Lidia no podía creerlo, en la mesa de al lado de aquél bar estaba el hombre al que había amado durante toda su vida.
A los dieciocho años se inscribió en un curso de teatro; allí le conoció.
No creo en la química, ni en medias naranjas, ni en todas esas cosas que se cuentan de cuando te encuentras frente a tu alma gemela, pero lo cierto es que se miraron, se fundieron y traspasaron con la mirada.
Un río de recuerdos fluían por la cabeza de Lidia, los poemas que él le escribía y que ella aún conserva, las charlas, y la única noche que estuvieron juntos, en la que se limitaron a hablar y mirarse llenos de la inocencia y del amor puro, inexperto, de aquellos años.
Pero la suya fue una historia de enormes desencuentros. El destino los separó y los sumió en la rutina, en lo cotidiano; cada uno por su lado… hasta hoy.
Sus manos sudaban, su corazón era un timbal, cuando dijo:
—¿Marco?
—¿Lidia?…
Así comenzaron a contarse cosas. Más de treinta años sin verse. Siguieron por teléfono, por internet, y volvieron miradas, largas charlas…, la complicidad de entonces.
Y algo que era lógico: empezaron a desear aquello que no habían tenido…la piel del otro.
Pero ambos estaban casados. No les había ido todo lo bien que esperaban y eso los empujaba más el uno hacia el otro. Marco dio el paso, aunque solo era concretar entre sábanas lo que desde el bar habían hecho más de una vez. Por teléfono tenían conversaciones tan subidas que las palabras eran las manos del otro, la boca del otro, el sexo del otro. Pero Marco quería más, y Lidia también.
Quedaron en un hotel.
Él la esperaría en la habitación.
Casi muere Lidia cuando contesto: “Allí estaré…” al whatsapp de Marco “Hotel Ross Hab.67 a las 18:00 h.”
Aquella mañana , Lidia hizo todo como de costumbre.
No le fue fácil almorzar con sus hijos y su marido. No quería hacerles daño pero la vida le había negado ese encuentro; se lo debía el destino.
A las 17:28 h. aparcó el coche a dos manzanas del hotel. Entró avergonzada en el ascensor, miró su aspecto. En el espejo se reflejaba una mujer de cincuenta años – en su interior, todo el sentir de una niña de dieciocho. Faltaban siete minutos para las seis, cuando su puño en alto se frenó en seco antes de tocar la madera. Cerró los ojos con fuerza, abrió la mano y acarició suavemente la puerta. Bajó la cabeza, como una reverencia, y volvió sobre sus pasos al hall del hotel. Se sentó en un sillón y llamó a Marco.
—Lo siento mi amor, no voy a ir.
—¿Pasó algo?
—No, y no quiero que pase nunca, que a este amor puro y secreto lo mate la rutina, el día a día. No quiero olvidarte, y si te tengo lo haré. Se nos negó el pasado y el futuro, Marco, ya lo sabes. No dejaré a mi familia.
—Lo sé, solo quería este momento. Dices que ni pasado ni futuro, pero el presente…puede ser nuestro ahora.
—Yo también quiero el momento… pero la sed es grande y no se apagará de un trago. Te regalo mi amor y mi deseo eternamente, porque ahora te pensaré hasta el fin de mis días. Nos hemos tenido de formas que muchas parejas no experimentarán jamás…
—Somos especiales.
—No, no lo somos; eso te pido, que lo seamos…
—Entiendo…
Lidia llegó algo abatida a casa aquella noche. Su marido hacía la cena. Los niños le hablaban sin parar. Se sentó a cenar y les prestó más atención de lo normal. Al acostarlos, sus besos la redimían. Cuando se acostó por fin, volvió a pensar en Marco. Apretó los muslos, y la puerta de la habitación se abrió.
—Lidia, ¿ puedes comprar café mañana?
—Sí
—Bueno ,que descanses…
Su marido era un buen hombre y padre, y la amaba. Lidia se sonrío. Respiró profundamente y se durmió…
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