jueves, abril 25 2024

DE ATARDECIDA by Fernando García Siles

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El día había sido especialmente triste. El otoño hacía tiempo que se había adueñado de aquella loma, casi siempre verde, dándole a la frondosa yerba una tonalidad húmeda, brillante y refulgente. El sol, aunque por aquellos andurriales era de poco verse, permaneció obstinadamente oculto entre una inmensa maraña de negros cúmulos que regalaban a la tierra una tenue pero persistente llovizna. Cualquiera que hubiese mirado al cielo habría comprendido que aquello no podía traer consigo nada bueno: demasiada tristeza, demasiada melancolía, demasiada oscuridad, aunque la noche, impaciente por dejarse ver, todavía no había puesto sus pies sobre aquellas laderas.

La casa de labranza, abandonada a su suerte en medio de aquel paraje donde solo la acompañaban algunas vacas- gordas y perezosas- y algún podenco paupérrimo, se erguía orgullosa como la más bella damisela. Sus puertas de madera noble, raídas y quemadas por el tiempo y la humedad, estaban cerradas a cal y canto. Alguien de mente fría, calculadora, trastornada, impasible a ningún buen sentimiento, llevaba a cabo con milimétrica precisión el más abyecto de los crímenes que se pudiese imaginar y que, por más que se repitiese a diario, nadie podría, en su sano juicio, encontrar una disculpa ni una explicación lógica.

—¡No, por favor, los niños no! ¡No tienen la culpa de nada!

Una voz angustiada, el grito desgarrador de una mujer, se dejó oír desde fuera del caserón y ni el más impenetrable portón, ni el más grueso muro, hubiera impedido que así fuera. Unos disparos la acallaron y dos de ellos-certeros y macabros- cercenaron la vida—de los críos, atravesando sus cráneos como si de un papel de fumar se tratase. Unos segundos más tarde, la figura de una mujer joven salió corriendo del infierno en el que se había convertido aquel lugar hasta entonces tan apacible. Estaba aterrada, desconcertada, nerviosa, sin apenas atinar con lo que hacía, tropezándose por doquier, resbalándose con el lodo que se había ido creando a lo largo de aquel día para la ignominia.

—¡Hija de la gran puta! ¡Te voy a matar! ¡Pagarás por todo lo que me has hecho!

Aquel hombre grueso, de toscos modales, de mirada huidiza y llena de odio, iba tras ella enarbolando aquella pistola que había dado muerte a sus hijos. Él también resbalaba, él también se caía, el también, en su incontenida ira, apenas coordinaba sus movimientos, lo que le daba a la mujer algo de ventaja. Sin embargo, los disparos que le hizo casi le alcanzan al menos un par de veces.  En un momento dado, ella se puso tras un árbol, desapareciendo de la vista. Oía su respiración, su odio contenido, sus ganas de acabar con ella. Rezaba al tiempo que se besaba aquel crucifijo de plata que colgaba de su cuel—o, regalo de su madre por su primera comunión. Pensó que se había equivocado y que nada había hecho bien, que había sido una necia confiando en su propia capacidad y que nunca debería de haberse enfrentado a aquel animal. Con todo, lo hecho, hecho estaba y no merecía la pena darle más vueltas al asunto. Lo esencial era salir de allí con vida e indemne, como tantas veces había ocurrido con anterioridad, que no era la primera vez que se encontraba en una situación parecida por más que le pesase y avergonzase reconocerlo. Un jamelgo curioso se le acercó e intentó ahuyentarle sin ningún éxito. El hombre, su incansable perseguidor, se percató al instante y una sombría sonrisa se hizo ver en su iracundo rostro. Tomó carrerilla para hacerse con ella y, rodeando el tronco de forma felina, por fin la atrapó aferrándola por el cuello y apuntándola con el arma.

—¿Cómo me has hecho esto, puta? ¡Has destrozado mi vida y te voy a hacer pagar por ello! ¿Cómo te has atrevido?

La encañonó en la sien mientras que una lágrima sentida resbalaba por sus mejillas trasformando su duro gesto. Balbuceaba, gimoteaba, y sus manos, tan seguras hasta aquel preciso instante, empezaron a temblar sin apenas control. Sí, estaba decidido a saltarle la tapa de los sesos a aquella puta a la que tanto despreciaba y a la que achacaba su tan inmensa desdicha. Cerró los ojos para tomar aliento y disparar. Dudó por un instante, lo suficiente como para que ella, viendo llegar por el camino forestal a la patrulla de la Guardia Civil, les gritase pidiendo socorro. Él le tapó la boca, pero ya era tarde, ya había sido vista y oída; el coche se les acercó veloz, sin importar las piedras a medio enterrar ni los baches del camino de tierra. La benemérita le dio el alto, mas no cejó en su empeño. La pistola seguía apuntando a su cabeza, incrustándose el cañón entre sus alborotados cabellos, deseosa de cobrarse una nueva víctima.

—Ustedes no comprenden… – susurró apenas-. Ella ha acabado con todo lo que yo quería…No merece seguir viviendo, se los aseguro.

Tan solo el atisbo de disparar fue suficiente para que los guardias sacasen sus armas reglamentarias y le acribillasen sin más dilación. Sin duda habían salvado a una inocente de las manos de un maldito descerebrado.

*

Tras tomarle declaración, salió de la casa cuartel. Su compañero la esperaba a escasos metros de distancia y se acercó a ella nada más verla, con aire de preocupación.

—¡Misión cumplida! Ya podemos cobrar el encarguito. La verdad es que me fue muy fácil cargarme a la mujer y a sus hijos, pero el cabrón del padre, al que no esperaba tan pronto, me sorprendió y casi me agarra. Tuve que salir por piernas, se me cayó la pistola y la cogió el muy hijo de la gran puta. ¡Qué susto me ha dado! Casi me mata y, lo que es todavía peor, casi nos deja sin cobrar-rieron a mandíbula batiente-. Ser sicaria es una putada, ¿no crees?, pero jodidamente rentable.

Nota Fernando García Siles ha escrito La Chusma

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