viernes, abril 19 2024

Jungla by Jorge Aldegunde

Otra vez llegaría tarde al trabajo. Odiaba que se le pegasen las sábanas y que su día fuese, desde primera hora, una batalla perdida contra el reloj. Se puso su gabardina y fue arrojando en el bolso utensilios cotidianos que más tarde lamentaría no haber llevado, entre ellos el teléfono móvil –en el que acumulaba seis correos electrónicos y media docena de mensajes–, el pesado manojo de llaves y la cartera.

En el rellano le llamó la atención que el único ascensor no estuviera, en plena hora punta, ocupado por algún vecino. Sonrió para sus adentros apuntando que, tal vez, su suerte comenzase a cambiar y apretó con premura el botón de llamada varias veces, dispuesta a sacarlo de su sopor.

Una vez dentro, se afanó en buscar la pequeña llave que accionaba la cerradura que desbloqueaba el acceso al garaje. Como de costumbre, ésta se resistía –parapetada tras otras de un tamaño más generoso–. Entretanto, la puerta deslizante se cerró; el artilugio quedaba a la espera de órdenes. Giró el llavín y aguardó a que se encendiera el piloto rojo.

Sorprendentemente, el mecanismo tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, una leve sensación de montaña rusa le hizo percatarse de que, en vez de bajar, subía. Contrariada –vivía en el cuarto de un edificio de quince plantas– chasqueó la lengua; todo fuera que le diese por recoger al vecino del ático y luego se detuviera, solidario, en todos los pisos en el camino de vuelta.

La ley de Murphy casi se cumple: ascendió hasta la decimotercera. El caso es que allí no había un alma. Segundos más tarde, la máquina inició su descenso. Realizó sólo una parada más, irónicamente en su propio piso. De nuevo, la recibió tan sólo un rellano oscuro y desangelado, lo que no hizo sino incrementar su impaciencia. Miró de soslayo al reloj; no veía el momento de enfrentarse al atasco diario.

Notó cómo las lámparas, que colgaban de las esquinas del techo, parpadearon ligeramente. Recordó cuando, de niña, el viejo ascensor de casa de su abuela se detuvo por un fallo eléctrico y no le quedó más remedio que recurrir a la aparatosa alarma. Medio vecindario y una brigada de bomberos más tarde, salía victoriosa. La aventura le había granjeado una fobia a los elevadores que, con el tiempo, había devenido en respeto y, en el presente continuo, puro olvido –fuerza y costumbre ahorcan–.

También percibió cómo el habitáculo rozaba con las paredes del hueco, provocando un ruido estridente y desagradable que anunciaba una pronta visita de mantenimiento. Se repasó en aquel espejo estrecho –estaba satisfecha con la imagen que proyectaba–: vestido largo color entre fucsia y vino, zapato ligero de tacón no muy alto y bolso a juego. Se acercó aún más para estudiar el maquillaje; estaba obsesionada con encontrar la cantidad justa que le permitiese habitar la frontera entre pintarse y arreglarse. Quería que todos escuchasen su discurso sin que su apariencia destacara y pensó que, aparte las prisas, tal vez lo conseguiría.

Un sonido metálico, como el que producen los eslabones de una cadena al entrechocar, precedió a una violenta oscilación del ascensor. Éste se detuvo por un instante que pareció eterno, y luego reanudó su marcha a un ritmo más lento que el habitual. Comprobó el visualizador –indicaba que se encontraba entre el primer nivel del sótano y el segundo–. Ojalá no se detuviera ahora que quedaba tan poco, imploró para sus adentros. Para su alivió, continuó bajando hasta terminar por asentarse en el sótano del garaje. Ella, que mentalmente iba ensayando las palabras que diría horas más tarde, esperó impaciente que la compuerta se abriera, trasunto de pistoletazo de salida de su rally diario; hoy especialmente salpicado de curvas cerradas.

Pero no sucedió: permaneció cerrada y, en su lugar, la luz se apagó por completo. Contrariada, comenzó a tantear la botonera, al principio con una mano y luego, desesperada, con las dos, completamente a bulto. Ningún botón respondía, ni siquiera la alarma o el teléfono de emergencia. Sus ojos se fueron acostumbrando, poco a poco, a la oscuridad. Captaba un tenue resplandor que venía de la parte superior del hueco y acaso el fulgor de las lámparas. Pensó en gritar, pedir ayuda a algún vecino. En su lugar, respiró hondo y trató de dominarse.

Cuando casi había conseguido calmar sus nervios, la luz volvió a encenderse. Fuese por la situación de verse encerrada y a oscuras o porque la temperatura del recinto estuviera subiendo, comenzó a notarse afectada por el calor. Notaba como su frente se humedecía –detestaba las miles de gotas que se le formaban sobre ella siempre que perdía los nervios–. Antes de insistir con la botonera, volvió a comprobarse en el espejo: su reflejo le devolvió una imagen mucho más pálida, desencajada y fuera de sí: la breve experiencia a oscuras había conseguido castigar su rostro mucho más que un día de trabajo duro. Pero había más: los paneles de madera que cubrían las paredes del habitáculo presentaban unas manchas oscuras, que parecían de humedad. Ella hubiera jurado que antes no estaban. Remedaba, además, que las manchas crecían por momentos. Apresuradamente, probó el botón de apertura –sin éxito–. Sin embargo, el ascensor se movió. Primero con un leve traqueteo y oscilación y, después, inexplicablemente, comenzó a bajar.

No se lo podía creer. Era imposible: ya se encontraba en el nivel más bajo. Se figuró que, tal vez, se hubiera desorientado. Se concentró en el movimiento de la máquina y, como había sospechado, se percató de que bajaba. Pero ¿a dónde? Descendía con un ritmo leve, cansino – casi de mentira–. El visualizador seguía descontando alturas; ya señalaba el menos siete. Aquello carecía de todo sentido.

Resolvió gritar con todas sus fuerzas, aporrear las paredes de la cabina. Probó, fuera de sí, los botones: ninguno obedecía. Fue notando un calor cada vez más asfixiante y un intenso olor a humedad. Las manchas cubrían toda la superficie de los paneles, y comenzaban a extenderse por el techo. Pensó, desesperada, que una fuga de agua estuviese inundándolo todo y que, más pronto que tarde, terminase anegando el compartimento con ella dentro.

Cuando el ascensor se detuvo marcaba el nivel menos quince. A sus pies, se había formado un charco que cubría el suelo de la caja, y las paredes rezumaban humedad. Ella también se notaba empapada; el calor resultaba insoportable. Se mantuvo quieta y esperó, atenta a cualquier movimiento. Con un roce apenas imperceptible, la puerta se abrió. No consiguió distinguir apenas nada de lo que había fuera. Delante de sí sólo había oscuridad absoluta, entremezclada con jirones de vapor, tal vez procedentes de la condensación, que la luminosidad de la cabina descomponía en pequeñas partículas.

Salió bruscamente del ascensor, casi sin mirar atrás. Se sorprendió al pisar sobre un suelo irregular, que le obligó a caminar con cuidado para mantener el equilibrio. Tanteó para buscar un interruptor, pero no encontró ninguna pared. Sus ojos volvían, de nuevo, a acostumbrarse a la negrura, únicamente rota por la claridad del elevador, que permanecía abierto. Intentó orientarse, pero no encontró referencia alguna. A medida que se alejaba, el suelo se volvía más irregular y tenía la impresión de pisar una suerte de hojarasca que se aplastaba bajo su peso. Además, empezó a sentir un extraño picor, como si, en el suelo, miles de pequeños insectos se hubieran percatado de la desnudez de sus pies y comenzaran a invadirla. Instintivamente, se agachó para apartarlos. Fue entonces cuando comenzó a ser consciente del ruido. Percibía millones de sonidos: zumbidos, gorjeos, graznidos, estridentes chillidos, siseos y el arrastre de algo pesado e indefinido por el suelo. Notó también cómo el espacio alrededor de sí se achicaba. Al caminar, rozaba con algo que, al tacto, parecían enormes hojas y tallos cuya altura no alcanzaba a aprehender.

Cada vez le costaba más avanzar en la espesura de lo que le rodeaba. Se detuvo por un momento; temió desorientarse. A una distancia indeterminada, le pareció ver dos pequeñas canicas que refulgían. Petrificada, optó por mantenerse inmóvil hasta poder identificar de qué se trataba. Lo que escuchó entonces la sacó de su ensimismamiento: un rugido atronador surgió del mismo lugar donde se encontraban los destellos. Intuyó el peligro, giró sobre sí misma e intentó correr. Trató de localizar la claridad que el ascensor proyectaba, y a duras penas consiguió llegar. Se introdujo en el habitáculo y comenzó a pulsar todos los botones, a gritar y llorar, asustada. Ninguno obedecía.

Entonces lo vio llegar. Se acercaba despacio, como picado por la curiosidad. Era un enorme felino de piel moteada. Sus atentos ojos poseían un brillo fantasmal. Fijaba la atención en su presa, tranquilo, como sorprendido de que se quedase allí sin emprender la huida. Ella se quedó inmóvil, agarrotados los músculos y, al mismo tiempo, maravillada por la belleza del animal. En un último instante, éste profirió un rugido sordo y enseñó sus enormes fauces. Flexionó sus poderosas patas, preparado para atacar.

Justo entonces, la puerta se cerró. Ella se arrodilló y comenzó a sollozar, entre aliviada y asustada. Con parsimonia, la cabina comenzó a elevarse y, tras unos minutos, se estabilizó. Pudo comprobar en el visualizador que se encontraba, de nuevo, en el nivel del garaje. Se miró en el espejo y trató de recomponerse. No quedaban ya marcas de humedad en las paredes y el suelo estaba seco. De entre su bolso, al que seguía aferrada, extrajo las llaves del coche.

Salió con paso decidido; se sentía preparada para sobrevivir otro día más en la jungla.

FIN

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