
De la tradición oral fragolina Link a https://letrasdesdemocade.com/
La pequeña Nicolasa se escondía detrás de las sayas de su abuela y observaba cómo calentaba las camas con aquel cacharro.
–¿Cómo se llama eso, abuela?
–¿Qué? Esto, pues un calentador. ¿Cómo se iba a llamar, si no? No ves que sólo vale para calentar las camas.
–Un calentador, un calentador -repetía una y mil veces la pequeña Nicolasa para que se le quedara grabado el nombre de aquel trasto que volvía tan confortables las heladoras sábanas de lino.
El calentador era una especie de sartén de cobre, muy grande y muy profunda, con un mango largo, largo, y una tapadera agujereada. Se llenaba de brasa con un badil, se cerraba la tapa, se metía entre las sábanas por un lateral de la cama y se movía sin parar para que no se quemara la ropa. Aunque se tuviera mucho cuidado siempre había algún percance. Todas las sábanas de la casa tenían manchas negras, por el excesivo calor del suelo del calentador, y pequeños quemazos, como las camisas de los abuelos que fumaban tabaco de “Cuarterón”, por los chisporroteos de las brasas.
Durante todo el ritual Nicolasa seguía a la abuela con los ojos muy abiertos. Antes de cenar avivaba el fuego y ponía grandes tizones de carrasca para que hicieran buena brasa.
—Mira, Nicolasa, cuando seas mayor, nunca eches tizones de chopo ni leña de higuera, que, aunque de momento arden bien, las brasas que dejan no duran nada. Lo mejor es la carrasca, pero hay que tener cuidado porque chisporrotea mucho y si no estás atenta podrías causar un incendio —le decía sin mirarla, mientras agitaba con fuerza un renegrido soplillo.
Ese momento era un momento mágico: las dos juntas delante del fuego. Ella se sentaba en el halda y se acurrucaba, mientras la abuela le contaba historias antiguas. La abuela decía que todas eran verdaderas, que le habían pasado a fulano o a zutano, pero Nicolasa sabía que se las inventaba para ella.
–Madre, deje a la niña, que después sueña mucho y por la noche no para de llamar. Además como ella no distingue lo que es verdad de lo que es mentira, se pasa todo el día maquinando historias. Y lo peor es que se las cuenta a la gente y nos mete en unos líos tremendos” –le decía la madre de Nicolasa a su abuela.
La madre seguía rezongando mientras preparaba la cena.
–Si ya lo digo yo, a Nicolasica con tantos cuentos y consejas se le van a volver los sesos agua y cuando sea mayor ya no tendrá remedio.
Después de cenar la abuela llenaba el calentador con brasas muy vivas y se iban las dos a calentar las tres camas. La última era la de Nicolasa, porque así, al acabar, la abuela dejaba el calentador en el suelo y se metía un poco con ella en su cama. Le frotaba los sabañones, que le picaban mucho, y le contaba más historias. Porque, eso sí, a la abuela las historias no se le acaban nunca. Pero a Nicolasa estas delicias se le acabaron pronto.
El día de San Nicolás por la mañana, el mismo día que Nicolasa cumplía doce años, su abuela se murió de repente, de un cólico miserere que le devoró las entrañas. Desde ese día, Nicolasa cogía el calentador, lo llenaba de brasas mortecinas, lo pasaba un par de veces por las sábanas y remojaba la colcha con las lágrimas que se le escurrían por las mejillas. Desde ese día, nadie volvió a calentarle la cama, ni a frotarle los sabañones ni a contarle historias de los tiempos de Maricastaña.
Antes de un año decidió que ya no iba a llorar más, que se frotaría los sabañones con ajo, que se escondería debajo de las sábanas, que inventaría sus propias historias y que se las contaría a la abuela.
Cuando cumplió trece años les pidió a los Reyes una libreta gorda para escribir cosas que no fueran de la escuela. Porque su madre le compraba los cuadernos y los lapiceros que le decía la maestra, pero eso de caprichos, ni hablar. Por las noches, después de calentar la cama, se arrebujaba bien y escribía cuentos para la abuela en la libreta de tapas de hule negro que le habían traído los Reyes. Poco a poco, fue perdiendo la costumbre de escribir, pero cada vez que veía el calentador, echaba a correr, se escondía en un rincón de la alcoba y comenzaba a escribir en la libreta.
A los catorce años, cuando acabó la escuela, su madre le dijo: “Nicolasa, te noto un poco alelada. Siempre estás en el limbo y no te centras en nada. No vales para trabajar en la casa ni en el campo. Con estas dotes nadie te querrá ni siquiera para servir. Así que he pensado llevarte de fámula a un internado. Allí te enderezarán y te harán estudiar. De paso, a lo mejor sacas algo de provecho para la vida. Ya he hablado con don Leopoldo, el viudo de casa Fontabanas, y me ha dicho que él conoce a la madre superiora de un colegio de postín. Que sí él se lo pide todo se arreglará. A cambio de esto yo iré a hacerle las faenas de su casa y los favores que necesite”.
Ella no entendía por qué estaba triste su madre. En ese momento sólo alcanzaba a ver un amplio camino hacia la libertad.
Nicolasa aprovechó bien los años del colegio, consiguió becas para estudiar Medicina y, con el tiempo, llegó a ser una eminencia en medicina nuclear. Pero en su interior seguía sintiendo un escozor y un picor, como si nunca se le hubieran curado aquellos sabañones de antaño.
El día que se murió su madre volvió a la casa del pueblo y vio el calentador colgado en la chimenea. Entonces se sentó en un rincón de la alcoba, justo debajo de la percha donde la abuela colgaba sus sayas, y escribió un cuento de células que andaban vivas por los cuerpos de los hombres y se comían las ensundias como aquellos sacamantecas de los cuentos de Maricastaña.
Carmen Romeo Pemán
Imagen: Museo Etnográfico de Cabezamesada (Toledo). http://www.cabezamesada.com/etnografico1/page012.htm
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