
(*Nota del autor al final)
El ritmo sosegado del tren siempre le relajaba, pero Carlos no conseguía recordar cuando había sido la última vez que pudo dormir en alguno de sus viajes. Eran siempre trayectos de los llamados de larga distancia y el no poder descansar debidamente durante esas interminables horas de raíles y paisajes itinerantes se le hacía demasiado molesto. En busca de una solución inmediata para este problema que tanto le disgustaba se dio cuenta que todos sus últimos acompañantes de viaje le habían importunado, así que decidió comprar siempre su billete y el del asiento contiguo para viajar solo y poder descansar. Esta nueva forma de viajar le resultó mucho más tranquila y relajada evitando así sorpresas con viajeros demasiado ávidos de conversación monótona y de pesada digestión. Solucionado este problema que le negaba la búsqueda del sueño deseado, se sintió totalmente libre de miradas inquisitivas para ejercer su ritual de relajación que había perfeccionado con años de viajes. Nada más llegar a su asiento apoyaba la cabeza en la ventanilla, dejaba que la gravedad se apoderase de sus brazos y piernas para que una sensación de languidez recorriera cada uno de sus músculos y articulaciones y vaciaba su mente de cualquier tipo de cualquier pensamiento desasosegante para poder adentrarse en sus pensamientos. Pero aún así no lograba nunca dormir.
Pensó en qué podría quitarle este derecho fundamental al sueño y enumeró mentalmente todas las adversidades que le perseguían estación por estación. Había conseguido acostumbrarse a los niños vociferantes, de lágrima fácil y garganta prodigiosa que, por culpa de una norma no escrita, tenían que viajar uno por vagón. Llegó también a acostumbrarse a las conversaciones insulsas de personajes soporíferos que vagaban entre los progresos económicos de sus familiares cercanos y el recuento de viajes desafortunados en antiguas vacaciones que olían a telarañas y polvo. Así que tras superar estos problemas ruidosos se dio cuenta de que lo único que conseguía sacarle de su trance viajero era cuando algún pasajero despistado se acercaba con paso dubitativo y le preguntaba si podía sentarse en el asiento vacío que tenía a su lado. En ese momento toda su tranquilidad se desvanecía a una velocidad aún mayor que la que alcanzaba el tren en el que se encontraba. Con un giro de cuello lento y decidido apartaba la cabeza de la ventanilla que le separaba del exterior y después de una profusa inspiración soltaba de la manera más seca y posible un “OCUPADO”. Era un “ocupado” adusto, sin grieta alguna, sin ningún resquicio en el tono de su voz que diese pie a la más mínima duda. Llevaba tiempo practicando la entonación y la modulación de su voz para esa palabra, consiguiendo a estas alturas una técnica casi perfecta. Le daba la potencia justa en cada sílaba, en cada letra, llenando así el conjunto de tal matiz y significado que dejaba de manera clara y concisa para el resto de pasajeros que no quería acompañante alguno.
Pero dentro de esta vorágine de inconvenientes hubo un día en el que la casualidad se vistió de un silencio absoluto que olía a tierra mojada y a prados de verde inabarcable. Aprovechando aquel inusual momento de paz, cerró los ojos y, sin irse completamente a los terrenos del sueño, se perdió entre el sonido de su relajada respiración. Su mente atravesó aquel verde que le llenaba los pulmones y, de forma lejana pero perceptible, le llegó un olor a salitre y un sonido de zapatos que caminaban a paso firme y constante dejando un eco melodioso rebotando por las esquinas de su memoria. Empezó Carlos a adentrarse en este mundo y vio como la sombra de un brazo se alargaba señalándole un mar cercano. En él, unos marineros hablaban sobre sus redes de pescar que, estaban tan remendadas, que apenas servían para la función que habían ejercido durante años. Siguió esta sombra en sentido contrario, remontando con la mirada las curvas de sus manos y sus largos brazos. Abrió la boca para llamarla, pero tenía la garganta enterrada en palabras que nunca dijo. Palabras que pesaban como piedras y que se hundían hasta el interior de sus entrañas sin llegar a ver la luz. En un último y desesperado intento, alzó la mirada en busca de una sonrisa cómplice casi borrada por el tiempo. Deseaba encontrar una palabra, una mirada o tal vez un gesto que le transportara a días pasados de seguridad y armonía. Pero no la encontró, solamente una frase empezó a retumbar por todos los vértices de su piel, se hizo más y más grande hasta ocupar el último recoveco de su cuerpo y de sus pensamientos: “lo nuestro se ha acabado”, “lo nuestro se ha acabado”, “lo nuestro se acabó”.
Los músculos de su cuerpo se tensaron y le hicieron saltar del asiento sacándole del trance en el que estaba inmerso. Un escalofrío le hizo girar la cabeza bruscamente. Eclipsó su rostro con enfado y con rabia, convirtiéndolo en un amasijo de arrugas montañosas. “OCUPAD…” empezó a decir Carlos en su tono habitual, interrumpiéndose al ver que no había nadie a su lado. Miró al frente, tampoco había nadie, el vagón estaba totalmente vacío. Habían llegado a su destino y Carlos había podido dormir. No estaba seguro de querer volver a hacerlo.
(*)
Introducción
Este fue el primer relato que escribí cuando comencé a tomarme la escritura más en serio. Se puede decir que fue el que despertó mi curiosidad por escribir y por crear historias. En él se notan fallos de redacción (aún más) y algunas frases un poco inconexas, pero me apetecía subirlo tal y como lo redacté para que se pudiera ver alguna evolución (que espero que la haya). Tal vez me lo tomara demasiado en serio, ya que se nota que está escrito de una forma más “intensa” y además, intenté ser más literario de lo que soy ahora. Pero aún con sus defectos (como todos mis relatos la verdad) le tengo mucho cariño porque si no hubiera hecho este relato, no hubiera llegado hasta aquí.
Fer Alvarado
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