qué, si me “fumo” el colegio? Tú también lo hacías. Lo decía mamá.
Hasán, aprieta los labios y baja la mirada.
En la calle, la bocina de un coche recuerda a Hasán que tiene que irse.
—Vas a Nahal Hanum, ¿verdad? Déjame ir contigo —Káder lo mira con los ojos brillantes.
—Eso no es asunto tuyo. Y tú no puedes ir; eres muy pequeño.
—Tengo 12 años. Hamed me dejaría. Él sí es mayor y valiente, no como tú.
Hasán acerca la cara al oído de su hermano y baja la voz:
—Hamed va a conseguir que nos maten a todos y, si fuera tan valiente, cuando murió mamá se habría quedado en casa. Y yo soy un idiota que no entiende porqué se va esta noche con los pirados de sus amigos.
Después, se separa y continúa en voz alta, mientras envuelve su kufiyya alrededor del cuello:
—Y no se hable más. Terminas de limpiar las lentejas, las dejas en agua y luego a dormir. De la señora Fatima, y todo lo demás me encargo yo mañana.
“Te veo para desayunar. Que sueñes con las ovejas de Layla”.
Cuando Hasán y los amigos de Hamed llegan a Nahal Hanum, ya hay varios neumáticos ardiendo en puntos estratégicos para romper la visión desde las torretas. Un número indeterminado de jóvenes con las caras cubiertas se ocultan como fantasmas tras las densas columnas de humo.
Milicianos de Hamás sobre el terreno ordenan los movimientos. Mientras, desde retaguardia, otros gritan consignas usando bocinas de mano; animan a acercarse más y más a la verja. Desde el otro lado, grandes focos iluminan la zona y los altavoces ordenan mantenerse a distancia.
Hasán es hábil, sabe moverse como una sombra entre las zonas oscuras, el humo, y los coches colocados como parapeto. De vez en cuando, se detiene entre bocanadas negras, y arroja una piedra con su honda hacia una de las torres de vigilancia.
A eso de las dos, decide descansar tras un viejo coche volcado. Está bebiendo agua cuando lo ve parado enfrente de un gran foco blanco como el día.
—¡Káder, quítate de ahí! ¿Estás loco?
Káder le mira y le sonríe triunfal mientras coloca una piedra en su honda.
—¡Káder, por el amor de Dios, que te están viendo! ¡Lárgate de ahí! ¡Káder!
Pero Káder, inconsciente, separa ligeramente las piernas y comienza a girar la honda, concentrado sólo en el tiro. Hasán, sin pensarlo, sale de la sombra corriendo desesperado en dirección a su hermano.
Sólo siente un ligero golpe en la frente, una palmada hueca y caliente. No nota la rodilla, que cruje bajo su propio peso cuando se desploma, tampoco el golpe seco de su cabeza contra el asfalto. Hasán ni siquiera oye el disparo, porque ya está muerto cuando el sonido le alcanza.
Y Káder se queda inmóvil con la honda en la mano mirándose los pies salpicados de sangre y sesos. Y de repente piensa en Layla, a la que tendrá que llevar mañana a ese colegio al que él nunca volverá, en el pan de la señora Fatima, en el agua que se está agotando, en las lentejas por limpiar, y en el arroz.