Por más que limpiaba, Lucía no se deshacía del hilo de sangre que dejaba el sujeto sin piernas en sus frecuentes paseos a media tarde. Por más velas, cirios y hierbas varias que prendiera, el humo no echaba al niño azul que botaba espuma por la boca, quien después de tomar sus libros los abandonaba a su suerte, empapados de sus secreciones y babas. Se acostumbró, eso sí, a los repentinos ataques del psicópata sin manos que la ataca a la entrada del baño. Ya ni se espanta cuando las ganas de orinar son mayores. Lo que si le gustaría a Lucía es que el caballero que cuelga en su habitación intentase voltearse dentro de lo posible cuando Lucía lleva a su amiga a pasar la noche o que, por lo menos, cerrara el ojo que no sigue en su lugar. Y con respecto a la noche, la mujer que…
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