Desde el jueves que no veía a la niña. Por primera vez estaba tanto tiempo sin su compañía. Apenas ese fin de semana se cumplían nueve meses de la muerte de Nuria, su esposa; siempre le llamaba su esposa, aunque no estuvieran casados; en cambio, no acababa de convencerlo el término viudo. La recogería por la tarde, a las cinco y cuarto, en la puerta de la escuela; era la hora prevista de la llegada del autocar.
El viernes no fue a casa durante todo el día. Por la mañana asistió a la reunión convocada en el Ayuntamiento; debían tratar, a fondo, la espina que pinchaba al distrito: la pederastia y los malos tratos de ciertos padres a sus hijos. Como Ariadna, su hija, no estaría en casa hasta el lunes, Arnau aprovechó para encerrarse el fin de semana en su estudio y terminar el temario de las próximas oposiciones a la Generalitat. El trabajo de asistente social ya no le llenaba como antes. No se sentía lo suficientemente motivado para ir al despacho y continuar escuchando y aconsejando a todos aquellos vecinos que acudían a él para que les facilitara la fórmula mágica de supervivencia en Sant Andreu y su entorno marginal. Preveía un cambio drástico en su vida. Con la niña a su lado, evidentemente. Ayuntamiento por Generalitat. Asistente social de barrio por una placa en el equipo dirigente del Departamento de Asuntos Sociales. El próximo sábado cumpliría treinta y uno. Le había llegado la hora.
Con la cabeza que le hervía como una olla exprés, abrió el buzón del cuarto-segunda. Entre un montón de publicidad y vales descuento para comidas rápidas, encontró un aviso de una mensajería. Le habían llevado un paquete pero él se encontraba ausente. Era de esperar. Nunca contestaba al timbre. Estaba harto del correo comercial.
Girona era el lugar de procedencia. Y él, el destinatario. ¿Girona? No esperaba ningún paquete. Quizás tenía que ver con el trabajo. Nuevo material didáctico. O tal vez se lo enviaban de la Generalitat: una nueva y corregida edición del temario que estaba estudiando para aprobar el examen en junio.
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