
by Rosa Liñares
Por fin se habían acabado las clases y al día siguiente empezaría las vacaciones. Las notas habían sido buenas -incluso mejor de lo que esperaba- así que le quedaba todo el verano por delante para disfrutar sin preocupaciones. Y, lo mejor de todo: por fin se compraría su tan ansiada bici. Llevaba ahorrando para ello desde antes de las navidades. Se había guardado el dinero que le habían traído los reyes, el del cumpleaños y lo que había ido ahorrando de sacar a pasear al perro de la vecina y algún otro recadillo remunerado. Ya había hablado con el dueño de la tienda y tenía la bici reservada. Mañana iría a buscarla. Se moría de ganas.
Los nervios no le dejaban dormir, así que finalmente se levantó de la cama y cogió el bote de Pringles que tenía sobre el escritorio, tras la pantalla del ordenador. Era su escondite secreto para el dinero. Después de que en varias ocasiones su padre alcohólico hubiese asaltado sus consabidas huchas, había decidido esconder el dinero en algún objeto libre de sospechas. Un bote de Pringles vacío le había parecido una buena idea. A él le encantaban y su padre las aborrecía, así que no tocaría el bote.
Toda su alegría se esfumó en décimas de segundos. Supo que algo no iba bien cuando agarró el bote y notó su ligereza. No pesaba nada y eso era muy sospechoso. Le temblaban las manos al abrirlo y cuando comprobó que estaba completamente vacío, lo lanzó contra la mesa cargado de ira. No se lo podía creer. Su padre lo había hecho otra vez. Se había gastado sus ahorros en whisky. Las lágrimas que empezaron a recorrer sus mejillas eran el reflejo de la rabia que sentía.
Pateó la papelera, las zapatillas que estaban a los pies de la cama y la mochila de clase, y finalmente se tiró en la cama a dar puñetazos a la almohada. Descargó toda su frustración con aquel trozo de viscoelástica que no le tenía culpa. Lloró hasta acabar rendido.
Cuando se despertó por la mañana tenía la cabeza embotada. Durante unos minutos permaneció en la cama, compadeciéndose de sí mismo al recordar el episodio de la noche anterior. La imagen del bote vacío de Pringles le produjo arcadas. Se levantó desganado y cuando se dirigía a la ventana para subir la persiana, sin haber encendido la luz, tropezó con algo. Volvió tras sus pasos y le dio al interruptor. Cuando se iluminó la habitación, no podía creer lo que tenía ante sus ojos. Era una bicicleta nueva. “Su bicicleta”. La que él había escogido, con franjas rojas, negras y grises en el chasis. Por un momento creyó que estaba soñando. Se acercó y observó que sobre el sillín había una caja. Dentro una cartera y dentro de la cartera el dinero que tenía ahorrado. Las monedas habían sido cambiadas por billetes e incluso había alguno más. De nuevo las lágrimas volvieron a recorrer su rostro, pero esta vez era de alegría.
Cuando salió de su habitación, se dirigió a la cocina y allí se encontró a sus padres charlando alegremente mientras preparaban tortitas para el desayuno. Le miraron, sonrieron y no hizo falta decir más. Esta vez estaba seguro de que las sesiones de Alcohólicos Anónimos no habían caído en saco roto. Esta vez era la definitiva. Se abrazó a su padre y lloró como ese niño que tantas veces no había podido haber sido.