jueves, abril 25 2024

Cita Ineludible by Diana González

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Este relato saldrá publicado Habitación 64 (obra colectiva que participan varios autores)

Aleia miró por la ventana, reconoció aquel resplandor extraño en las nubes bajas. Bajó los visillos y con alta voz de mando dijo:

— ¡Alewives! Prepara la habitación sesenta y cuatro. Alguien vendrá y ella lo está esperando.

La muchacha, atenta y servicial cogió un par de sábanas blancas de hilo de algodón, y a toda prisa subió los sesenta y cuatro escalones que la separaban de la suite más lujosa de aquella casa de huéspedes.

Aleia decidió que sería una mujer joven y bella de largos cabellos negros y rasgos orientales quien recibiría al que vendría.

Cuando el cielo brillaba de nubes, siempre llegaba alguien especial.

Alonso estaba en el comedor de  su casa, afuera una llovizna pertinaz no cesaba. De momento lúcido, escribió:

«Saldré a por algunas vituallas, no me esperen para cenar.»

Sonreía al escribirla, sonreía tranquilo y sapiente. Sabía que no bien ganara la calle, al compás de sus pasos su mente se nublaría. Debería caminar enérgicamente para lograr un recorrido amplio, estaría bien que eso sucediera a una distancia suficiente como para que no le encontraran.

Afuera estaba el tiempo, transcurriendo ominoso, anodino y estéril como todos los días.

Afuera estaban sus hijos, trabajando, olvidando y resistiendo, como todos los días.

Él había estado allí, en el tiempo de hacer y criar, pero ya no. Ahora todo lo condenaba a una estancia  permanente dentro de las paredes de su casa, entre fotos y prendas de quienes no estaban.

Había ido cumpliendo años rodeado de ausencia.

Porque la ausencia se nutre de detalles y crece hasta ganar todos los espacios.

Un día al abrir un cajón, aquel mantel bordado por su mano. Sostener entre sus dedos aquel jarrón ya sin las flores. El mandil  eternamente colgado en el gancho detrás de la puerta.

Pero por suerte, en el desmañado mundo, existe el olvido. Esa sombra a veces brutal, a veces piadosa que es hermano de la soledad.

En los, cada vez más escasos, momentos de lucidez agradece que el olvido se lo esté comiendo por dentro.

 

Salió a la calle, camino apenas un par de cuadras. Esperaba la nebulosa, esperaba que pronto esa sensación de nada, ese vacío, volviera a convertirlo en un saco de huesos, pero nada sucedía. Seguía reconociendo calles, comercios, direcciones.

Entonces decidió que su paseo sería aún más largo de lo planeado y subió la cuesta que desembocaba a la circunvalación. Caminaría al costado de la ruta hasta los olivos.

La noche era fría, alzó el cuello de su abrigo e intentó calzar mejor sus anteojos.

Poco a poco las calles fueron desapareciendo, dando lugar a un sendero angosto donde sus ojos miopes sólo veían sombras indescifrables, que se movían, crecían se agrandaban y achicaban amorfas. Llegó a los olivos, los senderos se ampliaban entre los árboles, caminó su tierra roja, como cuando era joven y trabajaba en su cosecha.

Sintió un dolor en el pecho, lo atribuyó a la nostalgia. Siempre que recordaba dolía.

—Por eso es mejor el olvido. —Se dijo convencido.

Puso su mano a manera de visera para ver el camino. Las sombras corrían, iban hacia adelante, como en un oleaje que lo mantenía atento, luego volvían a él, para volver a irse. Eran sombras se cardúmenes, de aves gigantescas de carreras de Tuaregs sobre camellos negros.

Si bien su corazón latía con fuerza, su decisión de seguir adelante no la frenaría ninguna visión por vívida que fuera.

Todas las sombras confluían en un punto, que poco a poco se hizo más visible. Alonso aguzó su vista sin llegar a distinguir si era él quien avanzaba hacia ellas o eran las luces las que se precipitaban hacía él.

Reconoció esa extraña sensación que tienen los ocupantes de dos trenes detenidos en andenes juntos y en distintas direcciones. En el primer momento que alguno se mueve, desde dentro, es difícil precisar cuál es.

 

Aquello que veía iba definiéndose, teniendo contornos cada vez más sólidos, colores, ventanas. Definitivamente era un edificio, con luces, cortinas, balcones, y una escalera a una terraza por la que se accedía a la puerta de entrada. En principio creyó estar alucinando debido a la falta de claridad que su mente venía sufriendo hacía ya tanto tiempo. Sonrió sacudiendo la cabeza a uno y otro lado, creyendo estar seguro que no había ninguna construcción, y menos que menos una semejante a aquella, en mitad de aquel campo.

La lluvia cesó, avanzaba ligero y decidido. Una recuperada fuerza interna seguía empujándolo hacia adelante. Extendió el brazo buscando algo para asirse y su mano se apoyó en la balaustrada.

A su contacto frío y pétreo sintió una punzada en el pecho, había hecho el último recorrido con muchas prisas.

—Quizás sea bueno detenerse y disfrutar lo que se nos pone por delante, sin pedir o dar explicaciones. —Pensó mientras subía lentamente pero sin dificultad.

 

Pedro llegó a la casa y vio la nota sobre el mueble del recibidor. Tras leerla, y luego de buscar en todas las habitaciones, el patio, el baño, hasta en el lavadero,  con gesto apresurado llamó desde su móvil, atendió la conocida voz de su hermana.

—Carmen, papá se ha ido.

—¡Qué dices!

—Que ha dejado una nota, dice que no le esperemos a cenar.

—Por favor Pedro, ve a buscarlo. No me explico cómo encontró la llave. Debe estar cerca del mercado. Solo me faltan veinte minutos para salir del trabajo, por favor Pedro, ve a por él. Te encuentro en el puesto de Nora.

Antes de salir Pedro revisa el cajón donde la llave de repuesto está escondida y allí la encuentra, se va a la calle sin entender cómo ha hecho su padre para salir de la casa.

 

Alonso no ha tenido necesidad de llamar a la puerta, ésta se abrió no bien él subió las escaleras del elegante, anacrónico y gran edificio que refulgía en mitad de una noche blancuzca de nubes.

Una vez dentro pudo ver a su alrededor. Era una estancia enorme y suntuosa.

Difusamente iluminada por luces cálidas, en el centro del patio una fuente con chorros de agua, al costado de la recepción una acristalada puerta de acceso a los jardines.

No bien entró el recepcionista le sonrió. Sin dudarlo, como si se tratara de algo habitual se acercó al mostrador para pedir su habitación, la número sesenta y cuatro.

Sonrió. Sabía  que era una cita ineludible, cuando la vio parada en el centro de la escalinata principal volvió a sonreír, ella lo estaba esperando, lo saludo atenta y se giró en redondo. Alonso supo que la seguiría a donde fuera que lo llevara.

 

El innegable dolor de Pedro y Carmen se fue apaciguando gracias al transcurso de los días, los trabajos, los horarios. Todo fue progresivo y a la acostumbrada manera de los ritos citadinos. Sintieron la culpa por la falta de cuidado, el tiempo que faltaron a sus ocupaciones sopesaron la ausencia, para finalmente  caer en el alivio de no vivir pensando en volver pronto a casa.

El último paso era la casa, aquel testigo sordo y cargado de ausencias.  La vendieron y con lo que les tocó ambos dieron el anticipo para cada uno conseguir su propio piso con hipoteca.

El círculo se cerraba sobre sus cabezas.

Seguramente conseguirán pareja, se casaran, caerán en la trampa de los créditos personales y una nueva hipoteca por una casa más grande, alguna que otra vacación y las fiestas con los amigos. De vez en cuando la lucidez les dará otras respuestas y quizás para alguno de los dos no se haga demasiado tarde.

Les queda de consuelo y herencia que cuando lo encontraron, casi noche del día siguiente, habiendo ya pasado el rigor mortis, el cadáver de Alonso, su padre, tenía una expresión relajada. Se podría decir que sonreía.

 

Epílogo

Los niños están mirando por la ventana, la casa está a oscuras. Su hermana mayor, en la cocina,  prepara unos dulces. Está oscureciendo y la única lumbre en el comedor, es  de la chimenea.  El fuego teje sombras que van y vienen, parecen cardúmenes, aves gigantescas, carreras de Tuaregs sobre camellos negros.

Juan, el mayor cuenta, histriónico, un cuento de los que hacen estremecer a  su hermano Ramón.

«…Y dicen que se aparece de golpe en mitad de tu camino, es un hotel o un hostal, muy brillante y extraño. A ese edificio solo entran los muertos.»

Se acerca Nuria con la bandeja de buñuelos. La apoya sobre la mesa y da un coscorrón en la cabeza de su hermano Juan.

—¡Deja de asustar a Ramón! Y vengan a la mesa.

¡Tú y tus historias!  Termina con eso o le cuento a mamá y papá cuando lleguen.

Luego enciende las luces, mientras los muchachos comen.

 

 

 

 

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