
by Paula C. Monreal
Apenas dos días para que dejemos este paraíso. ¿Dos días?… Sí, solo dos; sábado y domingo. ¿Qué mas da haber estado aquí durante mes y medio? Siempre es el mismo dolor, me arrancan el mar. Lo abandono. Ardo por dentro como me arde el sorbo de vodka helado de esos días con los que no puedo. La gente está triste, como yo. Cada uno con sus motivos, ahora tenemos un motivo común: todos llevamos bozales que nos impiden hablar, que nos erosionan el rostro. Solo a los jóvenes parece que no les afecta. También yo fui joven. No recuerdo lo que me afectaba. O sí, pero soy muy perezosa para la juventud.
Con los ojos cerrados a lo mejor duele menos. ¡Qué va! su rugido es mayor. Me arrancan el mar. ¡Qué estorbo las voces de éstos imbéciles! Los miro, pero te desafían, son los dueños, los hemos hecho dueños de todo, también del silencio. Les hemos enseñado a gritar. Si me tapo los oídos la tarde desaparece, solo mi ruido interior, ese pitido constante. Los movimientos son diferentes si no oyes, la luz también. La luz cambia si no oyes. Aparece la cámara lenta.
La marea alta y septiembre, la marea baja y septiembre. ¿Qué más da septiembre si apenas pisé agosto? No me enfangué, no me sumergí. Demasiado ocupada en los otros, demasiado ocupada conmigo. De mí, con los otros.
La piel fuera de todo. ¿Hay algo más maravilloso que sentir la piel? Desnudos todos, expuestos a todo. Sólo con bozal. Viento y sol, y las gotas de agua que llegan de la orilla al romper las olas. Y el cuerpo que se estremece y no se asombra, se abandona.
Olas gigantes, qué excitación al levantarse hasta que se quedan sin aliento, y entonces se derrumban, explotan.
Gritos, y otra vez esta excitación. Puedo oír mi risa cuando todos vienen hacia mí. La marea no da tregua, los engulle mientras corren y cargan con todo. Se convierten en pulpos, gran cantidad de brazos que cargan con su vida, también agarran a los niños, tiran de ellos mientras la arena se los traga. Las voces que no cesan. Es una invasión.
Todos juntos, apretujados. Nadie hace de policía, nadie vigila si se cumplen las distancias necesarias para el aislamiento social. Los bozales guardados en las mochilas son invadidos por toallas, cremas solares, plásticos que guardan los restos de bocadillos y bañadores infantiles demasiado mojados. Es la excitación de la marea alta. Siempre me gustó septiembre. Es la unión con la naturaleza lo que nos lleva de nuevo a la vida. Bocas pintadas, bocas que comen, que beben, bocas que sonríen y ríen a carcajadas, que cantan y tararean. Bocas que besan mientras las manos acarician todo.
Desnudos y expuestos. Todos sin bozal.
El sol burlándose de los que queremos sombra. Eva duerme plácidamente a mi lado. Su cuerpo desnudo y expuesto al amor. Su piel en todo y el viento en su piel acariciándole lugares inaccesibles hasta para mí.
Los que llega nuevos, tímidos, como si nada les perteneciese, familias enteras empezando a consumir sus pocos días lejos de prisión, vienen con bozal. Nadie los mira, no quieren recordar.
Otra ola doblándose en la cima como un saltador de pértiga. La policía mirándonos. Todos delincuentes. Ellos recordárnoslo todo. Todos con bozal.
Olas internas que me ahogan, siempre le tuve miedo al mar; menos cuando recogía mejillones con mi padre. Los dos con las gafas de bucear, las aletas y el tubo con el que me oía por dentro. Yo llevaba la bolsa y él la gancha. Ahora ya no tengo padre. No lo tengo porque no puedo verlo. No sé si volveré a verlo. No sé si él lo sabe. No sé si se acuerda de cuando cogíamos mejillones. A veces se queda desnudo, con el cuerpo expuesto, con la piel tan fina que las caricias le duelen. A mí me hiere no volver a verle, aunque fuese con bozal.
Es la hora ya en la que el mar se viste de luces robadas al cielo, espejos reflejando lo invisible. Yo también tendré que vestirme. Vestirme para despojarme de todo menos del dolor. Nos vamos de la mano, vestidas, protegiéndonos la piel, ajustándonos el bozal.
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