Cuando todo esto pase, la lluvia digo, vendré a por ti y nos vamos los dos a casa, o donde tú quieras, pero nos vamos. Aviso a la directora, y que te hagan la maleta para unos cuantos días, con tus cosas de aseo, y el neceser ese blanco con las estrellas azules, el que me gusta tanto. Que no se les olvide nada, tú les indicas y que te metan todo, todo lo que tú quieras.
–¿Y cuándo dices que me voy?
Y yo le digo que cuando todo esto pase, cuando le pongan la vacuna y deje de llover y no tengamos que hablarnos a gritos, porque él no oye bien, pero esto de hablar a gritos nos desconcierta a los dos, y nos deja mudos.
Yo sentada en el sofá de pana beige, él sentado en su silla. Le veo arriba, encima de un cojín para hacerle la vida más cómoda, para que sus propios huesos no le lesionen la piel. La vida inmovilizada más cómoda. La vida cómoda en una silla de ruedas. Me siento minúscula, muy pequeña, engullida por el sofá, todavía engullida por él, buscando promesas. No sé que promesa más hacerle. El engaño.
Donde él está, donde se quedó, donde yo le dejé, ya no existen las promesas. Le miro, inclino la cabeza a un lado subiendo el hombro, también aprieto los labios, eso no lo ve, tampoco el hueco de mi corazón con olor a impotencia. A lo mejor piensa que no tengo corazón. Él me mira, inclina la cabeza hacia el otro lado subiendo el hombro. También hará un mínimo gesto con los labios, pero yo no lo veré, tampoco el hueco profundo del desamparo en su corazón. Ya no nos vemos.
–¿Y tú cómo estás? –le digo
–Pues más mal, que bien –me dice apoyándose en los brazos de la silla, intentando recomponerse–. No puede, no tiene fuerza.
–¿Y por qué estás mal?
–Aquí están todos locos, me chillan.
–¿Te chillan?, ¿Los enfermeros?
–¡Qué tontería! Sí, todos. Los enfermeros si me descuido me pegan.
–¿Te pegan? –le miro incrédula–, hablaré después con la directora.
Me mira, inclina la cabeza a un lado subiendo el hombro. Le miro sin saber si será verdad lo que me cuenta, inclino la cabeza hacia el otro lado subiendo el hombro.
–Bueno, entonces cuando todo esto pase vengo a por ti.
El silencio como respuesta. Me salto las normas y le agarro las manos, las dos. Él agarra las mías e intenta levantarse, no puede, yo hago que tiro, no nos acostumbramos al tacto. Jugamos, los brazos arriba y abajo, como dos chiflados. Sonrío. No me ve. Las manos ya no son las suyas y sin embargo me devuelven a la infancia. La piel fina, adornada con tatuajes morados. Los dedos largos, sin expresión, sin la vida detrás de ellos, solo largos, y flacos. No parecen de hombre, pero no son de mujer.
El silencio se rompe con nuestras manos aferradas a lo que no pudo ser, devolviéndonos lo que ha sido.
–¿Y cuándo dices que vienes a por mí?
–Quizás la semana que viene, el jueves. Cuando todo esto pase.
–Puedo irme a tu casa. Ahora ya no tengo casa.
Las normas no nos dejan más tiempo, rozamos nuestras caras, en las manos se me quedan pegados restos de su piel. La piel que se rompe a la caricia, la piel morada. <<Es de los golpes>> me dicen. Se lo llevan deprisa, salgo corriendo.
–La directora la está esperando –me dicen–.
Sonrío. No me ven. Me voy.
Huyo cada día. En mis manos ya no caben más restos de piel, y sus manchas moradas, no sé si resistirán hasta que todo esto pase.
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Jugamos con los brazos arriba y abajo, como dos chiflados
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