jueves, abril 25 2024

EL ÁRBOL DE LEO by Conchi Ruiz

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Leo pensaba que su árbol viviría con él toda la vida. Pero una fría mañana de invierno al mirar al jardín dos hombres luchaban con el nogal a brazo partido y con una horrenda máquina con su querido árbol, compañero de sus alegrías y rabietas. A pesar del frío sudaban porque se resistía a ser quitado de su lugar de posiblemente, cientos de años. Aquella sierra agredía aquella belleza arrugada de su corteza cayendo sobre la hierba, pero las raíces se resistían y el corazón de Leo se helaba cada vez más. Era imposible, se dijo, debería vivir con él toda la vida, había enterrado miles de sueños en esas raíces y pensaba que algún día alguien, cuando pasaran muchos años, ya tendría hijos que sabrían de sus secretos.

Leo lo supo desde el principio, la abuela estaba cansada de ese árbol que llegaba a su ventana y era lo primero que veía al despertar, el viento a veces ponía hojas sobre mi cama y cuando venía del colegio habían desaparecido dentro de aquel cubo que se tragaba todo lo que, para ella, no servía y el odiaba ese cubo porque ahí fueron a parar muchas cosas que él creía necesarias en su vida, en su niñez de mente adulta y es que circunstancias de la vida hacen mentes infantiles maduras antes de tiempo y al contrario, a los adultos se les madura rápidamente.

El carácter de Leo no era ni violento ni solía reprochar nada, todo quedaba en ese lugar que llaman conciencia, pero cuando presenció la muerte del nogal, empezó a odiar y lo primero que su mente y sus sentimientos anidaron el odio, fue hacia su abuela…era ella ¡ella! la causante de la pérdida más importante de su vida. Estorbaba, había dicho, iba a plantar flores, rosas creo, ¿para qué sirven las rosas si apenas tienen vida y mueren en un jarrón sin que nadie las mire? Y también reprochó el recuerdo de las noches de sus historias para dormir. Leo no dormía, tenía pesadillas de lobos y guerras mágicas y despertaba en sudores…entonces abría la ventana y en la oscuridad contemplaba la sombra de su árbol, a veces se quedaba dormido apoyado en el alfeizar hasta que le dolían los brazos. Era como mirarse al espejo al despertar.

Se arrodilló en la tierra y también despreció a aquellos bichos que entraban y salían del agujero que habían dejado las raíces, arrancadas al fin. Fue un otoño triste, desolado y vacío.

Al cabo de un tiempo floreció el rosal y no podía soportar verlas y dejó la labor de regarlas a la lluvia… A su alrededor cadáveres de avispas. Ella, la abuela, ya no estaba y todo olía a humedad y Leo se cambió de habitación sin ventanas, pensaba que en su camino hacia la nada, la abuela se habría encontrado  con el árbol de su vida y le daría sombra a su alma.

 

Pasaron varios años, los suficientes para recibir su imagen en el espejo de un hombre maduro de aspecto taciturno, el trabajo ocupaba todo su tiempo y ahora que ya retirado y con todos los medios para disfrutar, se sentía vacío  viendo el transcurrir del tiempo. Algo seguía atenazando sus sentidos y su alma y se hizo culpable sin un juez que lo acusara, tampoco tenía a nadie que lo defendiera, no se casó y las relaciones que tuvo fueron un fracaso. Cada día miraba por las ventanas de su adosado en un elegante barrio a los niños jugar…sentía añoranza y al final cerraba las ventanas y corría las cortinas, pero las voces y los gritos infantiles llegaban hasta él.

 

Era una tarde de otoño que anunciaba un frío invierno, desapacible como su espíritu, nunca quiso hacerse peguntas y se esquivaba a sí mismo, le avergonzaba su cobardía, revolvía entre sus recuerdos buscando su infancia ¿la tuvo?, sí, en algún tiempo y lugar. No recordaba a sus padres hasta creyó que no los había tenido hasta que empezaron a nacer preguntas en su mente. No tenían respuestas y sólo le llegaba el vago recuerdo de su abuela, una mujer de una particular belleza, impulsiva toda su vida y había tomado muchas decisiones sin preocuparse del futuro y siempre la oyó decir que si había arrepentido de ninguna de ellas, sólo se lamentaba de las decisiones perdidas. Así llegó a sus 60 años y se le presentó la decisión más dura y dolorosa de su vida, aún más que el abandono del hombre de su vida, un tal Fred que aparecía escasamente entre sus cartas o recuerdos. ¿Sus cartas y recuerdos? ¡Sí! Leo las guardó hacía muchos años, cuando cerró la casa y a la que prometió volver y jamás lo hizo.

Con cierto nerviosismo buscó el lugar donde guardaba todo aquello. No aparecían. Como un presagio el viento empezó a batir con fuerza en los cristales dejando mudas las voces de los niños. Cerró las ventanas y subió al piso superior a hacer lo mismo. Esa escalera la subía cada día, varias veces y durante años. Las habitaciones y el despacho. Sintió flojedad en sus piernas ya cansadas, ¿qué ocurría? Leo entró en el despacho y cerró las ventanas, el jardín estaba lleno de hojas caídas de los árboles. Unos rosales del jardín vecino se habían quebrado y morían en la tierra del jardín, nunca antes se había fijado en ellos y se estremeció.

Abrió el cajón oculto de su mesa y allí estaban. Le temblaron las manos. En aquella caja no ponía cosas de la abuela, solo Ellen, su nombre. Empezó a abrir algunas cartas, cartas de amor a Fred y supo cómo se fue muriendo aquel amor hasta ser abandonada con una hija, la madre de Leo, la boda, su nacimiento, parte de su infancia hasta el accidente donde tuvo que tomar la mayor decisión de su vida, la de hacerse cargo de Leo todavía en la cuna, educarlo, amarlo y pasar noches en vela a su lado. Dejó las cartas y miró tras los cristales, ya no era solo viento y lluvia, era un huracán, los rosales del otro jardín seguían muriendo derrotados por la fuerza de la Naturaleza.

Su viejo Ford dejó de existir muchos años atrás. Llamó a un taxi que se resistía a acudir, pagaría el doble.

La puerta de hierro había desaparecido hacía muchos años, la casa no tenía sus tejas de pizarra y estaba habitada por  cientos de palomas que habían hecho su nido para vivir. Dio la vuelta pero pudo entrar en la cocina, no había puerta, sólo un trozo de jirones de madera podrida. Las escaleras crujían y faltaban peldaños, las palomas enloquecidas volaban a su alrededor. Dio la vuelta y bajó las escaleras. Temblaba. Fue hacia la lápida y no había tal, solo un gran trozo de piedra a punto de hundirse también. Vio una rama con espinas imbatible al tiempo ¡el rosal! Esa habría sido la última decisión de Ellen, su abuela, antes de realmente descansar en paz. Y Leo lloró con gemidos profundos.

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