
Aquí encerrado, entre estas cuatro paredes inmundas, el frío que me atraviesa los huesos continúa su travesía hasta colarse dentro de mi alma. Aún no puedo creer el calvario en el que se ha convertido mi vida y en mis largas noches de insomnio resuena, como siempre, dentro de mi mente una única pregunta, la única que llevo años repitiéndome, ¿por qué?
¿Por qué me perseguían, por qué me condenaron, por qué aún continúo en esta celda, que no sé si será la última que verán mis huesos después de la peregrinación que llevo a cuestas? ¿Por qué? ¿Por qué no me quitaron la vida cuando dijeron que lo harían? Sé que mis buenos amigos intercedieron por mí, y les estaré eternamente agradecido por ello, pero esta condena me está resultando más pesada y cruel que la más dura de las muertes.
Creo que hubiese preferido enfrentarme a un pelotón de fusilamiento. He visto tantos en los últimos tres años que ya se ha convertido en un espectáculo habitual. Tétrico, horroroso, horrible, pero habitual. Fusilamientos y fosas comunes, muertos sin identidad. No, en verdad no hubiese preferido eso, no a sabiendas de que mi querida familia jamás lograría encontrarme. Lo único que me mantiene con fuerzas para seguir adelante y no dejarme morir entre estas gélidas paredes es mi pequeño Manolillo. Un lápiz es el único tesoro con el que cuento aquí y, mientras lo tenga, la esperanza vivirá en mí, sabiendo que, aunque sea más tarde que pronto, tendrá noticias de su padre.
Me pregunto qué hubiese ocurrido si aquel día de hermosa primavera de 1939 hubiese conseguido cruzar la frontera con Portugal. Sin duda, mi vida no sería la misma, sería un hombre libre, sin juicios injustos a mis espaldas. Tendría a mi pequeño Manolillo en brazos y podría besar a mi querida Josefina, que pronto hubieran podido llegar a mi lado. ¡Qué ingenuo fui al pretender tal osadía! No podía ocurrir de otra manera, me apresaron, me hicieron culpable de un delito que no fue tal, pues mi único delito fue pertenecer al bando equivocado. Mi delito fue implicarme con la causa republicana y militar en el Partido Comunista. En el bando de los malos, los proscritos. Mi delito, ser poeta, querer curar con mis versos lo que la sangre mataba sin tregua. A los pocos meses, ya en 1940, tenía sobre mis espaldas una condena a muerte impuesta por un compañero de letras. ¡Qué paradojas nos depara la vida! Jamás hubiese imaginado que mi propio compañero llegara a hacerme algo así. A día de hoy sigo intentado explicarme por qué.
Corre ya el año 1942 y aún restan veintiocho largos años de condena para poder dejar mi peregrinar por las cárceles españolas. Ahora que he recalado en el Reformatorio de Adultos de Alicante, entre estas cuatro frías paredes, nuevas soledades aún más crueles que las anteriores, creo sentirme morir. Y es tal mi presentimiento que casi podría decir que moriré aquí, sin culpa ninguna, pero siendo un hombre, íntegro, que no se prestó a cambiar de bando cuando las cosas se pusieron feas, como otros muchos hicieron, a ese horroroso bando nacional que solo sabe sembrar muerte a su paso a todo aquel que no comulgue con ellos. Sé que dejarán que muera, no impedirán que mis pulmones se vayan apagando por culpa de este frío demoledor que lleva calando mis huesos durante tres largos años. Solo pienso en mi Manolillo y en mi Josefina, pero sobre todo en mi Manolillo. Crecerá con un padre ausente, sin conocer tan siquiera su rostro. Le he pedido a mi compañero que me haga un retrato con este pobre lápiz cada día más menguado, para poder enviárselo junto con estas humildes cartas que voy escribiendo sobre los pedazos de papel higiénico, el único lujo que nos está permitido en este infierno sobre la tierra. Así mi hijo podrá conocer el rostro de su padre, es lo único que pido en estos momentos, no ser un padre sin rostro.
Escribo sobre el suelo de tierra, apoyado en la banqueta que tenemos que compartir, mientras la tos sacude mi debilitado cuerpo y la fiebre se adueña de mí. Piensan que deliro mientras recito mis versos, mientras escribo mis cuentos que jamás llegarán a ver la luz, mientras escribo estas cartas que ni siquiera sé si llegarán a su destinatario. Puede que cuando lleguen tan solo sean un borrón en estos pedazos de papel sin refinar, que quedarán perdidos en algún rincón del tiempo por desconocimiento de su destinatario e incluso de su remitente. No serán nada, igual que yo, que he quedado reducido a un espectro de lo que fui. Piensan que deliro, pero no lo hago, solo muero, muero de amor por una familia a la que ya con total seguridad no volveré a disfrutar, por un bebé que apenas he podido sostener entre mis brazos, amamantado en estos duros tiempos de la postguerra con sangre de cebolla. Muero de pena por todas las penurias que deben estar pasando, daría mi vida sin pensarlo un instante para que ellos no tuviesen que vivir semejante calvario. Daría mi vida, sí, aunque igualmente la voy a dar y sin recibir nada a cambio.
Otro ataque de tos me acaba de dejar prácticamente desfallecido. Me agarro al duro y frío camastro en el que alargo mis noches insomnes y, a duras penas y con la ayuda de mi compañero, consigo tenderme sobre él. Me tiendo de lado, acurrucado, sintiendo el sudor correr por mi frente mientras observo el nuevo charco de sangre que ha quedado sobre el suelo. Me queda poco tiempo, lo sé. Tengo que acabar como sea la carta que comencé esta mañana. Aunque no sepa si llegará a su destino, no puedo perder la esperanza y darme por vencido. Necesito que sepan cuánto les quiero, cuánto les he echado de menos durante todo este peregrinar de crueldades. Dejaré que mi cuerpo descanse unos minutos antes de continuar, pero tengo que finalizar esa carta, aunque sea salpicada por la sangre que avisa de la inminente llegada de la muerte.
Aún recuerdo aquella que le envié a mi Manolillo por su primer cumpleaños: “Manolillo de mi alma; sabrás que hoy has cumplido tu primer año, y que tu padre te felicita como puede, desde tan lejos. Puesto que ya andas, ven aquí conmigo y aprenderás a ser hombre en la cárcel, donde tantos hombres desaprenden. Me dice tu madre que no te gusta mucho el juguete que te he mandado y que te gusta más el biberón. Mejor. A mí me pasaría lo mismo”. Hoy necesito terminar esta otra en la que le quede bien claro el amor que su padre sentía por él, y que sepa que moriré siendo un buen hombre, justo, que jamás hizo daño a nadie. Y mi Josefina, ¡ay, mi Josefina! A ella le enviaré en esta carta un beso tan dulce como la miel y un abrazo como los que le daba antes, fingiré tener las mismas fuerzas, fingiré ser capaz de amarla como cada día nos amábamos.
Recostado en el camastro, escribo sobre la banqueta las últimas líneas de la que puede que sea la última carta que les escriba. Se la entrego a mi compañero con lágrimas en los ojos, dejo que sea él el encargado de enviarla. Yo ya no tengo ni fuerzas para salir de entre estas cuatro paredes. Vuelvo a tumbarme con dificultad sobre el camastro. Puedo palpar los profundos surcos que las lágrimas han dejado sobre el polvo que recubre mi escuálido rostro, aprecio cada hueso que sobresale donde antes había lozanía. Tomo entre mis manos mi rústico cuaderno fabricado con papel higiénico, con los cuentos que mi hijo nunca llegará a leer. Cierro los ojos, veo a mi Manolillo saludándome con la mano, a mi Josefina lanzándome un beso y yo les respondo. Les respondo mientras mi respiración se hace cada vez más dificultosa en esta tarde soleada del 28 de marzo de 1942…
*En honor a Miguel Hernández, poeta del pueblo. Orihuela, 30 de octubre de 1910 – Alicante, 28 de marzo de 1942
Fuentes:
http://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/Miguel-Hernandez-anos-condena-muerte_0_1011799186.html
https://www.muyhistoria.es/contemporanea/articulo/miguel-hernandez-carcel-y-muerte-601490611156