
No sé si era yo, o la otra cara del yo, que al fin y al cabo será el mismo yo... u otra voz que como relámpago corrió, de muy dentro hacia afuera, buscando una salida con vertiginosa urgencia.
Recostada con los párpados bien cerrados, sin posibilidad de articular sonidos, palabras fúricas comenzaron a brotar en mi cabeza. Con contundencia. Con furia. Rotundas.
Todo el espacio mental se comprimió hasta sólo poder escucharlas a ellas. No había más: la antesala del silencio y oscuridad. Entonces, vi aquella persecutoria interrogante. Llegó a mí en mayúsculas, clara y con letra grande: ¿Por qué escribes?
Enseguida busqué y rebusqué en mis aún adormecidas ideas, todas las respuestas que había ya dado aquí y allá cuando me habían preguntado: necesidad, expresión... belleza... escribo porque... No pude terminar de ordenar los pensamientos cuando interrumpió de nuevo y de forma súbita aquella rabiosa voz. Me cogió fuerte y me sumergió con ella a una especie de dimensión subterránea.
Comprendí en el acto que su enfado arrastraba tiempo, mucho tiempo de contenida frustración. Reclamaba ahora su lugar, y a mí me tocaba callar y escuchar:
Nunca olvides cómo me conociste. Llegaste a mí en un sótano lúgubre, lleno de artilugios desordenados alrededor de las paredes. Una habitación que apenas contenía calor dentro. Ni siquiera había ventanas. Sólo un gran portal metálico.
En el preciso instante en que me miraste de frente pude ver con extrema claridad. Pude ver la historia que desplegaban los destellos de tus ojos: Hambre. Un alma hambrienta con la apariencia física de estar siempre satisfecha pero verdaderamente, muerta de hambre. Todo se resbalaba fuera de ti. Al ser tocada, hablada… Nada. Todo se resbalada, nada te penetraba.
Muy de vez en cuando alguna experiencia externa apenas te rozaba, y se erizaba de repente tu piel, anhelante de poder sentir, al fin, la calidez y los mil sabores que se suponía la realidad prometen. Pero tan rápido como se dibujaba la fantasía en tu cabeza, la realidad, monstruosa, con su habitual falta delicadeza, irrumpía de nuevo y volvía a dejarte bien claro, que sólo te correspondían, si acaso, migajas. Y tú seguías hambrienta.
¿Qué sucedió el día que me conociste? Que me tragaste viva. Por completo. A partir de ese momento nada se te escapaba. Veloces gestos en el aire, sensaciones al tocar otra piel; suaves y apagados colores de un atardecer en invierno… los gritos ajenos, la profundidad de una sonrisa… la violencia envuelta en tenues silencios. Todo, absolutamente todo lo retenías, para bajar al sótano con ansia y encontrarte conmigo.
Juntas empezamos a abrir, diseccionar y exprimir a raudales la parte álgida, esencial de las vivencias que experimentabas. Y nos asegurábamos, de que se quedara dentro, bien dentro. Lo tejíamos meticulosamente al manto de tu intimidad, para que nada pudiera escaparse. Y para que no volvieras a pasar hambre.
A medida que pasaban los días, más y más se iba ampliando aquel espacio para que toda vida que continuaba entrando tuviera su sitio.
Cada vez eran menos los momentos que pasabas arriba, en el otro lugar. Con una sensibilidad frágil como porcelana, sentías que te asfixiabas al respirar el aire de afuera, y volvías a bajar conmigo, en lo que sería tu nuevo hogar.
Si bien recuerdas, teníamos mucho trabajo que hacer ahí dentro, empezando por ordenar todo ese montonal de cosas desperdigadas; tuvimos también que enterrar hondo otras tantas… Ya no se sentía frío en el sótano.
Tu expresión se había transformada casi por completo. El hecho de redistribuir y colocar el espacio físico repercutía en el efecto de tu mirada.
Los destellos de tus ojos reflejaban todo menos hambre. Todo menos miedo. Parecía que nunca terminabas de maravillarte; un mundo distinto que nunca hubieras imaginado que existía. Era otro mundo. Te pasaban a habitar un sinfín de palabras que se desplegaban ante ti, y caían como en cascada un sinfín de gotas de infinitos sentimientos, imágenes, vínculos… que te envolvían en cápsulas de diversas formas y tamaño para admirar su exclusiva idiosincrasia y ser transportada con cariño por un sendero que se hacía más y más ancho a medida que lo recorrías…. no había final. No había limite. Era algo…simplemente, innombrable. Porque no hay palabra que pueda capturar algo así.
En ese punto, ya no querías subir al otro lado. Pensabas que no tenía sentido. Era inútil. Y, ¿quién podría decir lo contrario? Total, tú sabías que este lugar era más verdadero, rico, más… real que el otro al que llaman realidad. ¿Por qué ibas abandonar semejante acogimiento?
Entonces, yo tuve que intervenir. Me preocupaba tu interminable fascinación y, sobre todo, lo que más temía, era la posibilidad que, si un día querías volver al otro lado, ya no supieras como. Y olvidaras el camino.
Así que una mañana te sugerí que empezáramos a construir un gran ventanal en el sótano, para que así hubiera más luz.
Comenzamos a hacerlo. Quisiste que fuera de un grueso cristal y de pintura blanca, con pequeños bordes de líneas curvas en forma de espiral.
No fue hasta que lo terminamos, que reparaste en que el ventanal daba al otro lado. Al abrir la ventana te conectabas con la realidad que tanto repudiabas.
Me miraste con extrañeza. No hubo necesidad de que formularas tu pregunta.
Lágrimas gruesas cayeron de tus mejillas. Me decías que estabas muy apegada a mí, que no querías vivir en ninguna otra parte. Que no sabrías cómo.
Esperé a que te tranquilizaras… me acerqué despacio a ti, y te dije:
Te prometo que ya no vas a sentir igual la realidad. Estás lista. No puedes pasar hambre porque que estás llena, rebosante de vida interior. Está tan adentro de quién eres, que es imposible que se escape. Siempre que necesites volver aquí (y lo harás), lo puedes hacer. Me visitarás cuando quieras, y las horas que quieras. Lo único que tienes que hacer es abrir la gran ventana y entrar. Pero debes volver luego.
Recuerda siempre esto: una realidad no existe sin la otra. Y sólo puedes enriquecer una si también tomas de la otra; están inexorablemente unidas.
No dijiste nada por un largo rato. Fuiste corriendo a abrazarme y me hiciste la última pregunta: ¿Siempre estarás aquí cuando venga?
Siempre.
Cada vez que bajes al sótano y quieras que destruyamos, deconstruyamos, inventemos personajes, paisajes, universos… lo haremos juntas. Es más, yo me encargaré de que no te olvides de mí, y si pasa mucho tiempo sin que me visites, haré ruidos, daré golpes en el ventanal… lo que sea, para llamar tu atención.
Velaré porque sigas creando hermosas letras que inspiren en esa otra realidad en la que te ha tocado vivir. Velaré porque no dejes de escribir, y por encima de todo, para que algún día, tus palabras puedan conmover el alma de otra persona, de la misma manera que pasó contigo.
En ese momento, me daré por satisfecha. Y sabré que he cumplido mi objetivo.
Alicia Trujillo Aragón