jueves, abril 25 2024

ADULTERIO CON ESCAFANDRA Octavi Franch

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Está de rodillas, bien agarrado a los tentáculos cefálicos. No puede restañar la vomitera. Las tripas se le filtraban intestino abajo. Horas más tarde, consulta el peso de su maltrecho cuerpo: dos kilos menos. Este mes ya ha perdido once. La alergia lo matará. Tendrá que irse, muy pronto. Todavía no puede morir, no obstante. Es el último de su etnia. El último yra.
Sin descendencia. Hijo único; madre muerta; de padre desconocido. Acto seguido, Syorkay se conectó a la red. Tecleó SANIDAD. Según el último comunicado
médico oficial, se recomendaba a los yras que emigrasen al satélite Syn, una de las lunas de Fheynn, el tercer planeta en la órbita de la galaxia Eeyr. No os afectará la alergia, prometía el informe del gobierno. En cuanto anocheció, se fue. En la huida dejó atrás hogar, compañera uk unitentacular y tres hijos, clónicos como la madre. Ni se despidió. Ellos aún gracias que estaban inmunizados.
El recuerdo de su padre afloró, de repente. Nunca lo había sentido tan de cerca. Nunca. Lo creía soterrado en el olvido más profundo.
La azafata-androide les deseaba un buen viaje. Una vez debidamente criogenizados,
llegarían en menos de dos años-luz. Durante el sueño, previamente seleccionado, caviló la posibilidad que una yra le esperase en la lejana galaxia. Se moría por malvivir con ella, por agonizar a su lado, por restregarle su tentáculo abdominal, por copular con ella; por perpetuar la especie.

La misma azafata-androide lo despertó. Bienvenido a Syn. Antes del aterrizaje, un intérprete alertó a los pasajeros: Acaba de estallar una guerra civil. Se enfrentaban androides contra mutantes. Además, corría el rumor de que ambos bandos aniquilaban, sin contemplaciones, cualquier tipo de ser que deambulara por las calles sin intervenir, directamente, en el conflicto. Algunos viajeros decidieron modificar su trayecto. Syorkay, no obstante, no. Prefería morir de un disparo en la cabeza que con la entraña arrojada por un último retortijón de dolor.
La nave se alejaba, universo allá. El espíritu del padre estaba en aquel diminuto y
frágil satélite. Notaba su aliento detrás del código identificativo.
En la embajada interestelar, le informaron de todos los qués y porqués. Ante todo,
era necesario que pasase el control de desinfección. Aparte de la consabida enfermedad vírica, no le detectaron ninguna otra anomalía que le impidiera la entrada y consiguiente estancia en el satélite. Otra androide le notificó, para su interés, que precisamente en aquellos momentos también tenían registrada a una yra, desde hacía unos cuatro meses. Se llamaba Mhean Oyche.
El ordenador central confirmaba que se trataba de la única hembra de esa raza en toda la galaxia. Había vuelto a nacer.
Cinco horas de turbulencias a bordo de una nave-lanzadera interplanetaria. Durante
el viaje, la sombra de su padre le murmuraba «Ves con cuidado, hijo». El taxista le aseguró que la revuelta se estaba exacerbando. Mataban a diestro y siniestro, sin comprobar si eran turistas o enemigos.
Después de descender del aerotaxi, continuó con su odisea para contactar con Mhean
Oyche. Ratas, grandes como perros, olisqueaban y elegían los desechos acumulados en la
calle. Confirmó las señas. Sí, es aquí. No, hijo, no subas. Ni caso. Nadie contestó a la llamada, pero la puerta se abrió. El ascensor lo elevó hasta donde vivía la yra.
—Buenas noches… Disculpa que no me haya anunciado, pero…
—No sufras. Te estaba esperando. Entra, por favor. Estás en tu casa…
Los tentáculos de ambos se estremecieron. Se arrugaban y se alargaban,
espasmódicamente. Nunca había podido amar a una de las suyas. Se pondría las botas. Hijo, no… Ya está, papá. Ya la he preñado. La especie, papá, piensa en la especie. Con las antenas rozando la piel, se durmieron.

Por la mañana, ella ya no estaba a su lado. Estaba encima de él, con el tentáculo
lumbar que le estrujaba el sexo.
—Me haces daño… —se quejó Syorkay, muy maltrecho.
—Será un momentín de nada, como siempre.
—¿Qué quieres decir?
—Es la hora, Syorkay. Gracias a nosotros, la raza seguirá adelante. Tendré un hijo
puro, cien por cien yra. ¿Lo entiendes? ¿Puedes llegar a comprender la transcendencia de nuestra misión?
—Sí, pero…
—Es la tradición, Syorkay.
Lo apretujó un poco más, hasta el ahogo.
—… No sé… de qué… me hablas…
—La alergia. Tienes que morir, Syorkay. La tradición…
Antes de que Mhean Oyche lo sacrificara, Syorkay entendió por qué su madre nunca
le hablaba de su padre.

FIN

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