Estaba situado en la playa, a ras del agua. Las olas blancas y llenas de espuma bañaban el balcón en los ratos de tormenta. Cada verano a José Pedrez y a su mujer les gustaba ir a esa habitación. Ese día dejaron el coche en un aparcamiento del propio establecimiento, estaba en una duna a 100 metros, luego de atravesarla permitía ver el hotel y la amplia playa. Vivian en Pamplona y siempre reservaban la habitación 143. Estaba compuesta por un lavabo blanco, una cama ancha y majestuosa, y, un aire acondicionado zumbón. Por las noches, cuando la brasa de calor les consumía, eran felices con su música de fondo, el ruido del lagarto automático, que reducía ese sopor del verano del litoral español. La debilidad nocturna aún les mantenía juntos, ¡al tac!, ella o el respondían con una gimnasia de flujos apretados donde los intercambios, o eran de lengua, o de órgano. Instalarse cada verano, les reunía ante el hastío que crecía en invierno, cual quiste duro y amplio. Siempre cruzaban las mismas palabras:
“Hasta mañana”
“Que duermas bien”
“¡Gracias!”. Pero esta habitación rompía esas normas y despertaba un cierto fuego, les sujetaba, durante el mes de vacaciones, donde se sumergían en esta resina de látex que vibraba una y otra vez, arriba abajo, desnudo y piel, mordisqueos, gimnasia pura y dura reflejada en sus cuellos, por el cual corría un sudor desprevenido y cruel.
Hasta que una jornada discreta y parecida a tantas, José no regreso a dormir. Ni ese, ni el siguiente, ni el sábado. El domingo si le vio aparecer, despeinado, los ojos débiles –en ese tiempo de abandono, ella le había deseado, fiel a la tradición nocturna de espasmos físicos, sin decir nada, ni dar la voz de fuga o desaparición, -distraída, sin moléculas de prisa, ni miedo, metida en el foso que se había convertido el cuarto, a veces sentada durante largas horas en el balcón mirando el mar y sumando güisquis. Podríamos decir, que su marido le despertó al pasarle la yema de sus dedos por la espalda. Ella se giró y pregunto:
– ¿Dónde has estado?
–Salí a tomar café y no pude encontrar el camino de regreso –respondió, para agregar- he estado perdido en “Boca del Ratón”.
–¿Y qué hay allí? –preguntó ella. “Había tres bares —comenzando el relato José sin dar visos de inmutarse- una calle llena de barro y alguna casa suelta. Allí llegue por casualidad, estaba a 100 metros de nuestro hotel y paro un coche, me monte y me dejaron en la puerta de uno de los bares. Al entrar solo estaban dos parroquianos. Un cartel decía “abierto las 24 horas”. Me atendió una china. Llevaba un vestido rosa pálido y su sonrisa era inmensa, como si estuviera satisfecha de recibirme, o como si mi alma se uniera a ella en su desolación. Pedí un güisqui y no deje el puesto de la barra en las siguientes horas, nada más que para ir al lavabo.
– ¿Pero se habrá hecho de noche? –intervino ella. “¡Y de día! –convino él, manteniéndose en su alejamiento para proseguir su relato- en cada paso de la jornada, ella seguía con su mirada y yo extasiado en su rostro, o en sus ojos, o en su delgadez pálida. Nada te puedo agregar, ¡bueno tal vez! Dormí algunas horas apoyado en la barra y ella también. Entraron y salieron sucesivamente clientes y seguí embrujado”.
– ¿No había tele? –pregunto su mujer. “Ni siquiera eso. Hubo momentos que el hechizo le atraía tan cerca de mí que sentía su respiración, que veces se agitaba. Pero en ningún momento la toque”.
– ¡Tú y ella vivíais un extravió! –dijo su mujer mientras se ponía de pie y caminaba hasta la ventana. Tenía su espalda descubierta y unas bragas finas de negro azulado se pegaban a la piel, el sentía que le atraían sin más, pero vivía aún inmerso en aquel pasado hipnótico. Su mujer se detuvo cerca del balcón y pregunto: ¿cómo era el garito?; descríbemelo.
–Triste, desaliñado –dijo José-, aún recuerdo, tenía cuatro mesas, a lo sumo cinco, un trozo de papel de la pared desprendido, una foto grande de un mandarín que tenía dos ojos estilo boya, y al final en una mesa una radio gigantesca de aquellas de lámpara.
– ¿Y todo ese tiempo estuviste casi pegada a ella?
–Bueno, recuerdo que en un momento de los que entre al lavabo, le pude ver limpiando, sentí un golpe seco de olor a lejía que me tras balso, por lo cual decidí retirarme del urinario y ella se acercó hasta mí, lo que me puso a la defensiva y me aparte levemente y ella dijo: “¿ya está?”
–Si –réferi sin dejar de mirarle.
– ¿Te limpio? –pregunto su mujer. Y su marido refirió: “pude seguir por el espacio estrecho entre la puerta y mi cuerpo, sin mediar ningún gesto. Ante lo cual, cerré mi bragueta y regrese a la barra”.
– ¿Comiste algo en ese tiempo? -preguntó ella, mientras seguía en la ventana pero dando su espalda en actitud provocativa. “Cada seis o siete horas –la china- ponía un plato para dos con empanadillas de salmón y queso fundido”.
– Pero ¡a ti no te gusta el salmón!” –exclamo su mujer girándose.
–Ya lo sé ¡joder!, pero estaba con tanto hambre, me ardía la garganta.
– ¿Y cómo te separaste? -preguntó.
–Creo que fue al final del sábado, pero me cuesta recordar la hora. Ella me pidió le ayudara a cerrar el garito, luego le seguí por un pasillo y con gesto de amistad se desnudó entrando en una ducha -dijo él.
– ¿Tú le seguiste?
–No lo recuerdo –respondió su marido, solo sé, que a la mañana siguiente, que era domingo, amanecí en una cama, me levante y mire hacia la calle. La avenida estaba sola y el sol intentaba despejar la bruma que entraba del mar, en el centro pendía ella colgada del único árbol que había. Me aterrorice y, decidí bajar hasta la calle.
– ¿Te acercaste?; ¿la descolgaste?; ¿cómo estaba vestida? –pregunto su mujer acelerándose.
–Pude ver en su cara felicidad –agrego él, y no vi a nadie, parecía que todos se habían ido, con miedo decidí volver a subir a la habitación antes de marcharme, la recorrí hasta dar con un bolso, dentro estaba su DNI con una foto. Se llamaba Li Yuang y había nacido en Shanghái.
– ¿Nada más?
– ¡Que querías que hiciera! –respondió el por primera vez levantando el tono. Decidí regresar –prosiguió su relato, al descolgarla me llamo la atención que la parte de la vagina estaba como hinchada, metí mis dedos con cuidado, y pude extraer unas cartas, enrolladas, estaban envueltas en plástico y cubiertas de sangre. Son estas –dijo, mientras sacaba de su bolsillo un atado, su mujer pudo percibir las yemas de sus dedos cubiertas de hilillos de sangre, pero preguntó:
– ¿Se pueden leer?
_ ¿Cómo que se pueden leer? –dijo él con fastidio.
–Me refiero a que: ¿están en chino? –matizo ella.
–No, en español. Con mucho cuidado ambos estiraron encima de la mesa los textos. Una letra redonda y sencilla decía:
23/12/1965
Querido Lao
Me imagino que esta mañana las flores de loto estarán abiertas en Shanghái. Su color y recuerdo abren mis sentidos. Espero que antes de las fiestas del nuevo año estemos juntos. Estoy sola en este pueblo desgraciado, no hay más que parroquianos sueltos de la lengua y deseos de sexo vil y torpe
Te ama Li Y
05/01/1966
Estimada
Ya falta poco para ir a verte, en Shanghái hablan de una Revolución Cultural y Mao está desgarrando a nuestro pueblo con nuevas mentiras y silencios. Se por amigos que están trasladando gente de mi universidad a las aldeas del interior, son castigados por hablar de la fe y en cada registro amenazan con que vendrá una revolución, de muerte y cieno.
Dentro de poco estaremos juntos.
Te amo
06/03/1966
Querido Lao
Al saber por el refugiado M Chu de tu partida al Este mi corazón se ha desplomado. En este pueblo, cada conversación trae oculto la amargura del sexo. Cada bebida nos ahoga… en la droga. Ayer un nuevo cliente visito mi lista. Era moreno, de recia clase, pero sus ojos estaban llenos de maldad. Le dije que retirara su peso de mí y respondió con silencio y daño. Aguantare hasta tu liberación.
Te amo Li Y
Al terminar de leer ambos se miraron. José argumentó a modo de explicación: “la china era una antigua amante que tenía su corazón lejos”. Su esposa lloro un rato, luego sin mediar palabra comenzó a recoger y dijo: “nos vamos”. Su marido guardo aquellas cartas en un sobre, luego se lavó la cara, las manos y fue hasta la ventana, el paisaje le devolvió las dunas y el mar. Intentaría imaginar a quien le había acompañado estos días, tibia, solicita, llena de carne y belleza. Volvería a recordar cada plato que sirvió y cada líquido que ambos compartieron.