
By Isidro Beningo Nat
Era un invierno frío, las calles estaban cubiertas de un manto blanco, espeso y esponjoso. Los árboles se presentaban desnudos ante un público ausente. Se mantenían erguidos por efecto de la naturaleza, pero fríos y ásperos al tacto.
Como si estuvieran hibernando, pacientes, esperando a la llegada de la dulce primavera para brillar con sus flores e iluminar una ciudad oscurecida por un manto gris invernal.
Solo las luces de las farolas iluminaban la ciudad, recordando al mundo que Drakensberg seguía existiendo bajo una sábana de nubes oscuras. Los vecinos de la ciudad que en primavera y verano llenaban las calles, ahora estaban recluidos en sus casas, resignados a salir sólo si la ocasión lo exigía. Dakari acabó de trabajar a las siete de una noche oscura y como hacía habitualmente decidió coger su abrigo, los guantes y el paraguas para dirigirse andando a la estación de tren que le llevaría a su casa. Caminar era una de sus actividades favoritas, hombre atlético como él, encontraba en caminar numerosos beneficios, entre ellos, el de ordenar sus ideas, pensar en los problemas y sus soluciones.
Caminar era esta vez un deber, una necesidad en si misma, pues desde hacía semanas algo le atormentaba el alma, un secreto guardado durante años que no se había atrevido a revelar a sus padres, hermanos, amigos y pareja. Un secreto guardado tan secretamente que nunca se había atrevido a pronunciar en voz alta frente al espejo ante su propia persona. Fueron los cien metros más largos de su vida y nunca imaginó lo que sucedería al final de su destino.
Caminaba a pasos cortos, lentos y medidos. Pensaba, pensaba y no paraba de pensar en la forma de revelar dicho secreto, era un galimatías en si mismo. Sus padres eran de clase media y se habían preocupado por proveer a sus hijos de los valores rectos y educativos con el fin de que tuvieran una vida buena. Un secreto de este calibre desestabilizaría sus esquemas de vida y podría producir en ellos una decepción profunda…
Por fin llegó a la estación de tren, pudo mover los brazos y sentir el fluir de la sangre por sus venas gracias al calor que emanaba de la estación. Una estación cuya entrada era visible desde cualquier parte de la plaza. Construida en 1883, era la más antigua de la ciudad, edificada a base de hierro industrial, grandes ventanales acristalados, andenes con bancos de madera a cada extremo del mismo y un gran reloj analógico que lo presidía.
Como de costumbre compró su billete de ida y con el mismo pensamiento en su cabeza, del que no pudo librarse durante todo el día, caminó hacia uno de los bancos situado al principio del andén. En un primer momento al sentarse no se percató de lo que sucedía en el otro extremo. Un llanto le despertó de su ensimismamiento. Fijó la mirada hacia aquel lugar y puedo ver vagamente a una mujer llorando. A distancia se podía observar que vestía pantalones de cuero negro, botas militares y chaqueta de cuero a juego que adornaban su esbelta figura.
Lo que sucedería después es inimaginable…