jueves, abril 25 2024

TODO QUEDA EN FAMILIA por: Rafael López Vilas -Cap 2

Bryan Cranston, e incluso su labio leporino, nunca entendieron que la suerte, a pesar de la probabilística y de la influencia, si bien colateral, de las matemáticas, es una ciencia inexacta, basada, inevitablemente, en el principio de incertidumbre y el libre albedrío, que es lo mismo que decir que puede que sí pero que también podría ser que no, y cuyos pilares, de apariencia engañosamente robusta, son, en realidad, del mismo barro que los pies del Gólem. Como no podía resultar de otra manera, o sí podía resultar pero el caso y lo que importa en el fondo y que explica parte de esta historia, es que no lo hizo, Bryan Cranston se abocó a una espiral de delirio y enlazó varias rachas de mala suerte que supusieron, lo hicieron para las cuentas del matrimonio Cranston-Mahoney, unas pérdidas considerables. Las cartas no venían. Nunca eran las que Bryan quería, las que necesitaba, pero, pensó, se obligó a creer, pues en eso consiste parte de la enfermedad que Cranston, que aquella racha, tarde o temprano, tenía que cambiar. Y en efecto, lo hizo. Cambió. Pero poco. Durante poco tiempo, también. Encadenó varias noches ganando y los beneficios, gracias a varias dobles parejas y a un inesperado póker de damas, llegaron a sus manos, como agua en el desierto. El dinero que ganó no era demasiado, pero suficiente como para restituir cierto equilibrio y maquillar un tanto los últimos hachazos bancarios a las cuentas (ahora compartidas) de su mujer. Fortalecido por esta racha, Cranston y su labio leporino se sintieron tocados por la suerte, capaces de cualquier cosa, de ganar a cualquiera; ahora se consideraba un gran jugador, un jugador que podía sentarse y ganar a los mejores porque, en ese momento, el mejor de todos era él, así que, sin dudarlo un segundo, comenzó a buscar asiento en partidas de mayor nivel donde, como es lógico, las apuestas eran también de una entidad superior. El vértigo, la inenarrable sensación de caminar sobre un hilo de oro, fue demasiado para Cranston, que precedido por la abundancia de sus fondos, tuvo acceso a mesas con las que, hasta entonces, sólo había sido capaz de soñar. Durante noches que se prolongaban hasta el fin de la madrugada,
Cranston, en manos de jugadores sin escrúpulos, de verdaderos profesionales de las cartas, fue un mirlo blanco al que, entre todos, comenzaron a desplumar sin piedad. Una tras otra, las manos que le servían, no eran suficientes para ganar ninguna partida. El dinero se iba, sin que él, pobre incauto, imbécil, también enfermo, pudiese hacer nada por impedirlo. El nivel subiera expositivamente. Cranston se limitaba a pasar, a pedir cartas y apostar, apostar una y otra vez, apostar sin parar, confiando ciegamente en la baza que tenía en la mano, en la carta que vendría o en la siguiente a la que vendría, sacando más y más dinero de su bolsillo, billetes, fajos enteros que volaban de su lado en cuanto caían sobre el tapete. De un modo pueril, se aferraba a la mesa y se negaba a levantarse y abandonar la partida. La próxima será la mía. La próxima, siempre la próxima, la siguiente, la siguiente, la siguiente… una continuidad infinita de ingenuidad. Con una disciplinada obstinación, Bryan Cranston jugaba cada noche y perdía cada noche. Las pérdidas se acumulaban y, de un modo progresivo, sus cuentas corrientes, cuyo caudal iba descendiendo gota a gota, comenzaran un proceso de desecación que cualquiera (cualquiera que no fuera Bryan Cranston), imbuido de una vorágine de irrefrenable ceguera, habría intentado detener, en lugar de seguir jugando al tiempo que contemplaba cómo el colchón que recogería su caída era cada vez más y más fino. Poco a poco, la gran muralla que era la farsa que Bryan Cranston escenificara, se resquebrajaba y destapaba al fin la verdadera identidad que ocultara tras el sibilino fulgor de su máscara, y ahora, marchaba sobre un cordón rígido pero secretamente quebradizo, un hilo que se estrechaba a cada mano, a cada carta que pedía, a cada jugada a la que iba y que apostaba, bajo unos pies que titubeaban pero que, por el contrario, se negaban a retroceder, a claudicar y admitir la carne cruda de la realidad que a Cranston y a su labio leporino, se les escapaba, incapaces de verlo y admitir la verdad. De este modo, con las deudas ciñéndosele al pescuezo, Cranston se deshizo a hurtadillas de varias propiedades que malvendió o, incluso, en algún caso, llegó a poner en juego su título de propiedad directamente sobre la mesa. El dinero de las ventas, los títulos bancarios, los perdió también, pero, a pesar de todo, a pesar de la razón, de la obscenidad de una situación que empeoraba en cada partida, Cranston, también su labio, en un estado de desesperación y de febril inconsciencia, continuaron bogando a la deriva. La situación, amén de insostenible, se tornó angustiosa para Bryan Cranston, quien, finalmente, echó mano de la última de las balas que le quedaban en la recámara. La única que suponía no afrontar la verdad. Las cuentas corrientes de Mahoney´s Industries.
Nadie que estuviese al corriente de la situación debería sentir extrañeza con la forma en que Cranston decidió actuar. Dados los antecedentes, y teniendo en cuenta las idiosincrasias del carácter del individuo, podría llegar a decirse que, en realidad, Bryan Cranston actuó con una impecable coherencia, y que libró su particular batalla con una absoluta congruencia acorde a sus principios. Podría objetarse que se equivocó, y que, además, lo hizo muchas veces, pero lo cierto es que, en el fondo, Bryan Cranston hizo lo que hizo porque Bryan era como Bryan era. Durante semanas, el director financiero de Mahoney´s Industries, se dedicó a retirar dinero de las cuentas de la empresa e, incluso, llegó al extremo de ejercer como recaudador de facturas, exigiendo a sus clientes pagos en efectivo que, sin remedio, Cranston también perdió. Desde un principio, incluso con anterioridad a su llegada e incorporación como socio a Mahoney´s Industries, los hermanos Corvin y Glen Mahoney, recelaron de la figura de Bryan Cranston, de quien, y en todo momento, desconfiaron. Muy a su pesar, aceptaron a regañadientes la entrada en la sociedad del labio leporino de su cuñado y de su cuñado mismo, a la sazón, portador y propietario del labio en cuestión y, finalmente, no antepusieron, al menos no en voz alta, ninguna objeción al respecto de la inclusión de Bryan Cranston como socio con un estatus idéntico al suyo propio. Bryan controlaba todos los movimientos de su mujer, es decir, los movimientos de su hermana que, hasta ahora, ellos mismos se habían encargado de controlar. Los dos hermanos Mahoney decidieron, sin embargo, vigilar a su cuñado. Fue sin embargo el azar y no la vigilancia de los Mahoney lo que delató los oscuros procedimientos de Bryan Cranston, quien, hasta entonces, fuera capaz de burlar el cerco que sus cuñados estrecharan sobre él sin demasiada discreción. Una mañana, Cranston no se encontraba en las dependencias de la empresa. Supuestamente, ese día Bryan Cranston debía encontrarse de viaje de negocios en Mansfield. La secretaria de los Mahoney y por extensión, también de Bryan Cranston, a la que él mismo contratara, acudió al despacho de Corvin Mahoney porque necesitaba realizar la comprobación de varias firmas en unos documentos para ordenar ciertos pagos a algunos proveedores de los alrededores de Mansfield. Esos proveedores, eran los mismos a los que Bryan Cranston debía haber visitado. Debía haber un error, adujo Corvin; Cranston, o el señor Cranston como Corvin mencionó, se estaba haciendo cargo de ese mismo asunto, y que él en persona decidiera abonar esos pagos a los clientes, pero la secretaria, rehilándole la voz en la garganta, dijo que no, que debía de tratarse de un error y que éste (el señor Cranston) no lo hiciera en absoluto. Desde que Cranston comenzara a sustraer dinero de las cuentas de la empresa, éste tratara de comportase con la mayor de las prudencias, pero aquella mañana, sin
percatarse de ello, había dado un paso en falso y cometido un grave error. Despreocúpese, señorita Woodster, dijo el hijo mayor de William Mahoney sin quitar la vista de los documentos. Yo firmaré esos papeles y me ocuparé de solucionarlo del modo oportuno. Tal y como dijo, Corvin Mahoney firmó todos los papeles que Cranston debía haber firmado y no firmó. Luego, levantó el auricular del teléfono de su escritorio y telefoneó a su hermano Glen que, a su vez, contestó su llamada desde el teléfono particular de su domicilio, donde terminaba de ajustarse el nudo Balthus de la corbata ante el espejo de su dormitorio. Tenemos que hablar, dijo Corvin Mahoney. Su voz sonaba profunda, ligeramente enronquecida y con un tono que, amén de la suya propia, dejaba traslucir cierta gravedad añadida. Hablaremos mañana, contestó Glen. Hoy comeré con Denise y los niños en casa de los Coleman. No, contestó su hermano. De eso nada. Manda a Denise con los niños a casa de Russell. Pero tú no puedes ir. Tú y yo nos veremos dentro de una hora. Hay algo importante de lo que debemos hablar. No puede esperar, Glen. Tras un segundo de silencio, su hermano interpretó correctamente la gravedad en el tono de Corvin y dijo que bien. Que lo arreglaría. Se reunirían una hora más tarde en su despacho. No. En mi despacho, no. Nos encontraremos en Dirty´s, encárgate de tú de la reserva. Glen dijo que él se ocuparía. Después, ambos colgaron el teléfono y una hora más tarde los hermanos Mahoney se encontraron según lo acordado. Por el camino, Corvin hiciera una visita a la sucursal central del Hudson United en Trenton, y estaba al tanto de las reiteradas retiradas de dinero de su cuñado. Chris Kubelik, un empleado del banco de su confianza acababa de confirmárselo. Un total de doce reintegros en efectivo; dos de cinco mil dólares, nueve de diez mil, y una de quince mil, la última de todas las efectuadas hasta la fecha. El mayor de los Mahoney puso al día a su hermano. Charlaron. Bebieron escocés de malta de dieciocho años. Era intolerable, coincidieron ambos. Algo tenían que hacer. Sería un escándalo. Qué diría la gente. También su hermana, la muy estúpida. Todo era culpa suya. Corvin dijo que sabía de sobra que aquel bastardo les traería complicaciones. Que lo supo en cuanto le puso la vista encima. Te lo dije, dijo. Sí que me lo dijiste, dijo Glen. Peri siempre ha sido una idiota. La situación, así pues, era sumamente delicada para los hermanos varones Mahoney.

Continuará próximo lunes…

3Comments

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  1. 3
    Scarlet C

    Excelente narrativa que atrapa.
    Detalle a detalle del cómo y el cuándo los ojos arrogantes pierden el norte y vacían sus bolsillos dejándolos desnudos de “libre albedrío».
    Saludos.

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