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El gran libro de Markut by Diana González

ec4cc9d6304fca4e8ecdcaa7b87f3fa2 Capitulo 3  Pelayo El Profesor, Gustavo, tiene la costumbre de creer que tengo respuesta para todo, a lo que siempre le contesto que en realidad lo que tengo son preguntas para todo, a lo que él contesta que eso es lo que me hace valiosa. Con estos argumentos, que más veo yo como infantiles e inofensivas argucias para conseguir sus cometidos, se me apareció aquella vez que me habló de Pelayo. La particularidad era que Pelayo tenía cinco años, provenía de una casa adinerada y la fama de buen educador a lo que se sumaba su necesidad económica y la cuantiosa mensualidad propuesta por sus padres, lo habían llevado a aceptar su custodia diaria de nueve de la mañana a seis de la tarde, salvo días festivos. Pero había en el medio de este cotidiano, unas tres o cuatro horas que Gustavo daba clases a chicos de otras especialidades y no podía atender ni las necesidades culinarias que requería el no demasiado robusto, ni demasiado alto Pelayo, pero sí de una vitalidad, curiosidad y capacidad que lo hacían maravilloso y a veces intratable. Y era ahí donde entraba a tallar mi saber, mi cocina y mi paciencia, por supuesto por parte de la paga. A los dos días de su propuesta apareció Pelayo en acción. Tenía el pelo ensortijado y rubión, las mejillas sonrosadas, los ojos grandes, era delgado con manos y pies grandes y como una cierta circunspección anacrónica y atávica. Los primeros días en casa los dedicó a investigar todo con una precaución, cautela y curiosidad felinas. A diferencia de lo que esperaba no me hizo preguntas como, por qué estaba aquí o cuándo vendrían sus padres o qué íbamos a comer. Tampoco me preguntó si Felipe mordía o como se llamaba, o cuántos años tenía. Se limitó a deambular por la casa hasta que lo llamé a la mesa, entonces muy decidido cogió una silla, la arrastró hasta el lavabo, se subió, se lavó las manos, se bajó, se las secó y arrastrandola otra vez volvió a tomar posesión de su lugar en la mesa, pero suplementada, su silla esta vez, con dos almohadones cuadrados y abultados. — ¿Qué comemos hoy? —Preguntó desplegando la servilleta. — Puré amarillo y medallones de lomo. Le contesté mientras le servía un poco asombrada por su compostura, entonces me miró con esos ojos maravillosos que ya eran armas de gran seductor y me dijo. — La carne me la tienes que cortar tú. Y así rompimos el hielo.   Pelayo y la vida   Pelayo sufría de una dolencia que me era conocida, detestaba su nombre. Era tan feo dicho solo, como en diminutivo, como poco acertado al acortarlo. Pelayito, Pela, Ayito, Ayo… No había manera. No le conté la historia de mi nombre pues no quería desatar querellas con aquellos padres que solo conocía por teléfono y que conocían de mí el tono de voz y las referencias que les había dado Gustavo, pero que jamás se habían tomado la molestia de venir a ver con quién y dónde pasaba de tres a cuatro horas, todos los días de su vida, incluidos fines de semana no festivos, el menor de sus seis hijos. Mi preocupación porque lo aceptara o lo cambiara pero que lo resolviera sin pesadumbres me llevó al terreno de la fantasía, no sé muy bien como comencé a contarle cuentos de mi propia invención, con personajes que le pudieran asistir y guiar. Lo que empezó siendo un juego se transformó en nuestro hábito después de comer mientras tomábamos nuestro té digestivo, sentados en el sofá y Felipe dormía en su regazo o a su costado. Él no sólo participaba con afán, sino que el entusiasmo lo llevaba hasta interpretar o crear personajes a medida que el cuento crecía y nos iba envolviendo. Estos cuentos no solo sirvieron para posicionarnos en nuestros roles, yo era una especie de abuela y él, un niño buscando lo que a todos es necesario: amor y atención; sino que también fue perdiendo el rictus de la impaciencia del que espera por el de la alegría del que participa, perdió el rigor de la ascendencia, por la libertad de la creación. Habíamos inventado la tierra del principio, una especie de Atlántida prodigiosa donde todo tenía solución. Un día que hacía mucho frío y tuvimos que esperar hasta las once para que el operario nos acercara la bombona de la estufa, mientras tomábamos chocolate con churros me preguntó — ¿Y cómo se calientan en Principia? — Ah, ¿no sabes? Con las piedras ignicólicas, son refractarias. — ¿Qué es refractarias? — Que almacenan energía y luego la expanden. — ¿Qué expanden? — Que la devuelven, pero más grande. — ¿Y entonces? — Bueno, en Principia hay una cantera muy grande, muy grande, muy grande de piedras ignicólicas. — ¿Igni… qué? — Ignicólicas, son una piedras que solo existen en Principia, son rosadas y tienen la propiedad de recibir el calor y guardarlo en su interior, lo expulsan solo cuando no corre demasiado aire o el entorno es frío. Así las gentes de Principia construyen una de las paredes de sus habitaciones con estas piedras, dejan las ventanas abiertas en verano y las casas se mantienen frescas porque las piedras absorben el calor, para cuando el invierno es frío las piedras dejan que el calor brote de su interior y las casas son templadas. — Ah, qué bueno. Y… Su pregunta fue interrumpida por el timbre de la calle, atendí el portero y con alegría sobreactuada le dije que era el señor que nos traía el calor. Él improvisó un baile ritual, saltando sobre un solo pie como un aborigen, con los brazos en alto como un Chamán, sonriendo ampliamente como un niño feliz.   Pelayo a los cinco años era todo un personaje. Sabía jugar solo, eso lo descubrí cuando perdió el recelo y estar conmigo era habitual y bienvenido. Yo disfrutaba mucho de verlo sin que  supiera que lo estaba haciendo. Se iba al centro del patio y la consigna era que no bien se abriera la puerta de calle entraba en casa. Esas  eran las ventajas de usar el patio central que tenemos los vecinos de la planta baja, siendo como es el nuestro un patio techado con una cúpula traslúcida, no solo no había allí peligro ninguno, sino y más bien era un bello entorno para sus andanzas que convertían los potos que colgaban de los balcones internos en lianas carnívoras, los plátanos enanos de hoja ancha en casa, refugio, escondite, las macetas en computadoras o monstruos alienígenas, todo estaba al alcance de su creación, las espadas, los láser, los hipocampos, grifos, unicornios, magos, meigas y hechiceros que moraban en su mente. Atenta lo seguía desde la ventana de mi comedor. Siempre me sorprendía con los personajes que creaba, las voces con las que hablaba y su habilidad para resolver los propios problemas que planteaba. De todas las veces que lo vi en su responsable tarea de jugar recuerdo aquel día que Paquita nos llamó la atención porque según ella el niño hacía mucho ruido. Entonces con el pretexto de la merienda le dije que entrara y que me ayudara a prepararla, le fui dando los platos, las tazas y las cucharas de a uno y por último le di dos servilletas de papel, con la tercera, se me ocurrió hacerle un barco. Era lo único que no debía llevar a la mesa… Inmediatamente presencié el espectáculo del demiurgo, caminaba contoneándose y elevando y bajando los brazos. Aquel era su barco y él su capitán y surcaba los mares con una tripulación taimada que lo desafiaba a quien él ponía en vereda con real justicia y sabiduría. Lo endeble del papel y el trato de sus delgados dedos, aunque después de algunos minutos, hicieron que aquella servilleta lentamente perdiera su forma, pero él no interrumpió su juego, su barco se había convertido en skate y él en superhéroe, luego en tabla y él en surfer que sabía volar; en avión y piloto; en alfombra voladora; en pequeño cachorro de algo, a quien ya sentado a la mesa daba miguitas de polvorones porque era un nido con muchos pichones y su mamá tardaba en darles de comer. Aquel día comprendí la limitación que los juguetes les dan a los niños, intentamos entregarles un mundo concebido y mal masticado sin dejarles construir el propio. También recuperé la frase que repetía mi padre: “para comprender el alma de un niño, primero debes atravesar el umbral de su inocencia.” Y caí en la cuenta que teóricamente yo cuidaba de él y sin embargo más de una vez como aquel día Pelayo era quien cuidaba de mí.   Los dos sentados estábamos a la mesa y yo también agregué migas para los pichones de su nido. Como si se hubiera encontrado con alguno de mis pensamientos, se dio vuelta de pronto, me miró a los ojos y me preguntó — Pan, ¿cuál ha sido el mejor juguete que has tenido? Pero piénsalo bien, el mejor, el mejor, mejor, mejor,  mejor. No tuve mucho que pensar, sabía esa respuesta, que era larga y tenía una historia detrás. — Mi padre era una artista, pintaba letras. Las gentes lo llamaban cuando tenían que escribir el nombre de su negocio o dibujar carteles o ponerle número a sus casas. A él le gustaba mucho su trabajo y quizá por eso nunca lo cobraba caro, quizá como él mismo decía, tenía mucho y nos mantenía. No nos faltaba ni estudios ni vestimentas, pero la verdad que no daba para lujos. Había en el pueblo donde vivíamos una juguetería muy grande, muy grande. Y a él y a mí nos gustaba ir juntos, a él porque compartíamos juguetes que me prometía pero no me podía comprar, a mí porque él se transformaba en alguien de mi edad — ¿Cómo cuando nosotros jugamos? —preguntó Pelayo. — Si, como cuando nosotros jugamos. — De todos los muñecos de distintos tamaños que había allí —proseguí, recuerdo un payaso, que no me daba miedo, era de trapo, salvo la cara que era como de plástico pero simpática con ojos grandes, dulces y chispeantes, un poco de barba, una sonrisa abierta y una gran boca blanca dibujada; del bombín le salía una margarita y sus zapatos sonreían, tenía un pantalón a cuadros y un saco de levita, guardaba un gran parecido con Charlot —— ¿El de las pelis? — Si, ese Charlot. Siempre que íbamos y nos pasábamos un tiempo allí jugando, antes de irnos pasábamos por la repisa donde estaban apilados los Charlot, mi papá tomaba uno, me lo alcanzaba y se agachaba a mi altura. Entonces decía — Petra, algún día te lo voy a comprar. Me gusta porque está bien logrado, tiene ternura en la expresión. — Sí, porque no asusta. Le contestaba yo. Pelayo se acercó y puso su cabeza en mi regazo mientras me abrazaba y se dormía. Me envolvía otra vez el calor del mejor regalo que había tenido nunca, la ilusión de un deseo compartido. Sin la responsabilidad de que alguna vez se cumpliera, simplemente, con la certeza compartida de que los sueños alguna vez se vuelven realidad. Con mi padre soñábamos seres sin agresión, con Pelayo mundos mejores.

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