Con su particular estilo Mel Gómez quien reside en Texas nos invita a su lectura
Bartolo y Eduviges estaban recién casados. Los abuelos de la novia, Paquita y Nicanor les habían heredado una casita que quedaba en el norte, entre unas ruinas romanas y bastante cerca del mar, como parte de su dote. Ella no estaba muy enamorada de Bartolo; no le parecía feo, pero había algo en él que no le acababa de gustar del doto. Siempre la miraba con sospecha y le preguntaba mucho por el dinero de su familia. Alguien le había contado que los padres de Eduviges tenían hasta títulos nobiliarios y que tan pronto se casara, ella podría reclamarlos para ella y su marido. Muy mal informado estaba el hombre, pues a la gente le gustaba inventarse historias con tal de que las muchachas menos aventajadas, ya fuera física o con poca o ninguna dote, se casaran y formaran sus familias y si era lejos de la ciudad, mejor. El caso de esta jovencita no era diferente.
Corría el siglo XIX y transportarse de un sitio a otro era muy difícil, sobre todo para ellos que estaban acostumbrados a la vida en Barcelona. Eduviges tomó lo mínimo y lo subió a la caleza, alegando que para tan largo viaje no le era necesario llevar tantas cosas, que podría hacerse de lo necesario cuando llegaran a su destino. Bartolo, por su parte, estaba convencido de que recibiría la dote —que incluía el título nobiliario muy pronto—, y se subió al transporte que también le habían regalado los ancianos y se dispusieron a emprender un largo y duro viaje por aquellos desconocidos caminos. Los ancianos se quedaron en el portal diciéndoles adiós con la mano, alegrándose de que por fin se quitaban de encima la responsabilidad de la nieta, que hasta ese momento había sido una carga muy onerosa. Conseguirle el marido había sido un triunfo y hasta utilizaron los chismes del vecindario para que regaran lo del título nobiliario y la fortuna de la familia. El hombre cayó rendido a los pies de la muchacha, sin mucha dificultad.
Los jóvenes partieron, sin tener una idea de las vicisitudes que pasarían por el camino. Llevaban a la sirvienta de Eduviges, de unos quince años, una muchacha huérfana, menudita y tímida a la que los abuelos habían llevado a la casa desde que tenía ocho años para servirle a la nieta; y un negro mozalbete que había llegado del otro lado del Mediterráneo, muy trabajador y de su entera confianza. Salieron desde Barcelona muy temprano. Era el verano, pero la brisa estaba algo fresca a esas horas. La esposa llevaba un chal y el esposo un abrigo. Bartolo era un tipo prepotente y pensaba que lo sabía todo. Enseguida se encargó de dirigir el viaje, a pesar de que el negro le dijo en varias ocasiones que se estaba saliendo del camino.
—Yo soy el que tengo el mapa, negro. No sabes ni por donde vas.
—Señor, hay que seguir las aves, ellas saben donde está el agua y ahora mismo no tenemos mucha. Además, si las mujeres quieren bañarse, o usted…
—¡Bañarme! ¿Estás loco con este frío?
—Y las mujeres…
—¿Quieres que se enfermen y sea aún más difícil el maldito viaje?
—No, señor —Terminó el negro mirando al suelo.
Llevaban varios días viajando y Eduviges preguntó por donde iban. El marido respondió de mala gana que ya iban por Zaragoza.
—¿Y cuánto falta? —insistió.
—Mucho…
—Podemos buscar a alguna comarca y descansar un poco. Quiero bañarme, dormir. ¿Puedes?
—¡¡Negro!!
—Sí, diga usted.
—Ya escuchó lo que dijo mi mujer.
—Sí, vamos por este camino, es uno vecinal, pero estoy seguro que nos llevará a alguna aldea.
Después de caminar bastante, llegaron a un monte desde donde se veía un pequeño poblado con unas casitas de adobe. De momento el caballo comenzó a inquietarse. Se movía de un lado a otro, pero no adelantaba el paso. Se alteró al punto de brincar y echar la poca carga al suelo. Todos se bajaron de la caleza asustados.
—Los animales presienten cosas —dijo la niña que los acompañaba.
—¡Bah! No hables tonterías.
—Señor, cuando un caballo no quiere ir es porque ve al Diablo.
—¡Cállate, tonta! ¡O te azoto a ti también!
Bartolo agarró el fuete y castigó al pobre animal tanto, que fue una suerte que ninguno estaba en la caleza, pues el caballo, con tal de no ir al lugar, se desbocó barranco abajo.
—¡¡Eres un salvaje!! —reclamó la esposa—. ¿Ahora que vamos a hacer sin caballo, sin cosas, sin nada?
—Ya… tranquila… Caminemos. Negro, Lola, recojan lo que calló y llévenlo al hombro hasta el pueblo —dijo tomando la mano de su esposa—. No está lejos. Allá pediremos una caleza o caballos, ¿te parece?
Eduviges no estaba muy contenta con tener que recorrer aquel tramo con los zapatos que había comprado para el matrimonio, pero era eso, o ir descalza. Disgustada bajaba el cerro enfangado, viendo el ruedo de sus faldas cambiando de rosado a rojo tierra.
—No te quejas, esposa. ¿Ves? Es tierra buena…
—No te acomodes mucho, tenemos que llegar a Galicia —respondió la joven esposa.
Entrando al pueblo no se veía nadie. Las carreteras enlodadas y vacías daban la impresión de que no había un solo habitante. Bartolo mandó a la chica y al negro a buscar si había un alma en aquel lugar. Ambos fueron, entraron casa por casa, pero no encontraron a nadie.
—Es raro —dijo Bartolo en voz alta.
—Espera, creo que vi a alguien por allí… —dijo Eduviges—señalando una sombra que vio pasar sigilosamente.
—No vayas, no sabes lo que has visto.
—Pues no seas cobarde y ven conmigo.
Él la acompañó, pero no había nadie. Enseguida ordenó a la niña y al negro a que buscaran la mejor de las casas y la recogieran, además de prepararles un baño. Ambos obedecieron. Tan pronto terminaron con el baño y quedaron los sirvientes desocupados, les enviaron a que buscaran de comer. Ellos se quedaron descansando en una cama pequeña que estaba en ese lugar.
¿Por qué se habrá ido todo el mundo? Qué raro… —Seguía preguntándose Bartolo.
Los sirvientes llegaron con unas viandas y se pusieron a hacer una sopa. Tan pronto estuvo, la sirvieron y esperaron a que los amos comieran primero. Se quedaron haciendo tareas y comieron apartados. Cuando ya los esposados se habían retirado, se acostaron en sendas hamacas. Según pasaban las horas, el viento soplaba y hacía un ruido tal, como si hubiera búhos muy cerca. La niña estaba muy asustada y qué decir del negro, quien mostraba sus ojos exaltados con sus corneas amarillas, espantado. Afuera, se escuchaban los gemidos de excitación de los recién casados y la muchacha preguntaba al negro, si la señora estaría bien. Él le hacía un ademán con la mano para que no se preocupara por ello. Cansados y con frío se quedaron dormidos muy pronto.
Horas más tarde, se escuchó un grito gutural que en la noche hacía eco por toda la comarca. Desde la hamaca, la niña y el negro podían ver como descuartizaban vivos a sus amos y los comían sin piedad. Nunca habían visto seres así. Sus bocas tenían dientes afilados y con cada mordida, la sangre rodaba por el lado hasta las camisas que se teñían de rojo. La muchacha y el negro pensaron que ese era su final, pero ni los miraron y volvieron a irse.
No esperaron a que acabara de amanecer. Agarraron los documentos y las pertenencias y siguieron camino a Galicia. Una vez allí reclamaron la casa y la herencia que les correspondía a sus amos. Nadie se opuso, pues aquella casa hecha de piedras, estaba abandonada hacía más de cincuenta años. Los abuelos de Eduviges ni se dieron cuenta de lo sucedido, pues estaban tan felices de que la nieta se fuera, que ni siquiera extrañaron que no escribiera, tampoco le escribieron. Bartolo, no tenía familia que lo procurase.
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