
—A mi no me lo contó nadie, ¿sabe? yo estaba ahí. En Stalingrado, en enero del 43 —bebió un trago largo. Hice señas al mozo para que trajera otras cervezas.
—Después de aquello estuve ocho años en Siberia y aunque usted no lo crea, fui el único, de los que nos rendimos ese día, que pudo volver —apuró un nuevo trago, sus mejillas empezaban a colorearse, sin embargo, algo en él me incitaba a seguir escuchando.
—Éramos unos cuarenta tipos, atrincherados en una casa. Bueno, usted sabe, casa es mucho decir, porque quedaba poco en pie con tanto bombardeo. Del otro lado de la calle no paraban de tirar. Era difícil acercarse a una ventana sin perder la cabeza. Varios de mis compañeros estaban muertos y otros agonizaban en el piso. De todas maneras, si no nos mataban a tiros, no podíamos durar mucho. Estábamos congelados y los últimos tres días no habíamos comido nada —hizo una pausa como preparándome para algo importante. Entonces empezó a temblarle la voz.
—De repente, como salido de la nada, en el medio de la calle apareció un niño. ¿Sabe? un niño pequeño, como de cuatro o cinco años. Muchos de mis compañeros comenzaron a llamarlo, cada uno gritaba un nombre diferente: Eldwin, Herman, Johann, Rudolph, Helmuth y así otros nombres, se lo juro amigo —ya el temblor se le había contagiado a las manos y sudaba.
—Salieron del escondite, con las manos hacia adelante, hacia el niño, como si quisieran abrazarlo. Ninguno pudo alcanzarlo, uno a uno los fusilaron en la acera. Los rusos los mataron a todos. No sé a dónde fue el niño, simplemente no lo vi más. Los que quedamos atamos un pañuelo blanco al caño de un fusil.
Creo que ninguno de los que sobrevivimos tenía hijos.
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