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El últivo vuelo (final) by Jorge Aldegunde

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Capítulo 4. Tempus fugit

Estaba a unos quince minutos del barranco. El antiguo embalse, que otrora abastecía a todos los pequeños pueblos de la sierra, se había quedado más seco que la mojama. En su lecho comenzaba a crecer vegetación que, aunque todavía no abundante, proporcionaría cierto camuflaje. Había estudiado los accesos al lugar –particularmente el camino que se aproximaba desde el sur–. Hubiese querido alcanzarlo al alba, pero el encuentro con la autoridad lo cambiaba todo: no se terminaba de fiar. Temía que estuvieran avisando a policías de tráfico para terminar de cerrar el círculo –no sería la primera ni la última vez que algo así sucediera–. No quedaba más remedio que dar otro rodeo; observar desde una distancia prudente. Así que resolvió hacer de dominguero, conduciendo casi al ralentí por carreteras secundarias, describiendo una suerte de círculo artificial alrededor de la gran depresión donde una vez hubo agua. 

De pequeño le encantaban los árboles. En especial los de gran fuste: troncos inabordables, cortezas rugosas y ramas largas y retorcidas. Y en esos recovecos andaba su memoria mientras contemplaba con un ojo tejos, abedules y bosques de abetos que abundaban en la zona; con el otro miraba el retrovisor en busca de movimientos extraños. De cosas fuera de sitio. Dejó atrás el cruce que llevaba a la equis del mapa, disciplinado, mientras se cruzaba con el escaso tráfico de la zona. Radiografiaba cada esquina y reajustaba su plan. A pesar de los errores –que lamentaba– podía manejar holguras, combinar positivos y negativos para que todo fuese un juego de suma cero en el que él no perdiera. Era un sicario mundano, hecho a su oficio. Demasiado, tal vez.

El mundo, pensó, era un lugar absurdo. Le vino a la memoria un encargo memorable: la de aquel tipo –vicepresidente de un conocido banco– al que tuvo que dar café mientras, en un arranque de lucidez, se arrodillaba y suplicaba por su vida. Que tenía mujer e hijos. Cuestión que él conocía: había sido ella la que dirigía y pagaba el encargo; sabedora de que el ejecutivo se la pegaba con una secretaria, acaso veinte años más joven, y que estaba a punto de poner en marcha un plan para divorciarse y dejarla en la estacada. 

O la del transportista de fariña que, en un arranque de pragmatismo, había determinado distraer un pequeño porcentaje –unos quinientos quilos– del asaz maravilloso polvo para asuntos propios y, claro, la cosa no había sentado bien. Cuando lo vio llegar suspiró, lúcido, y le invitó a una copa de su mejor güisqui –Glenmorangie, dieciocho años–. Con un poco de suerte, había dicho, mi esbirro termina antes. Me va a mandar un guasap cuando se lo cargue. Luego, si tal, ya procede usted.

Tempus fugit,se dijo, con aire filosófico. Habían transcurrido unos cuarenta minutos desde que saliera del bar. La concatenación de carreteras de montaña lo devolvía exactamente al mismo punto; aminoró de forma imperceptible, justo al llegar al desvío del bar, para comprobar que no quedaba rastro de los polis. A poco más de un par de kilómetros de allí, la carretera giraba y enfilaba una larga recta. Mediada la misma, a mano izquierda, se encontraba el acceso: un camino de tierra que, tras un par de recodos, se perdía entre un pequeño y denso bosque de robles. La pista seguía unos mil quinientos metros, no sin antes bifurcarse a ambos lados –pero él guiaría su coche sin desviarse hasta que la senda se estrangulaba y devenía casi vereda– con un espacio muy limitado, para luego fundirse con el claro; una suerte de mirador natural que había descubierto, por casualidad, en una de sus exploraciones preparatorias. Ejecutó los pasos, tirando de escaleta, con precisión de cirujano y comprobó su reloj al llegar: las nueve y cuarenta minutos; el sol estaba un punto más alto de lo que él hubiera deseado. Para él, un asesino eficiente, el tiempo era importante: pura cuestión de disciplina y, por experiencia, sabía que todos los minutos contaban –o descontaban, según y como uno se aproximase al asunto–.

Capítulo 5. Lanzadas a moro muerto

Ajustó cuanto pudo la maniobra; se aseguró de que el coche quedaba atravesado, formando un ángulo de noventa grados con el punto de entrada, detalle que le garantizaría una mínima holgura para salir pitando si se torcía la cosa. El maletero del coche, y su onerosa carga, rozaba los lindes del bosque. Este era uno de los puntos críticos del plan: la elección del lugar –sumatorio de pros y contras– contaba, entre los primeros, con la elevación natural de aquel respecto del entorno, lo que le confería una vista privilegiada; y la densidad de la vegetación – que lo ocultaría de ojos indiscretos–. La parte mala era que había solo una ruta de egreso. Cierto es que desde aquel lugar tranquilo podría ver u oír si alguien se acercaba y apurar una huida a entre los árboles. Este aspecto también lo había ensayado –el plan B–, si bien adentrarse en la espesura, a lo bosquimano, no le terminaba de seducir lo más mínimo: necesitaría una larga caminata para poder escabullirse, sin menoscabo de los rodeos que tendría que dar para retornar al mundanal ruido compuesto y sin coche. Posibilidad que, dicho sea de paso, lo solazaba tanto como una patada entre pierna y pierna.

Cerró la puerta y comprobó el terreno: hacía tiempo que no caía ni una gota y la vegetación amarilleaba. Se aproximó al borde de la abertura y miró hacia la depresión. Desde allí, asemejaba el cráter de un volcán cansado. La caída, en generosa pendiente, tendría unos veinte o treinta metros. Había salientes de roca irregulares que configuraban un paisaje escarpado; algo que, por lo demás, le venía francamente bien al propósito de la excursión: todo fuera que el fiambre, en su caída, quedara oculto entre las singularidades del relieve y la vegetación. Otra muesca más; un bulto menos.

Abrió el maletero, no sin antes embozarse en un raído y viejo pañuelo de tela al que le había agregado un par de gotas de Varón Dandy, valga la ironía, para suavizar el trámite.

Localizó, entre la manta, la muñeca rígida y fría del finado y recordó, por última vez, su historia. Era un tipo conocido en los medios. Uno de esos nuevos ricos de buena familia que, entremezclando política, pompas inmobiliarias y papel cuché, había ganado escalafón y mucha pasta hasta que –perra vida– cayó en desgracia por querer ser más listo que nadie y caminar solo, sin partir el pastel. Se fue quedando sin primos de Zumosol: sus anteriores socios le afearon no pocas veces su conducta –querellas por evasión fiscal incluidas–. Iba a dar con sus huesos una temporada en la cárcel, por orden de cierto juez con ansias de notoriedad. Ahí es cuando entraba él: el tipo sabía demasiado y estaba dispuesto a dejarse tirar de la lengua para rebajar el tiempo a la sombra, lo que dejaría a no pocos prohombres colgados de la brocha y mascullando explicaciones. De ahí que decidieran darle matarile. Cuando lo asaltó, en su chalé adosado –triste vestigio de las mansiones que exhibía cuando lucía palmito de contertulio en programas de telerrealidad–, estaba haciendo una maleta para ninguna parte. Contemplaba a un hombre hastiado y deprimido, un pobre can apaleado. Le costó darle pasaporte: más que un ajuste de cuentas le había parecido una lanzada a moro muerto en toda regla.

Capítulo 6. El ojo del águila

Consciente del tiempo, sustrajo el Cartier de oro –esfera clásica– y lo introdujo en la bolsa de plástico, en la que descansaba el anillo con el pentagrama masónico tallado con gran precisión que, por precaución, ya le había evacuado la noche anterior; todo fuera que el rigor mortis dificultase la operación y se las viese en la penosa tarea de tener que cortarle el dedo a un cadáver. Justo después, cerró la portezuela con un gesto seco, casi violento. Tomó distancia, aire y consultó su reloj. Tocaba abordar, sin más dilación, la parte mollar del asunto. Volvió a mirar, una última vez, hacia aquella gran oquedad. Comprobó que nada había cambiado. Elevó la vista, primero hacia los escarpados picos de las montañas que rodeaban el lugar y luego hacia un punto lejano, indefinido, en el cielo.

Fue entonces cuando la vio. Volaba, majestuosa, describiendo círculos –tal vez en pos de una presa–. Parecía un águila ibérica, a ojo de buen cubero, de gran envergadura y plumaje oscuro. Una lástima no poder echar mano de un par de prismáticos para apreciarla más de cerca. Aunque volaba lejos, creyó que podía escrutar sus ojos –oscuros, atentos, de cazador– localizando su próximo bocado. Daba la impresión de que lo distinguía a él: pequeño, insignificante. Se notó cansado y viejo, como colgado de un tiempo que ya no le pertenecía.

Arrancó el pensamiento de su cabeza y se dio la vuelta. Se dirigió, una vez más, hacia el coche. Al acercarse, notó que cargaba ligeramente del lado derecho. De cerca comprobó lo que ocurría y maldijo su estampa: los dos neumáticos del mismo lado descansaban planos, sin aire. Pinchazo múltiple: todo un alarde de la combinatoria y ley de Murphy que, dicho fuese de paso, hoy se estaba cebando con él.

La cosa no mejoró cuando quiso abrir el maletero: el cierre se mostraba atrancado. Lo intentó durante varios minutos, girando el llavín y tirando del portón hasta el paroxismo, pero sin ningún éxito. Masculló maldiciones varias y probó el viejo truco de golpear el cierre –en parte para descargar adrenalina–, pero de nada sirvió. 

Intentó rehacerse. Se hizo de nuevo el silencio y escuchó, a lo lejos, el ruido de un motor diésel en algún lugar del bosque. Ató cabos y dedujo que le quedaba poco tiempo para finiquitar el asunto y largarse.

Justo en ese instante comenzó a ocurrir: primero fueron varios fogonazos de luz, cegadores. Apenas unos segundos después de su cuerpo había desaparecido toda emoción. Notó una especie de mareo breve e intenso; cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos le ofrecían una perspectiva diferente: una vista cenital, en la que todo se proyectaba con suma claridad. Se veía a sí mismo, como suspendido en el tiempo, en la frontera del bosque y frente a aquel vasto agujero. También alcanzaba a distinguir, a pocos metros de allí, a los guardias civiles tratando de dar con el lugar a la carrera –los destellos rojos y azules de las luces de emergencia se percibían nítidos, perfectos–. Sólo que a él no le importó, no sintió temor alguno: lo rodeaba una inmensa calma y un atronador silencio. No sintió prisa o urgencia, antes al contrario: quería disfrutar de la epifanía; entender –si era posible– el significado de aquella revelación.

A lo lejos, fue capaz de seguir sus propios pasos dirigirse al viejo Ford. Percibió, amortiguado, el bramido del motor arrancando; un leve movimiento hacia atrás –una imperceptible carrerilla–. Sintió cómo pisaba el acelerador a fondo y se aferraba tercamente al volante. La perspectiva le devolvió la vibración del coche, el violento giro de los neumáticos, que parecían protestar por salir del letargo. Después actuó la física: acción y reacción; un caballo desbocado. Potencia salvaje revestida de pintura roja y cromados. Una estrella fugaz; un cometa de órbita impredecible, sublimado de octanos, empeñado en describir su último vuelo.

Aún tuvo la posibilidad de ser testigo de aquello durante algunos segundos más. Seguía la inmensa claridad azul, y la lección de perspectiva. Le dio tiempo a aferrarse a la belleza, frágil y efímera. Por un momento, el vehículo y el cielo se fundieron en uno, remedaba que se hubiesen convertido en un rayo intenso y cegador que se proyectara desde el centro del universo.

Justo después ocurrió el primer golpe, y todo se volvió oscuro.

Epílogo

Llegaron poco después, aparcando atropelladamente el furgón en el claro, muy cerca de la caída. Salieron y se asomaron, casi al unísono. El policía joven se llevaba las manos a la cabeza.

–Joder…Qué desastre.

Paco se quitó las gafas de sol y se atusó con soltura el amago de bigote. Miraba los restos del Mustang, que había impactado en varias rocas antes de convertirse en una bola de fuego.

–Ya se lo dije, Jose María: sospechoso desde el minuto cero. Con lo cerca que hemos estado de atraparlo, coño. Vamos a tener que pedir ayuda. Pena de coche, por Dios…

Antes de llamar por radio, los dos se fijaron en el ave de presa que describía círculos concéntricos y descendía casi en picado veloz, valiente y determinada.

Como si, al fin, hubiera encontrado lo que buscaba.

FIN

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