
by Natalia Doñate
Volaban las servilletas, los periódicos, los envases de cartón y las hormigas subidas a ellos. Los niños, apresurados, corrían tras sus pelotas de fútbol mientras los adultos doblaban las mantas de picnic. Algunas mujeres sostenían su falda con una mano y su sombrero panameño con la otra. Unos cuantos reían. En el cielo, las nubes recogían con prisa sus trozos de algodón y surcaban el cielo enloquecidas.
Los únicos inmóviles éramos mis padres y yo. Bobby también estaba ahí, pero sacudía la cabeza luchando con sus volátiles bigotes. Era hora de liberar al monstruo.
Frankenstein había sido creado el domingo anterior sobre la mesa de melamina blanca de la casa de mi abuelo. Recuerdo un tiempo largo de espera y de instrucciones quirúrgicas: “hilo, tijeras. No ésas no, las grandes” en el que no pude participar, hasta que, finalmente, cuatro cuerpos adultos se hicieron a un lado revelando al barrilete más grotescamente grande que haya existido. En el centro pegaron un cuadradito de papel blanco y me cedieron el honor de hacerle un dibujo. Fue un pájaro. El corazón.
Aquel sábado era el día de la verdad. ¿Volará? Mi padre lo bajó del auto dando coces y retorciéndose con furia. Casi lo perdemos, pero lo ubicó de frente al viento y lo soltó. Libre al fin.
— ¡Está vivo! —bromeó mi madre.
Aparatoso en la tierra, imponente en el cielo. Se fueron uniendo otros barriletes, que respetaban una distancia prudencial. Parecían botes alrededor de un transatlántico. Era titánico.
Por varias semanas volvimos al parque. A veces lo dejábamos aburrido en el baúl, a pesar de la desilusión de los otros niños; otras lo sacábamos a volar. Mi abuelo me enseñó a mandar “cartitas”. Tomábamos retazos de papel y hojas de árboles, los atravesábamos con el hilo y los veíamos subir dando giros hasta alcanzar al pajarito. Directo al corazón.
Una tarde tuvo un desencuentro con el viento y lo vi caer a lo lejos desgarrado, como si lo hubiera partido un rayo. Lo cobijamos en el auto. Días después conseguimos papel de regalo metalizado y lo reparamos. Parecía un hermoso espejo. Volvimos al parque, ansiosos de ver cómo reflejaba el sol desde lo alto. Pero no voló. Quizás porque el nuevo papel era demasiado pesado. Quizás porque ya no tenía corazón. Quedó olvidado en un placard del garaje junto a los adornos de Navidad. Desde entonces, jugué a la pelota.
Natalia Doñate Blog: http://www.lacasadelasarenas.com
1 Comments
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Gracias una vez más Masticadores!