jueves, abril 25 2024

El ciclista invisible

El ciclista invisible 5

By ANDONI ABENÓJAR Blog link

Ayer paseamos juntos por octava vez. Tomé la decisión de salir con ella cuando supe lo de mi padre. La confianza aumentaba a cada paso y la taquicardia y la sudoración iniciales habían dejado espacio a una seguridad volátil pero cierta. Mi mano, que los primeros días sujetaba insegura la suya, se apoyaba ahora con descaro en su parte trasera. Creo que ya estaba preparado, mañana sería nuestro gran día. De hecho, tenía que serlo. A mi madre y mis hermanos no les iba a gustar, pero hacía demasiado tiempo que no les agradaba nada de lo que yo hiciera como para que eso me importase.

Nos detuvimos un instante, quise volver a comprobarlo. El sonido seguía ahí: cli, cli, cli…

La primera vez que lo escuché fue el verano en el que mi padre puso los ruedines a la pequeña bici de paseo. La colocó en el suelo con las ruedas hacia arriba, apoyada sobre el manillar y el sillín. Al percatarse de que, mientras él ajustaba las tuercas, yo empezaba a aburrirme, hizo girar el pedal con una mano y acto seguido lo soltó. Me maravillé al ver que la rueda trasera seguía dando vueltas como por arte de magia, como si un ciclista invisible manejara la bicicleta saltándose todas las normas de la física. El eco de la rueda acompañó la sonrisa cómplice de mi padre. Se trataba de un sonido nuevo para mí, pero extrañamente familiar. Tal vez me recordara a la lluvia al golpear la tierra húmeda, o quizás al insistente rumor nocturno de los insectos agazapados en la espesura. Siempre resuena conmigo, como un acúfeno que acompaña al vil recuerdo.

Aquella misma tarde estrenamos la bicicleta. Fuimos al descampado de las afueras: el único espacio abierto en aquella populosa y accidentada villa. Eran los años sepia, del hierro y la heroína, y jugábamos ajenos a la preocupación por los condones usados y jeringuillas.  No tardé en cogerle el truco al pedaleo y, confiado al ver que el equilibrio no era un problema, me envalentoné e intenté perseguir a mi padre. Él pedaleaba mucho más rápido, pero frenó y se dejó alcanzar. Cuando estaba a punto de adelantarle fingió ser sorprendido por mi furtivo acercamiento y en un alarde de potencia, con el fin de librarse de mí, cambió de dirección a fuertes pedaladas. En tan repentina reacción, sin querer, apretó hasta el tope el freno delantero. La bicicleta dio una vuelta de campana y su cabeza un golpe seco contra el cemento. No se movía. La bici estaba tendida en el suelo, junto a él, y las ruedas giraban tan desbocadas como mis latidos. Cli, cli, cli… Seguía sin moverse.  Recuerdo que rompí a llorar, y luego solo un largo vacío en la memoria que aquel ruido se encargó de rellenar.

Unos años después, cuando todo el mundo hablaba de un tal Induráin, mi padre callaba y yo apagaba la tele y me refugiaba en un libro tras otro, obligado a volver unas páginas atrás cada vez que aquel sonido me hacía perder el hilo.

Mi familia nunca comprendió que evitara, siempre que podía, salir de paseo con él y su silla de ruedas. Pensaban que me avergonzaba de tener un padre que no podía caminar por sí mismo. Él nunca me lo echó en cara.

Esta mañana mi madre, buscando un enfado seguro que ahogase la pena, me ha pedido que me deshaga de la silla de ruedas. Se ha convertido en un estorbo no tanto por el espacio que quita como por el que ya no ocupa. Ella esperaba, casi deseaba, mi negativa. Su gesto de estupor ha dado paso a la decepción: “¡para una vez que necesito que te niegues!”, parecía reprocharme.

—Haz el favor de ir presentable esta tarde —me pone sobre aviso antes de marcharme.

Es la hora. Salimos juntos de casa dispuestos a dar nuestro noveno paseo rumbo al cementerio. Me he puesto un elegante traje negro y unos zapatos nuevos. No ha sido fácil: nueve días atrás nos comunicaron que pasaban a mi padre a paliativos, una semana después murió. Apenas nueve días para atreverme a entrar en aquella tienda de bicicletas, para habituarme a su presencia, a su tacto, a sus ruedas, a su sonido.

Al acercarnos al panteón familiar observo un nutrido y oscuro grupo de personas. Mi madre es la primera en percibir nuestra presencia, su gesto se desencaja más de lo que ya estaba y, a punto de caer al suelo, se apoya en mis dos hermanos.

Yo, sin embargo, al verla me visualizo sentado en la parrilla sobre la rueda trasera. Era ella quien pedaleaba en círculos alrededor de nuestra parcela del camping. Me gustaba aquella sensación: la velocidad y la seguridad agarrado a su cintura. Uno de los últimos recuerdos gratos que atesoro. Ella no parece acordarse.

Mis hermanos también se han percatado de nuestra presencia. El mayor nos dirige una mirada de desaprobación y el pequeño, lejos de sorprenderse, nos ignora.

Nos mezclamos con los presentes y un rumor de susurros y miradas de soslayo nos acorrala.

Para escándalo de todos coloco la bicicleta junto a la entrada del panteón, apoyada sobre el sillín y el manillar. Me siento junto a ella y acciono el pedal con la mano para después soltarlo. La rueda gira, ahora es el ciclista invisible quien pedalea.

—Parece que tendremos que dejar para otro momento lo de aprender a andar en bici, ¿eh, viejo?

—Cli, cli, cli…

—Aquel día, cuando te perseguí —la aflicción deja un peso de años muertos sobre mi voz y apenas logro terminar—, yo no quería… ¿Lo sabes, verdad?

—Cli, cli, cli…

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