viernes, abril 19 2024

El paritorio by Melba Gómez

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A Yari se le rompió la fuente. Miró asustada el líquido amniótico bajar por entre sus muslos, sus rodillas y piernas hasta mojar sus pies y el suelo. Era el momento y no podía moverse. Solo miraba el suelo mojado. Había escuchado tantas historias sobre ese momento, que estaba aterrada. «¿Dolería mucho?», se preguntaba y si valía la pena haberse puesto en ese predicamento.

—¡Mamá! —gritó ahogada.

La madre no contestó. «Qué bien, parece que no está en la casa, justo ahora», se dijo. Arrastró los pies hasta alcanzar el móvil. Llamó al obstetra, a Beatriz, a Jacobo, a Carlos y, por último, a su mamá.

—Voy enseguida, mi’ja. Estaba comprando unas cosas para la beba —respondió la madre.

Yari la escuchó disgustada. Tenía ganas de gritar, pero del susto, solo sollozaba. Los demás la encontrarían en el hospital. Las contracciones comenzaban a atacar, pero como primeriza, no sabía cuánto podían doler. En su inocencia, su idea de las contracciones era, que podían doler tanto como su periodo más doloroso, cuando una aspirina y una bolsa de agua caliente eran suficiente para calmar el suplicio.

La madre llegó y agarró la maleta que Yari tenía preparada desde hacía un mes para cuando fuera el momento. En ella llevaba varias camisas de dormir de seda; una bata para ponerse cuando se levantara y fuera a ver a su beba desde el cristal de la maternidad; ropa interior para amamantar; cintas de colores para el cabello; cepillo de pelo, pasta y cepillo dental, maquillaje, cremas y ropa para cuando saliera del hospital para ella y la criatura. La mujer salió con la maleta y subió al auto. Cuando lo encendió, se dio cuenta de que su hija no estaba en él, que todavía estaba en la casa. Salió y la buscó, ayudándola a caminar. Su andar apingüinado apenas la dejaba avanzar.

Una vez en el carro partieron hacia el hospital.

—Madre, ¿no podrías darte un poco más de prisa?

—¿Quieres llegar al hospital? Entonces es mejor que vayamos a esta velocidad —respondió la mujer.

—Pero es que puedo parir en el auto, he escuchado que pasa a menudo.

—¿Cada cuánto tienes las contracciones?

—Cada media hora, pero me duele…

—¿Mucho? ¿Sientes que tienes que ir al baño?

—Sí, me duele mucho y no, no tengo que ir al baño.

—¡Uff! Pues te falta un rato, hija.

Llegaron al hospital, enseguida subieron a Yari a una silla de ruedas y todos los convidados al paritorio estaban allí, vestidos con batas de hospital y máscaras esterilizadas e hipoalergénicas. Yari tuvo ganas de reír, pero no pudo pues en ese mismo momento tuvo una contracción.

La enfermera les señaló la suite en la que se llevaría a cabo el gran evento. Beatriz tenía una sonrisa de oreja a oreja. Jacobo tenía una cámara en la mano y Carlos caminaba de lado a lado, nervioso.

—Bien —dijo la enfermera—, ¿quién es el padre? —preguntó.

—¡Yo! —contestó Beatriz levantando la mano a la vez. La mujer levantó los hombros e hizo una mueca, todavía no estaba acostumbrada y tenía sus reservas hacia este tipo de «núcleo familiar».

—¿Y usted? —preguntó a Jacobo.

—¿Yo? No, no soy el padre, ni el donante de esperma, solo soy el fotógrafo que contrataron para el evento.

—¿La cámara esa, está desinfectada?

—Mmm…

—¡Salga, quítese todo y la desinfecta! Luego, se pone todo nuevo y regresa.

—Pero… ¿y si se me pasa el paritorio?

—Ahhhhhhhh…—gimió Yari—. ¡Noooo, que no se vaya…!

—Son las reglas, todo debe estar estéril. No hay excepciones —respondió agriamente la vieja enfermera.

—Pero, ¿cuál es el problema? —preguntó Carlos que estaba torciéndose los dedos.

—Y usted, ¿quién es? —preguntó la enfermera.

—Yo soy el donante de esperma…

—¿Y qué hace aquí?

—Es la primera vez que dono, quiero saber cómo queda la criatura.

—¡¿Ah?!

—Claro, ¿no tendría usted curiosidad?

—Mire, esto de los embarazos y partos con tanta gente cada vez se hace más difícil. Ya era suficientemente complicado el asunto cuando dejaron entrar a los padres; se desmayaban y teníamos que dejar a la parturienta para atenderlos.

—Pero yo tengo derecho… —dijo Beatriz.

—Y yo… —dijo Jacobo.

—También yo. —Añadió la madre de Yari.

—Y a mí, ¿dónde me dejan? —cuestionó el donante.

—Ayyyyyy… —Se quejó Yari.

—¿Te duele? —dijeron todos a la vez.

—No, es me están volviendo locaaaaaa…

Tocaron la puerta y la enfermera la entre abrió. Desde adentro pudo ver una fila de personas, todas vestidas con ropa de hospital y al final, un perro.

—¿Y quiénes son todos ustedes?

—Pues yo soy la vecina, he estado estos nueve meses haciéndole los antojitos a Yari.

—Sí, señora, pero es que no pueden seguir entrando…

—¿Cómo que no? —preguntó un hombre alto que estaba detrás de la vecina con una guitarra.

—Que no, que no se puede. No van a dejar respirar al niño —insistió la enfermera.

—¡Es niña! —gritaron todos.

—Lo que sea, no la van a dejar respirar.

—Mire enfermera, yo le he estado cantando a esa bebé en el vientre de la madre, desde que se anunció este embarazo —protestó el de la guitarra.

—A mí me tiene que dejar entrar…—dijo un peludo que estaba casi al final.

—Y a usted, ¿por qué?

—Pues, es que, bueno… No puedo explicar ahora. Pero tengo que estar allí, adentro.

Al escuchar la voz del joven peludo, Beatriz se separó de Yari y fue hasta la puerta. Cuando vio al muchacho, empujó a la enfermera y salió agarrándolo por el cuello de la camisa.

—Pero, ¡qué poca vergüenza tienes! ¡No vas a entrar! ¡Sobre mi cadáver entras!

—Señorita, si no se comporta, llamaré a seguridad.

—¡Beatriz! ¡Beatriz! Por favor, vuelve acá. Te necesito, ¡ahhhhhhh! —gritó Yari desde adentro —No le hagas daño, mira que no es cierto que estuve con él.

—Otra contracción… —dijo Beatriz soltando el cuello de la camisa del peludo de mala manera—, voy querida… ¿Y el perro?

—¿Qué pasa con el perro? —preguntó la enfermera exhausta.

—Es el service dog de Yari.

—Que entren, que entren todos… ¡Ya no me importa! —dijo la enfermera halándose los cabellos.

Tocaron la puerta de nuevo. La enfermera abrió. Otra enfermera anunciaba que la comadrona ya había llegado y que el obstetra se tardaría un poco más. Excusaba al doctor por cualquier inconveniente que pudiera causar, pero que estaba seguro que con la ayuda de la comadrona, de presentarse el parto antes de que llegara, todo estaría bajo control.

—Oiga, oiga… —llamó Jacobo el fotógrafo asomándose—, mientras esperamos, ¿podríamos ordenar una pizza?

—¡Imposible! —gritó la comadrona que venía colocándose las vestiduras higiénicas y los guantes para atender el parto de ser necesario.

—¡Ayyyyyyyyyyy! —Yari gritó.

—¿Tienes dolor, hijita? —preguntó la madre.

—No, mamá…Hambre.

—No puedes comer —dijeron a la vez la enfermera, la comadrona y la madre.

—De esta, no paro más, mamá. ¡Qué mal trato! Y esta cama, está dura…

—Bueno, joven, esto no es un hotel cinco estrellas —replicó la enfermera.

—¿Cómo que no pares más, hijita? —preguntó la madre—. Si sabes que mi ilusión es tener la casa llena de nietecitos.

—Pues eso lo tendrá que hacer Ronald…—contestó Yari—. Y hablando de Ronald, ¿dónde está?

—Ni idea, la última vez que supe de él estaba en la Patagonia y de novia, nada.

—Vamos a ver cuánto has dilatado… —anunció la comadrona—. Voy a cerrar las cortinas, hay demasiada gente aquí, ¿por qué?

—Pues mire, está: el padre —que en realidad es otra madre—, la mamá, el fotógrafo, el donante, la vecina, el músico y el service dog. Nadie quiere irse y la parturienta los quiere a todos.

—¡Ja! Habrase visto… esto de la inclusión cada vez es más problemático. ¡Casi no puedo hacer mi trabajo! ¡Despejen! ¡Despejen! —dijo la comadrona—. Bueno, Yari, abre las piernas.

—No.

—Ok… Sé que eres primeriza, pero tienes que cooperar. Abre las piernas.

—¡No! ¡Beatriz! ¡Jacobo! ¡Carlos! Por favor, vengan todos…—Y el perro subió las patas en la cama preocupado de que le hicieran daño a su ama.

—Creo que esperaremos al obstetra —dijo la comadrona corriendo las cortinas, rabiosa, saliendo y tirando la puerta.

La enfermera se fue tras ella suplicándole que no se fuera. Le daba horror tener que atender el parto ella sola, ya estaba vieja y cansada. No era como en los viejos tiempos cuando todo era organizado, esterilizado, y solo los profesionales estaban en la sala de partos con la parturienta.

Ya que no estaban ni la agriada comadrona, ni la vieja enfermera, Jacobo sacó el celular, llamó a la pizzería y pidió pizzas de todos los sabores y a la licorería por bebidas. Había que celebrar y, además, lo cargaría todo a la cuenta de Yari. Cuando se presentó el muchacho de entregas, no lo dejaban pasar. El fotógrafo salió y lo buscó en la recepción, con la excusa de que era de la familia. Como si nada, volvió a la sala de partos, con la comida, la bebida y comenzó la fiesta. Desde afuera se escuchaba la guitarra y todos cantando. De otras habitaciones se acercaron y Beatriz dejó que todos entraran a participar del evento. Ella era de las que pensaban que cuanta más gente, mejor. Comieron, bebieron y hasta hicieron el trencito alrededor de la cama de Yari.

Cuando todos estaban borrachos, llegó el obstetra quien se unió a la celebración, y entre cantos y alegría, nadie escuchó cuando Yari gritaba de dolor, ni cuando la niña llegó al mundo con la única ayuda de su parturienta madre primeriza.

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