viernes, abril 19 2024

Flores para los vivos by Jorge Aldegunde

Jorge Aldegunde es un escritor casi desconocido, sutil, y de grandes matices. Dirige gobblers/Masticadores en inglés y está próximo a editar su primer libro por Ed. Fleming, nos visitará los siguientes 4 lunes. Ha disfrutarlo -j re crivello

Recorrió junto a su madre la distancia que mediaba entre el desgastado portón principal y las primeras tumbas del cementerio. Caminaban callados; ella con aquel rostro solemne y triste, y él expectante, confiando en encontrar una ocasión para darle su mano o cogerla del brazo. Lo que fuera, pensaba él, con tal de romper aquella distancia indescifrable que, de un tiempo a esta parte, los separaba.

Ella visitaba los lugares donde descansaban los suyos y, metódicamente, eliminaba los tallos ajados, reponía los ramos marchitos y cambiaba el agua de las jardineras. Solía traer crisantemos, claveles, gladiolos y rosas recién cortadas del campo o traídas de encargo, según el caso. Su amor por las flores convertía aquel gesto en algo mágico, capaz de llenar de color y esperanza aquel lugar de recuerdo y pesar.

Ojalá –pensaba él– pudiera hacer lo mismo con su mirada, devolverle la luz que antaño irradiaba. Recordaba no pocas ocasiones en las que aquellos ojos azul profundo lo miraban y protegían de las aristas del mundo. Pero ahora están marchitos, se dijo, como las flores que, tercamente, se afanaba en cambiar para honrar el recuerdo de los fallecidos.

Se aproximaron a aquel recodo en el que se encontraban las lápidas más antiguas; vidas pasadas que él no había llegado a conocer. Entre ellas, la de Alejandro, del que tantas veces habían hablado en tardes de sobremesa: había combatido, a las órdenes de Bernardo de Gálvez, en la batalla de San Luis, a orillas del río Misisipi, en plena Guerra de la Independencia americana. Realidad o leyenda familiar, contaban que se había hecho enterrar con un trofeo de guerra: la cabellera de un soldado inglés. Mucho más reciente, encontraron el sepulcro que sus abuelos Juan y Teresa compartían. Su madre se arrodilló frente a él para musitar una breve oración y dejar un pequeño ramo de lilas. Más adelante, casi en la esquina norte del cementerio, la más fría, llegaron a un lugar donde una losa reciente daba paso a una hilera de nichos. Allí su madre se detuvo y depositó un manojo de azucenas. La tarde avanzaba; el viento comenzaba a despertar y movía ligeramente las copas de aquellos jóvenes cipreses que se erguían sobre el muro del cementerio y flanqueaban el lugar.

Recordó que, muy pronto, sería el cumpleaños de su madre. Y que hacía demasiado tiempo que no le regalaba flores. Pensó en un inmenso ramo de margaritas, rosas de vivos colores, gerberas blancas y coloridos tulipanes. Qué mejor obsequio para quien nunca olvidaba traer flores para los muertos.

Cuando su madre se levantó, observó que sus ojos brillaban, y que su rostro apenas ocultaba una mueca de profundo dolor. Pensó en abrazarla y se acercó, hasta que sus miradas se cruzaron. No le extraño la frialdad de sus ojos mojados, pero sí la imprecisión de aquella mirada que lo atravesaba, desenfocada y rota. Buscó en su memoria recuerdos de tiempos más felices, en los que ella le regalaba sonrisas sin apenas merecerlo. De largos paseos por la ciudad en los que, con paciencia infinita, le enseñaba a leer los letreros luminosos de las tiendas. De soleados días de verano con postres en forma de bola de helado que, indulgente, siempre le consentía repetir. De algún lugar de su memoria brotó la conciencia escondida de su enfermedad. De tardes postrado en camas de hospital con su madre recordándole, con voz serena, que todo saldría bien. De largos tratamientos, recaídas y sufrimiento, al filo de toda esperanza. De aquella noche brumosa en la que la vio marchar, mientras le decía adiós envuelto en un mar de lágrimas. De cuando decidió no seguir luchando.

Reparó entonces en la inscripción de la losa, parcialmente cubierta por las azucenas que su madre había colocado con esmero. Las apartó cuidadosamente hasta que las palabras quedaron a la vista. Es oscura la casa en la que ahora vives, leyó. Del ramo se desprendió un viejo atrapasueños de tela que ella le había regalado.

La vio alejarse, apurando las últimas luces del atardecer. Caminaba serena; remedaba que, por un instante, hubiera sido capaz de librarse del peso de la amargura. Él se aferró al atrapasueños como, siglos atrás, su antepasado se habría aferrado a la cabellera del casaca roja.

Supo entonces que, cuando ella cerrara la puerta tras de sí, todo sería negrura y olvido.

Justo antes, la brisa le traería el aroma de millones de flores.  

FIN

A mi madre. A todas las madres.

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