
Es la primera vez que soy capaz de coger un bolígrafo y un papel y sentarme a escribir esto, pero aunque me cuesta un tremendo esfuerzo, creo que es el comienzo de mi recuperación, y que la clave no está en tratar de olvidar lo inolvidable, sino en ser capaz de mirarlo de frente y aprender a no sentirme culpable de aquello que no lo soy.
Aquel día iba vestida como he ido tantos otros días, con un pantalón y una camiseta de esas que dejan ver el ombligo, para lucir el peercing, porque para eso me lo puse, para enseñarlo. Me gusta vestir informal, es algo que nos identifica a todas las chicas de mi edad, al fin y al cabo, no hago daño a nadie y dieciocho años solo se tienen una vez.
Es cierto que mis padres me han dicho mil veces que por qué no visto mejor y todas esas cosas que dicen los padres, pero paso de cambiar mi forma de ser, me gusta el rollo desenfadado, libre, unos pantalones rotos molan mucho más que unos recién comprados, lo mismo que las camisetas de tirantes, puestas unas encima de otras, no importa que queden más o menos ajustadas. Lo que verdaderamente me daría palo sería llevar una camisita recién planchada, no me gusta ir muy puesta, es que no me veo vestida como a mis padres les gustaría, nosotras somos más cañeras y lo importante es ser fiel a un estilo.
Celebrábamos el cumpleaños de un amigo en un local que le había dejado su padre a cambio de jurarle en arameo que no llevaría ni una gota de alcohol. ¿Quién puede imaginarse una fiesta sin alcohol? Lo llevamos camuflado, no sé por qué cuando haces las cosas sin autorización parece que te da más morbo y te gusta el doble.
Yo bebí, no voy a negar que tomé un par de chupitos que no sé ni lo que llevaban porque fue un «enrollao» el que se encargó de hacer su «fórmula magistral» y vete tú a saber lo que le echó, pero bueno, yo controlo, sé bien hasta dónde puedo llegar y cuándo tengo que pararme, y eso fue lo que hice, cuando vi que empezaba a ponerme chunga, me pasé al agua.
Bailamos todas las de moda que llevábamos una semana descargando de Internet para hacernos unas listas a nuestro gusto.
Había un buen rollo flipante. Dimos un par de caladas a algún porro, pero habíamos quedado con la peña en que nada de pastis, no nos gustan las movidas raras, y lo cumplimos, no sé cómo pudieron complicarse las cosas así.
No me digas cuándo llegó gente que no conocíamos, porque el del cumpleaños había traído a sus colegas del pueblo, y aunque nos les estuvo presentando y parecían legales, había uno que no me quitaba el ojo, me di cuenta enseguida, pero pensé que iba un poco colocado y no le hice más caso.
A las seis, dos de mis amigas y yo «nos abrimos» porque a partir de esa hora me cae en casa un chorreo que te cagas y no tenía ganas de comerme un marrón nada más llegar.. Mi padre entra a trabajar a las seis y cuarto, y si no estoy en casa antes de que se vaya, se ralla, así que nos despedimos y hasta ahí todo normal. Cuando ya salíamos, dos de los chavales de la fiesta se ofrecieron a llevarnos en el coche hasta casa, y me pareció de puta madre, porque yo iba muy justa de tiempo, ya me imaginaba a mi padre poniéndome guapa al llegar, así que nos subimos al coche con ellos, uno era el que me había estado mirando toda la noche, que no conducía porque no era capaz ni de ver el coche, el que iba al volante controlaba algo más.
Dejamos a mi amiga primero porque vive más cerca del local en el que estábamos, y luego les dije por dónde tenían que ir para llegar a mi casa. Íbamos de risas y eso, en buen plan, comentando cosas de uno y de otro cuando el que iba sentado detrás, a mi lado, me puso una mano en la pierna y me lanzó una mirada que me dijo que aquella mano no había caído allí por casualidad. Se sentó más cerca de mí y trató de subir la mano más arriba. Cuando le pregunté de qué iba, se echó a reír, con esa risa estúpida que se tiene cuando uno no sabe ni de qué se ríe, y diciéndome que no me hiciera «la estrecha» después de haberles calentado, mientras trataba de continuar con su objetivo.
Como le dije varias veces que no, que se estaba pasando, que parasen el coche en el acto porque quería bajarme, los dos empezaron a reírse más todavía y mientras el que iba a mi lado trataba de inmovilizarme tumbándome en el asiento, el que iba al volante continuaba carcajeándose y voceando que todo iba a ser más fácil si dejaba de hacer la comedia que estaba haciendo y les seguía el rollo como había hecho toda la noche.
No supe por dónde íbamos, pero estaba claro que no era por dónde yo les había indicado, porque en aquellos momentos ya me había dado cuenta de que sus intenciones nunca fueron las de llevarme a casa. De nada me valió gritar, de nada sirvió tratar de defenderme dando golpes y patadas a diestro y siniestro, creo que aún se pusieron peor las cosas para mí, porque ver que me estaban forzando a algo que yo me resistía, les daba todavía más morbo, les producía más risa y les provocaba la intención de alargarlo más para pasárselo mejor. Aunque mi subconsciente me decía que nada podría librarme de aquello y que me harían menos daño si me estaba quieta o si fingía seguirles la corriente, no conseguí quedarme impasible ante algo que yo no quería.
No era la primera vez que lo hacían, sabían muy bien cómo sujetarme, cómo dejarme inmóvil entre los dos, y mientras uno gozaba viéndome aterrada, el otro me agarraba con tal fuerza que llegó un momento en el que perdí la noción de qué era lo que más me dolía, aunque por desgracia, no llegué a perder el conocimiento.
Cuando creí que todo había acabado, se cambiaron los papeles y el que me había estado sujetando dejó paso al otro, de modo que los dos se repartiesen el botín de igual manera. Después se montaron en el coche y me dejaron allí tirada sin dirigirme ni la más mínima mirada. A pesar de lo mal que me encontraba, miré alejarse el coche y retuve en mi memoria la letra y los números de la matrícula, que fui repitiendo como una máquina en el camino hacia mi casa.
Tardé más de una hora en llegar, porque primero tuve que orientarme de dónde estaba y después ir por calles secundarias para no llamar demasiado la atención por el aspecto que llevaba. Un par de señoras me preguntaron si me encontraba bien, si quería que llamasen a alguien, pero ni siquiera les contesté, solo quería llegar a mi casa, y me daba la sensación de que me faltaban siglos para ello.
Cuando mi madre abrió la puerta y me vio no me regañó, solo me abrazó muy fuerte y rompió a llorar conmigo. Yo que pensaba que me iban a poner verde... Nunca olvidaré aquel silencio de mi madre, aquel abrazo que me dio, que valió más que todo lo que hubiera podido decirme. Mi padre también estaba en casa, preocupado por mi retraso no había querido salir para el trabajo y llevándose las manos a la cara, lo único que me dijo fue si conocía al que me había hecho aquello, como le dije que sí con la cabeza, me separó de mi madre, me cogió en brazos para meterme en el coche y, tal y como estaba, me llevó a la comisaría donde me atendió el grupo de mujeres que se dedica a los casos de violaciones.
Denuncié, claro que lo hice, y les pillaron en media hora, todavía no he olvidado la matrícula del coche, creo que nunca la olvidaré, es como la marca que le ponen a las reses bravas para que queden identificadas, así quedó aquel número grabado a fuego en mi mente.
En el juicio declararon la mayoría de las personas que aquel día estaban en la fiesta, en general a mi favor, pero con bastantes excepciones que pensaron que me había pasado de la raya por hacer un drama de lo que podía haber sido un simple rollo de una noche. No acababan de entender que la diferencia entre un rollo de un fin de fiesta y una violación quedó clara en el momento en que yo dije mi primer “no”.
El abogado de mis violadores aclaró que en la fiesta había corrido el alcohol y que no habían faltado los porros, testimonio que corroboraron todos los que subieron a declarar.
Por si este era poco argumento, se hizo referencia a mi atuendo de aquel día, que todos coincidieron al describir y que dicho abogado se encargó de hacer notar, ya que según dijo, «mi forma provocativa e insinuante de ir vestida, podía haber incitado a sus defendidos a los hechos objeto de denuncia».
Les declararon inocentes, y me tuve que dar por satisfecha con que no me metieran a mí en la cárcel por asistir a fiestas, por tomar dos copas o por vestir como el noventa por ciento de las chicas.
El mundo se me vino encima cuando comprendí que de nada habían servido todos aquellos meses de declaraciones, de incertidumbre y de interrogatorios a los que había sido sometida y que además había hecho padecer a mi familia. Me sentía culpable siendo la víctima, hubo amigas que me dieron la espalda, y muchos de mis amigos no volvieron a dirigirme la palabra porque temían que después de provocarles con mis malas artes, les pusiese una denuncia.
Mi padre quería que nos cambiásemos de ciudad, al menos temporalmente, y hasta mis hermanos, que siempre me habían apoyado, terminaron hartos de que todo el mundo murmurase a su alrededor, creo que, incluso yo misma, tuve momentos en los que quise tirar la toalla porque cada vez que salía a la calle tenía la impresión de que todo el mundo se paraba a mirarme. Mi madre fue quien más me apoyó cuando dije que quería recurrir la sentencia, que no podía quedarme cruzada de brazos mientras se daba por hecho que me tenía bien merecido lo ocurrido por tener dieciocho años y haber asistido a la fiesta de mis amigos con una camiseta que dejase mi estómago a la vista y unos pantalones ajustados.
No fue fácil hacerme oír, el tiempo pasaba y los plazos legales que hay que dejar transcurrir para poder cumplir el siguiente trámite se me hacían eternos, pero llegó un momento en el que la idea se hizo fija en mi mente, era como si todo lo que sucediese a mi alrededor no me importase, lo único que quería era que alguien valorase mi declaración, que alguien se diese cuenta de lo más importante, de lo que hasta entonces se había pasado por alto: yo no había querido, yo había dicho una y mil veces que no, había opuesto resistencia, me había negado y eso tenía que servir de algo. Ni aunque hubiera ido desnuda a aquella fiesta tenían derecho a llevarme la contraria, si yo digo que no quiero da igual lo que el resto del mundo haya imaginado, todo lo que sea a la fuerza es una violación y no me daba la gana de que yo quedase como una desvergonzada y ellos como los machotes que lo único que habían hecho era obedecer mis provocativas insinuaciones, que por otra parte, nunca existieron. Pude haber pasado olímpicamente del tema y dejar que cada uno creyese lo que le viniese en gana, después de todo, lo que yo había pasado ya no me lo iba a quitar nadie, pero me daba la impresión de que aquello hubiera sido traicionarme a mí misma, y eso me hubiera estado quemando por dentro el resto de mi vida.
Hubo que repetir el juicio, y dejé claro que cuando una mujer dice «no», quiere decir «no» y el que no lo entienda así, tendrá que vérselas con la ley.
Cuando el juez les condenó por violación no me alegré, pero pude respirar hondo y sentir que, al menos, había logrado que mi opinión contase para algo.
Web de la autora: http://www.beatrizberrocal.es