La luz entra a raudales por la ventana abierta enmarcándolo a lo lejos... el Montgó, alto, majestuoso con esa forma mimética de montaña o de dragón dormido al sol. Una pequeña nube lo rodea en la cumbre y le da un aire mágico.
Salgo al resplandor blanco del mediterráneo. La callejuela cercana es una explosión de colores. Morados en las bouganvillas, margaritas amarillas y blancos en las madreselvas y los jazmines. Paso debajo de los pinos centenarios que dan sombra a dos antiguas casa de primeros del siglo pasado, blancas de albero y con ese aire romántico que dan las columnas, los toldos rayados y los grandes ventanales abiertos al sol.
Atravieso la carretera y allí está el mar. Rodeado de rocas y de esa piedra que la llaman tosca amarilla y arenosa. Esquilmada durante años para pasar a ser frontales de puertas y ventanas. Hoy está protegida, pero aún se ven las heridas que le han hecho durante tanto tiempo, en forma de mordiscos cerca del mar.
Tuerzo a la derecha y ya bajando por la cuesta, veo el Arenal. Ahora casi vacío porque es temprano. Conserva el encanto solitario de su pequeña bahía, rodeada de restaurantes llenos de hormiguitas laboriosas que se afanan en colocar mesas y sillas para el primer ágape del día.
El sol brilla sobre mi cabeza y los coches pasan cerca, aunque también ellos parecen estar medio dormidos. Voy dejando atrás villas y villas, algunas muy bellas, otras que han conocido tiempos mejores, pero que, como señoritas intentando aparentar grandezas pasadas, aún conservan, los parasoles, los sillones de mimbre y la prestancia de cuando eran nuevas.
Un gran perro se una a mí en el caminar. Su mirada es dulce y su larga lengua que le cuelga al lado de la boca, me está diciendo que su carrera ha sido más fuerte que la mía, que es tranquila y relajada. Le acaricio la cabeza y le animo a seguir. El cabo está cercano.
El mar, a mi izquierda, rompe contra las rocas y se convierte en espuma que nos salpica a mi compañero y a mí. El salta intentando atrapar esas pequeñas perlas en las que se ha convertido el agua y que para su sorpresa, desaparecen entre sus patas.
Más adelante empieza el pequeño paseo asfaltado, lleno de macetones de flores, farolas y asientos para descansar. Tengo mi objetivo ya muy cerca.
El chucho ha desaparecido o ha regresado con su amo, así que sigo caminando sola y por fin llego al pequeño brazo de tierra que se introduce en el mar, formando una bahía diminuta que se llama Cala Blanca.
Allí el agua tiene todos los colores del azul y el agua es tan transparente que puedes ver el fondo desde las rocas. Todo es tranquilo y la paz envuelve el ambiente. Sobre la montaña las casas están silenciosas y aún cerradas. Sólo perturba la paz con su ajetreo diario el restaurante que se asoma al mar desde la colina,
El sudor del ejercicio se hace molesto. Me quito la ropa y desde las rocas me zambullo en el mar. En el fondo, veo cardúmenes de pececillos, algún pez más grande y rodeándolo todo un remolino de colores suaves en verdes, platas y azules que me atraen, como si hubiera vivido allí en algún momento. Saco la cabeza, el agua chorrea por mi cara y mi pelo, las gotas sobre mi piel brillan al sol, miro las rocas que me rodean y no puedo dejar de pensar que esta liturgia matutina es tan sólo una parte mi paraíso