
Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla. Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Sin remos, mutilada por el tiempo, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro del cual se sostenía (como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared). Y así, solitaria, se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos (esos que la marea arroja la orilla). Su dueño ─pescador de grandes metas nunca realizadas─ la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Luego, muerto el hombre, quedó la barca enredada en un enjambre de silencio.
Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de una laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido no obstante la fatiga: es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar inmediatamente; sientes cuando el agua entra y huye una vez, dos, mil veces entre los remos… Sí, hijo mío, la barca viaja y vive. Pero el motor son tus brazos, no lo olvides… ¿Sabes una cosa?: el hombre ─desde que es hombre─ ha echado a andar en el ir y venir de las mareas: todo comenzó un buen día, cuando del tronco de un árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos y, más tarde, cruzó de lado a lado el mar… Porque el hombre no es otra cosa que una barca de remos que se va lejos y regresa llena de peces o, en muchas ocasiones, con la canasta vacía…
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Mi madre me contaba historias de remos. Me decía que nosotros (nos llamaba «humanos») éramos barcas que se abren el paso entre las olas navegando contra corriente… Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón.
Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo: «ahora me toca remar haciendo uso de todas las fuerzas del universo», pensé. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos tiene de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla (debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí). Resumiendo: aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, aun sin remos ni pescador ni esperanzas volvió a navegar… Y es que una tarde de viento (una de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda) se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro y así, entre peces y espuma, se dejó andar sin prejuicios. Luego, a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa por dos días y dos noches… Y al final, arribó a un islote solitario y salvaje…, del mismo modo en que yo llegaré a mi casa.
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El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela; sabia mujer que siempre me decía que, para escribir algo, bastaba solamente tener una pluma en la mano y aliento en el corazón. Entonces, escribí la historia de unos remos descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones: yo no sabía remar; tendría no más de diez años y era flaquita. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos podemos volar (remar era demasiado duro para mí). Así, en mi fantasía de diez años, abrí los brazos y volé… Y llegué al sol, como dicen que hizo ese tal Ícaro. Por supuesto, la diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, había tocado el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición. Obtuve un premio y todo.
Mi padre recuperó su trabajo una semana después. Al parecer, el hombre nació para remar como decía mi abuela (de hecho, es un ejercicio muy fatigoso; sin embargo, la fuerza de la supervivencia lo transforma en vuelo). Y… ¡vaya coincidencia!: ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma blanca en mi ventana.
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